(CNN) – En la ciudad de Marjayoun, ubicada en el sur del Líbano a unos ocho kilómetros al norte de la frontera israelí, la plaza principal parece casi abandonada.
Unos pocos hombres juegan al billar en una tienda situada en un edificio coronado con estatuas de tamaño real de la Virgen María y San Charbel, un santo libanés.
No quieren hablar de las guerras y rumores de guerra que durante décadas han asolado esta ciudad predominantemente cristiana cerca de la frontera.
Los periodistas son una molestia, refunfuña uno, y vuelve al juego.
Al otro lado de la plaza, una mujer de unos 30 años sale de una tienda de comestibles con una pequeña bolsa.
“Marjayoun es muy bonito, es fantástico”, me dice la mujer, Claude. “Pero los bombardeos nos asustan”. Es todo lo que quiere decir.
A lo largo del día, en las calles resuenan de vez en cuando los disparos entrantes y salientes.
Las tensiones entre Israel y el Líbano han aumentado considerablemente desde el ataque del 7 de octubre de Hamas contra Israel y la consiguiente campaña militar de Israel en Gaza. Hezbollah, grupo extremista respaldado por Irán, ha estado disparando misiles, morteros y drones contra Israel, e Israel ha devuelto el fuego.
Decenas de miles de personas a ambos lados de la montañosa frontera han huido mientras se intensifica la preocupación por el posible estallido de otra guerra en toda regla.
En el lado libanés, los residentes de ciudades de mayoría chií como Kafr Kila, Adaisa, Aita Al-Shaab y Aitaroun se han marchado casi todos. Los frecuentes ataques aéreos y descargas de artillería israelíes han reducido a escombros muchas de estas comunidades.
Marjayoun, en comparación, se ha salvado casi por completo.
La ciudad fue el cuartel general del Ejército del Sur del Líbano (ELS), una milicia dirigida por cristianos, armada y financiada por Israel durante las décadas de ocupación israelí del sur del Líbano, que terminó hace 24 años tras una prolongada guerra de guerrillas con Hezbollah.
Cuando Israel se retiró en 2000, muchos de los habitantes de Marjayoun huyeron hacia el sur cruzando la frontera con Israel, temerosos de ser acusados por sus conciudadanos libaneses de ser colaboradores de Israel.
Su marcha, junto con el hundimiento de la economía libanesa, el temor a otro conflicto prolongado, la ausencia de un Estado operativo y la emigración, han minado la población y la prosperidad de Marjayoun.
Sin embargo, más de dos décadas después, algunos residentes siguen aferrados a su antigua ciudad y prometen no marcharse.
“Creo que esta zona tiene una maldición geográfica. Siempre ha habido tensiones”, me dijo Edouard Achy. “Las amenazas vienen de ambos lados de la frontera. Las tensiones aumentan día a día. Todo apunta a que algo está a punto de ocurrir”.
¿Va a marcharse?, le pregunto.
Se encoge de hombros. “Después de más de ocho meses de esta situación, la gente solo quiere calma y tranquilidad”, dice.
Su hermana, Amal, y su familia han acudido a la iglesia para rezar una oración especial con motivo de los 40 días transcurridos desde la muerte de su madre. Vestida de negro y con un crucifijo al cuello, ha traído grandes barras de pan y bolsas de bollos para compartir con la congregación.
Amal está muy unida a su ciudad natal, pero se pregunta cuánto tiempo más estará a salvo mientras las nubes de la guerra se ciernen sobre ella.
“Nos quedamos aquí y, si Dios quiere, seguiremos aquí”, insiste. “El sur es Tierra Santa. El Mesías pisó aquí hace 2.000 años”.
Hizo una pausa y suspiró. “Pero si las cosas escalan a una guerra y llega hasta aquí como antes, con algún bombardeo, por supuesto, como otros, tendremos que irnos”, dijo.
“En la guerra, todos pierden”
A media hora de distancia, en la ciudad de Hasbaya, de mayoría drusa, Abu Nabil, de 85 años, barre la calle frente a su tienda.
La fe drusa es una descendiente del islam, con seguidores en Líbano, Siria, Israel y Jordania.
Es un hombre piadoso, de sonrisa amable y bigote blanco, que ve el lado bueno de la vida. “El Señor es misericordioso con nosotros”, dice. “Podemos dormir en nuestras casas. Comemos. Bebemos. Nadie pasa hambre”.
Desde su nacimiento, Abu Nabil vio al Líbano independizarse de Francia en 1943, prosperar durante la década de 1960, verse envuelto en una guerra civil, invadido y parcialmente ocupado por Israel durante décadas, y parcialmente ocupado por Siria, también durante décadas.
Ha visto cómo el país salía de la guerra civil, se veía envuelto de nuevo en una guerra con Israel en 2006, asolado por una serie de asesinatos de alto nivel, convulsionado por una efímera revolución en 2019, seguida de un colapso económico y, ahora de nuevo, al borde de una guerra a gran escala con Israel.
“La guerra es ruinosa”, dice tomándome de la mano. “En la guerra, todos pierden, incluso el ganador”.
Al otro lado de la calle, unos jóvenes beben café en pequeños vasos de papel mientras fuman cigarrillos. No quieren problemas, dicen, y declinan ser entrevistados.
La preocupación aquí, y en muchas partes del Líbano, es que si hablas en contra de Hezbollah, podría haber que pagar un precio. Algunas personas lo hacen, algunos políticos también, pero cuando Hezbollah vive cerca, es mejor no correr el riesgo.
“Gaza no es mi guerra, y no quiero rezar en Jerusalén”, insistió uno de los hombres.
Otro dijo que una de las razones por las que ningún misil, bomba o proyectil de artillería israelí ha caído en Hasbaya es porque los jóvenes actúan como una especie de guardia comunitaria armada, asegurándose de que nadie, ni Hezbollah ni Hamas, dispare nada contra Israel. No es su territorio y no son bienvenidos aquí, dicen.
Colina abajo, hay un atasco en la carretera que sale de Hasbaya en dirección oeste, hacia Marjayoun. Los coches avanzan a paso de tortuga, los conductores asoman la cabeza para ver de qué se trata.
Un numeroso grupo de hombres, mujeres y niños rodean un edificio nuevo de piedra blanca, todos vestidos con sus mejores galas. Delante hay aparcado un reluciente descapotable blanco, con el capó cubierto de ramos de flores y una matrícula en la que se lee, en inglés, “Newly Married”.
Llega un grupo de hombres con vestimenta tradicional drusa —pequeños turbantes, chalecos y pantalones— portando tambores y cuernos.
A medida que la gente sale del edificio, los músicos entonan una melodía estridente con un fuerte ritmo y notas agudas, mientras otros hacen girar cuentas de oración sobre sus cabezas.
La novia, Fatin, con un largo vestido de encaje, y el novio, Taymour, salen a la luz del sol y todo el mundo los aclama.
Decido no interferir con preguntas molestas sobre Israel, Hezbollah, la guerra inminente, la muerte, la destrucción y el desplazamiento. Todo el mundo está contento, disfrutando de la luminosa tarde de junio, del ruido, de la presencia de amigos y parientes. “¿Por qué estropear un día tan bonito?”, pienso.
Contemplando los festejos, uno nunca adivinaría que las fuerzas israelíes están a sólo unos ocho kilómetros de distancia y que, no muy lejos de aquí, se lanzan proyectiles mortíferos de un lado a otro de la frontera.
La ironía, sin embargo, no se le escapa a un hombre, que se inclina con una risita: “Estamos celebrando aquí mientras la guerra está a la vuelta de la esquina”.