San Salvador, El Salvador (CNN)–Durante décadas, las opciones de vida para muchos en El Salvador fueron sombrías: irse o morir. Apodada la “capital mundial del asesinato”, hubo un promedio de un homicidio por hora a principios de 2016, en este país de solo 6 millones de habitantes, dos millones menos de los que viven en la ciudad de Nueva York. La guerra entre pandillas provocó un éxodo de salvadoreños, en su mayoría hacia el norte, hacia Estados Unidos. Pero ahora, la situación de seguridad es tan diferente que la gente está regresando, incluso después de construir buenas vidas durante décadas en Estados Unidos.
La transformación se debe al presidente Nayib Bukele y su creciente control del poder que le ha permitido llevar la paz a las calles, aunque con un costo. Algunos derechos constitucionales, como el debido proceso, han sido suspendidos bajo medidas de emergencia, lo que ha provocado un aumento masivo del encarcelamiento y la protesta de los grupos de derechos humanos. CNN viajó al país para ver y escuchar lo que piensan los salvadoreños.
Deportado y ahora agradecido
Cuando Víctor Bolaños y su esposa Blanca perdieron su caso de asilo en un tribunal de inmigración de Estados Unidos, su “sueño americano” se derrumbó. Cuando aceptaron una orden de salida voluntaria, la pareja supo que tenían que dejar atrás la vida que habían estado construyendo durante más de 15 años en Denver y regresar a su natal El Salvador y las condiciones que los habían hecho huir.
“Regresamos hace 6 años y todo era inseguro”, recuerda Víctor, sentado en la modesta casa que la pareja ahora comparte en la capital, San Salvador. A sus 65 años, su voz lleva el peso de lo que enfrentaron a su regreso en 2018. “Cuando regresamos la situación parecía difícil por la inseguridad, muchos robos, muchas pandillas”.
Pero un par de años después de su regreso, sucedió algo inesperado. La implacable violencia diaria disminuyó y las calles comenzaron a calmarse. El miedo asfixiante que había definido la vida cotidiana empezó a desvanecerse.
El Salvador, que alguna vez fue sinónimo de violencia y olas de emigración, experimentó una caída dramática en la criminalidad. Para muchos ciudadanos, este cambio ofreció algo más que seguridad: ofreció una esperanza muy necesaria. El mundo también se dio cuenta. De repente, la pequeña nación centroamericana parecía estar reinventándose bajo el gobierno de Bukele, quien fue elegido presidente en 2019 a la edad de 37 años. Cuando su partido Nuevas Ideas tomó el control del Congreso, fue más fácil que las reglas se doblaran o rompieran. Bukele ganó la reelección, a pesar de que la constitución del país prohibía a cualquiera presentarse a un segundo mandato. Ya hace más de dos años que existe un estado de emergencia “temporal” que otorga poderes autoritarios de detención. Human Rights Watch dice que incluso los niños se ven atrapados en “graves violaciones de derechos humanos”.
Sin embargo, en San Salvador, Blanca se sienta en su sala de estar, elaborando cuidadosamente joyas hechas a mano. “Ahora uno se siente seguro, la libertad se siente en nuestro país”, dice.
Ella y su esposo, Víctor, dicen que la mejora de la seguridad les ha permitido iniciar un pequeño negocio de joyería desde su casa, algo que antes parecía imposible. “Ahora puedes tener un negocio, si miras, hay emprendedores en todo el país”, dice Blanca, reflexionando sobre cómo, no hace mucho, la extorsión de las pandillas habría paralizado cualquier emprendimiento de este tipo.
Durante décadas, personas de Centroamérica, particularmente del Triángulo Norte de El Salvador, Honduras y Guatemala, han huido de la violencia y la inseguridad, buscando protección y oportunidades en Estados Unidos. Pero nuevos datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos revelan una tendencia sorprendente: cada vez menos salvadoreños se dirigen al norte.
En 2022, la CBP registró más de 97.000 encuentros con ciudadanos salvadoreños en la Frontera Sur de Estados Unidos. Para 2023, esa cifra se redujo a poco más de 61.000, y 2024 está en camino de una disminución adicional en comparación con 2023.
Si bien estas cifras pueden parecer prometedoras, las causas profundas de la migración siguen siendo complejas. Muchos salvadoreños todavía abandonan su país debido a las dificultades económicas y la falta de oportunidades. Aunque la economía de El Salvador ha mostrado un crecimiento lento y constante desde que Bukele asumió el cargo, según el Banco Mundial, el país todavía lucha por brindar suficientes oportunidades a sus ciudadanos.
Dejar Houston para construir un resort de playa
Durante los últimos 27 años, Diego Morales ha construido una vida lejos de casa. Este inversionista inmobiliario de 48 años, esposo y padre de tres hijos, abandonó El Salvador en 1997 en busca de la seguridad, la estabilidad y las oportunidades que Estados Unidos tenía para ofrecer. La idea de regresar nunca se le había pasado por la cabeza, hasta que las sombrías historias de violencia que habían perseguido su tierra natal durante tantos años fueron reemplazadas por historias de nueva seguridad.
La infancia de Diego estuvo marcada por una constante sensación de peligro. “Me despertaba, iba a la escuela y encontraba gente muerta en la calle”, recuerda, con su voz cargando el peso de los dolorosos recuerdos mientras está sentado dentro de su bien cuidada casa en los suburbios de Houston.
Pero hoy, El Salvador ya no es el país del que huyó. “Ahora es seguro y mucha gente está regresando”, dice Diego, y sus palabras son un reflejo del optimismo que se está extendiendo entre los salvadoreños y otros en el extranjero.
La reputación del país ha cambiado dramáticamente. Alguna vez conocido por su violencia, El Salvador ahora está atrayendo oleadas de inversionistas. “Mucha gente, incluso estadounidenses… tenemos amigos de Florida, de Austin, de Hawai, que buscan comprar (propiedad)”, dice, una señal de lo lejos que ha llegado la nación.
El propio Diego se está preparando para regresar a la tierra que una vez dejó atrás. Ya invirtió en Tamanique, su ciudad natal a aproximadamente una hora en auto de la capital, donde construyó un resort de playa que ahora administra de forma remota.
A lo largo de la costa salvadoreña, se pueden encontrar pueblos costeros como El Tunco, El Zonte y La Libertad repletos de nuevas construcciones, captando la atención de turistas y desarrolladores inmobiliarios ansiosos por capitalizar el renacimiento del país. Los acantilados que alguna vez fueron miradores de pandillas ahora se consideran lugares pintorescos para hoteles.
“Tan pronto como el presidente Bukele trajo seguridad a este país, todo subió (de valor)”, dice Diego, y agrega que los terrenos que costaban alrededor de 100.000 dólares hace cinco años ahora se venden por diez veces ese precio.
Y el sueño salvadoreño no es sólo suyo: su hijo Jairo, de 23 años, ciudadano estadounidense por nacimiento, también planea seguir los pasos de su padre. “Hemos tenido conversaciones… ya está empezando”, dice Jairo, con los ojos iluminados por la promesa de volver a sus raíces.
El gobierno de El Salvador está cortejando a quienes se fueron con un programa de exenciones de impuestos sobre pertenencias y vehículos para los ciudadanos que regresan a casa. Desde 2022, casi 19.000 salvadoreños han regresado bajo esta iniciativa, según cifras del gobierno.
‘Sin piedad’ para los pandilleros
Hace aproximadamente una década, pandillas como MS-13 y Barrio 18 aterrorizaron a las comunidades, extorsionaron a las empresas y libraron brutales guerras territoriales por el control de los vecindarios, y El Salvador era la nación más violenta del hemisferio occidental, según Insight Crime.
Pero desde entonces ha sucedido algo extraordinario. Para 2022, el número de asesinatos comenzó a disminuir drásticamente y al año siguiente hubo 154 homicidios, una asombrosa disminución del 97,7% en comparación con 2015, según cifras del gobierno. Bukele incluso tuiteó que la tasa de homicidios de su país era la más baja de toda América.
La fuerte caída se produjo después de que Bukele adoptara medidas de emergencia que otorgaran a la policía el poder de detener a sospechosos sin cargos por hasta 15 días y desplegara al ejército en todo el país. Las nuevas normas, que todavía están en vigor, permitieron una represión sin precedentes contra la actividad de las pandillas, con más de 80.000 personas detenidas desde que comenzó el estado de emergencia en marzo de 2022.
Un elemento central de este esfuerzo es el recién construido “Centro de Confinamiento de Terroristas” (Cecot), un enorme complejo penitenciario con capacidad para albergar hasta 40.000 reclusos. La prisión de máxima seguridad alberga actualmente a 14.000 pandilleros, todos acusados de haber asesinado al menos a una persona. Las imágenes del Cecot muestran a hombres tatuados con la cabeza afeitada en una sala de hormigón del tamaño de un almacén llena de literas de metal, o sentados en hileras apretadas en el suelo, vestidos únicamente con pantalones cortos blancos, la cabeza inclinada y las manos detrás de la espalda. Y, según las autoridades salvadoreñas, los enviados al Cecot nunca serán liberados.
“No tenemos piedad en los crímenes relacionados con la vida”, dijo a CNN el ministro de Seguridad, Gustavo Villatoro. “Creo que esta es la manera de enfrentarse a un asesino en serie. Hay que trabajar, hay que preparar sus leyes, para que cuando los metan presos nunca salgan libres, porque la sociedad no se merece eso”, afirmó. “Alguien que todos los días mata gente, viola a nuestras niñas… ¿Cómo puedes hacerles cambiar de opinión? No somos estúpidos”.
Las palabras de Villatoro hacen eco de la brutal realidad que El Salvador ha enfrentado durante años. Afirma que a los pandilleros se les exigió que mataran al menos a una persona como parte de su iniciación en grupos como MS-13 o Barrio 18.
“Imagínese a un asesino en serie en su estado, en su comunidad, siendo liberado por un juez, ¿cómo se sentiría usted como ciudadano?” pregunta. “No tenemos datos de que alguien pueda cambiar la opinión de un asesino en serie, y tenemos más de 40.000 en El Salvador”.
El enfoque de línea dura del gobierno no fue espontáneo; fue meticulosamente planeado. Villatoro y miembros del gabinete de Bukele habían comenzado a estudiar las pandillas ya en 2017.
“Antes de iniciar una guerra, debes conocer a tu enemigo”, explicó.
Si bien muchos han elogiado la incesante campaña del gobierno por restablecer la paz, también ha atraído importantes críticas. Grupos de derechos humanos han acusado al gobierno de Bukele de abusos generalizados en su batalla contra las pandillas. Villatoro, sin embargo, rechaza estas afirmaciones y afirma que la atención debería centrarse en las víctimas, no en los criminales.
“¿Qué pasa con la sociedad, los buenos ciudadanos que hay en el país… ¿Dónde estaban (estos grupos de derechos humanos) cuando perdimos 30 salvadoreños en nuestro país por día?”, pregunta intencionadamente.
El propio Bukele ha sido inquebrantable en su retórica. En 2022, desafió a los defensores de los derechos humanos, diciéndoles que “se llevaran” a los pandilleros si tanto les importaba. “Vengan a recogerlos, se los daremos, dos por el precio de uno”, declaró.
La estrategia de mano dura del presidente en materia de seguridad le ha valido elogios de algunos conservadores estadounidenses, que han aplaudido abiertamente las tácticas de Bukele. Sin embargo, en la Convención Nacional Republicana de este año, el expresidente estadounidense Donald Trump le dio un golpe inesperado a Bukele al abordar la nueva seguridad del país.
“En El Salvador los asesinatos han bajado un 70%. ¿Por qué han disminuido? Han disminuido porque están enviando a sus asesinos a Estados Unidos”, afirmó Trump, sin ofrecer pruebas que respalden su afirmación.
CNN preguntó al ministro de Seguridad si la afirmación de Trump era cierta.
“No”, respondió Villatoro. “El problema con eso es que (Trump) no tiene hechos, no tiene pruebas, pero nosotros tenemos pruebas de dónde ponemos a nuestros terroristas”, dijo el ministro, refiriéndose al Cecot, la enorme prisión donde miles de de pandilleros están detenidos
Durante meses, CNN ha buscado acceso al Cecot, pero el gobierno salvadoreño ha negado repetidamente las solicitudes de entrar.
En otros centros de detención, pandilleros de menor rango y otros delincuentes tienen la tarea de arreglar lo que las pandillas rompieron y borrar su presencia. Algunos reclusos son enviados a reconstruir casas, mientras que otros destruyen lápidas que conmemoran a los líderes del hampa.
Encarcelado “por tener el pelo largo y tatuajes”
A principios de 2024, Juan Carlos Cornejo se vio envuelto en los arrestos masivos de Bukele después de que una llamada anónima a la policía lo acusara de “asociación ilícita”. Horas más tarde estaba en la cárcel, confundido y aterrorizado.
Juan Carlos cree que lo atacaron simplemente por su apariencia.
“Me acusaron de asociación ilícita, pero no tengo nada que ver con eso. Me gusta la música, el rock, por eso mi apariencia era diferente. Tenía el pelo largo”, dijo desde su casa poco iluminada y plagada de mosquitos en Santa Ana, una ciudad a unas 56 kilómetros de la capital. “Tengo tatuajes, pero son expresiones artísticas”, dijo, con su frustración palpable.
“No hubo ninguna investigación, nada”, afirma.
Juan Carlos estuvo en prisión cinco largos meses. Antes de su detención, había trabajado como asistente veterinario, atendiendo a mascotas enfermas o heridas, e insiste en que nunca antes lo habían arrestado.
Su liberación se produjo sólo después de que Socorro Jurídico Humanitario (SJH), un grupo dedicado a brindar asesoría legal en casos de violaciones de derechos humanos, presentara con éxito un recurso de hábeas corpus en su nombre. Pero la historia de Cornejo está lejos de ser única. Según el SJH, entre 33.000 y 35.000 personas han sido “detenidas de manera arbitraria y sin justificación alguna” desde que comenzó el estado de emergencia.
“El único argumento que se dio… es que su arresto se debió a una ‘llamada anónima’ que se había recibido, sin embargo, nunca se mostró prueba alguna de esta supuesta llamada”, dijo la organización a CNN.
A pesar de las críticas generalizadas a estas tácticas, el gobierno de Bukele se mantiene firme. Los funcionarios argumentan que estas medidas, aunque duras, se aplican legalmente y son necesarias para asegurar el futuro del país. Y destacan los esfuerzos para rehabilitar a decenas de miles de reclusos condenados por delitos menores.
Soldados armados en las calles y agradecidos
Los críticos argumentan que los salvadoreños han cambiado la libertad por la seguridad, pero las personas que conocimos dicen que nunca se habían sentido tan libres. Está la madre riéndose mientras lleva a su pequeño al parque, sin miedo a quedar atrapada en un tiroteo o tropezar con un cadáver o tener que pagar el “alquiler” de extorsión de las pandillas para simplemente entrar a su propio vecindario. Está el padre, al que ya no le preocupa que su hijo sea reclutado por las pandillas. A diferencia de lugares como Cuba o China, donde los residentes pueden parecer nerviosos al criticar regímenes represivos, en El Salvador el optimismo parece real.
Teresa Lilian Gutiérrez está atrapada en el medio y su experiencia muestra las muchas complejidades de la vida en El Salvador hoy.
“Ahora es seguro, es tranquilo”, nos dijo en una calle de La Campanera, que alguna vez estuvo entre los barrios más peligrosos de San Salvador. “Antes nadie nos visitaba, ni siquiera la familia”.
Pero su hijo, que la ayudó económicamente, no puede visitarla, dijo.
“Está detenido desde hace dos años en Mariona (cárcel). No es pandillero, fue capturado en estado de emergencia”, dijo, mostrando fotografías de su hijo trabajando como cajero en un restaurante.
“Le pido al gobierno que lo saque, por favor… Hablé con la abogada el año pasado porque lo iban a soltar, pero ella dijo que no, no me lo van a dar”, dijo.
El presidente Bukele disfruta de uno de los índices de aprobación más altos de América Latina, un sentimiento que comparten las personas que conocemos mientras el ejército salvadoreño recorre una zona que alguna vez estuvo infestada de pandillas en las afueras de San Salvador.
Los vehículos blindados y los soldados uniformados ya no son motivos aterradores para correr, sino oportunidades para que los niños curiosos hagan preguntas o para que los seguidores se tomen una selfie.
“Antes era tan malo que no se podía ir a ningún lado”, dice una mujer, sonriendo mientras se toma una foto con el ministro de Defensa, René Merino, quien se ha convertido en un símbolo de la estrategia de seguridad de línea dura del gobierno. Hace unos años, nadie en esta zona habría mirado a los ojos a los miembros de la policía o del ejército, dijo Merino, pero ahora todo ha cambiado. Momentos después, otro residente da un paso adelante, agradece al ministro y posa para una foto, disculpándose por interrumpir nuestra entrevista. En lo que parece más un desfile de la victoria que una patrulla policial, nos detenemos docenas de veces en el transcurso de un par de horas mientras los residentes expresan con entusiasmo su gratitud.
“Sólo (Dios) sabe cómo estábamos antes”, dijo una mujer a CNN, con la voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas. Sus emociones revelan las profundas cicatrices dejadas por la violencia que alguna vez consumió su vida diaria y el alivio que siguió.
Pero la pregunta que surge es: ¿Qué pasará después de 2029, cuando finalice el mandato de Bukele? En una entrevista reciente, el presidente declaró que no buscaría un tercer mandato, lo que dejó a muchos preguntándose sobre el futuro.
Para algunos, como Blanca Bolaños, la respuesta ya es clara. “Voté por Nayib esta vez, y la última, y si se presenta nuevamente, votaré por él”, dice con inquebrantable convicción.
Mientras el país lidia con su transformación, el legado y las tácticas controvertidas de Bukele se pondrán a prueba. Si la recién descubierta estabilidad de El Salvador perdura o flaquea, sólo el tiempo lo dirá. Pero por ahora, entre quienes dicen que sus vidas han cambiado, hay pocas dudas: creen en Bukele y lo seguirían nuevamente.