Por Alexander J. Motyl
Nota del editor: Alexander J. Motyl es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Rutgers en Newark. Fue director asociado del Instituto Harriman de la Universidad de Columbia de 1992 a 1998. Es especialista en Ucrania, Rusia y la URSS y escribió seis libros académicos y varias novelas, entre ellas The Jew Who Was Ukrainian, My Orchidia, y Sweet Snow. Motyl escribe semanalmente el blog Ukraine’s Orange Blues en el sitio World Affairs Journal.
(CNN)— Confieso que el 16 de marzo, mientras en Crimea se celebraba un referéndum falso sobre su independencia bajo el ojo avizor de las fuerzas de ocupación rusas, mi mente y mi corazón estaban en otra parte.
Nunca he experimentado la guerra ni la amenaza de aniquilación. Pero ahora, gracias a internet, vivo al borde de un abismo existencial al igual que miles de ucranianos-estadounidenses. La violencia —la guerra— que amenaza a Ucrania no me amenaza a mí. Yo estoy en Nueva York y Ucrania está a miles de kilómetros de distancia. Sin embargo, la guerra amenazará a mis amigos, a mis colegas y a mi familia en Ucrania. Los ucranianos-estadounidenses debemos vivir con la posibilidad muy real de que su vida se extinga si el presidente de Rusia, Vladimir Putin, así lo decide. De hecho, el Estado ucraniano podría desaparecer si él así lo decide.
Internet ha insertado en nuestra vida la realidad y la posibilidad de que haya muertes en masa. Observamos el desarrollo de los eventos en tiempo real. Vemos que estos acontecimientos se desarrollan todo el día, todos los días. No hay descanso, no hay pausa.
Los ucranianos que están en Ucrania deben vivir con la amenaza tangible de la aniquilación física. Nosotros debemos vivir con la amenaza virtual. Su temor puede sentirse. Las consecuencias de la guerra y la violencia son reales para ellos: destrucción y muerte. Para nosotros las consecuencias son virtuales: somos testigos de la tragedia y las masacres. Observamos con la mirada pegada a las pantallas de nuestras computadoras y nos imaginamos el horror.
Nuestra empatía no es abstracta: nuestros amigos, colegas y familiares son personas reales. Nuestra sensación de impotencia tampoco es abstracta: nos carcome las entrañas y nos recuerda que también morimos, aunque espiritualmente.
A lo largo de tres meses, desde finales de noviembre —cuando iniciaron las manifestaciones a favor de la democracia en el centro de Kiev— y hasta el 21 de febrero —cuando Víktor Yanukovych escapó y el poder del pueblo triunfó—, atestiguamos la violencia diaria del régimen, acentuada con unas cuantas muertes en enero y masacres justo antes de que el régimen cayera.
Cada mañana, al encender mi computadora, me preguntaba si este sería el día en el que el régimen criminal de Yanukovych se derrumbaría como continuamente parecía que ocurriría. Si todo lo que había ocurrido esa noche había sido una desaparición o dos, unas cuantas golpizas salvajes e incendios de autos, los ucranianos-estadounidenses suspirábamos aliviados. Como verán nos habíamos acostumbrado al terror diario. Al igual que los manifestantes en Ucrania podíamos vivir con ello. Después de todo habían vivido con la violencia y la depredación del régimen de Yanukovych desde 2010.
Lo que temíamos por sobre todas las cosas era a la violencia masiva. Y entonces ocurrió.
El martes 18 de febrero mataron a unos 16 manifestantes y 10 policías. Estábamos atónitos y lloramos su muerte mientras esperábamos que la violencia menguara. El miércoles 19 de febrero no ocurrió nada y nuestra esperanza pareció justificarse. El jueves 20 de febrero, el régimen ordenó que unos francotiradores dispararan al azar contra los manifestantes. Murieron montones de personas. Gracias a internet los vimos caer. La violencia había llegado a casa. El régimen criminal se había introducido gradualmente en nuestra vida.
Después, Yanukovych huyó y un gobierno democrático asumió el poder y nos regocijamos. Pensamos que Ucrania finalmente podría volverse “normal”: libre, democrática, liberal y occidental. Estábamos eufóricos. Se había evitado la muerte del país.
Solo que exactamente una semana después, el viernes 28 de febrero, esa euforia se reemplazó con el más profundo de los miedos. La Rusia de Vladimir Putin invadió y ocupó Crimea. Eso era bastante malo. Mucho peor que lo que estaba por venir. El sábado 1 de marzo, Putin afirmó que tenía el derecho de “defender” a los ciudadanos rusos que se encontraran en cualquier lugar de Ucrania y se otorgó la libertad de invadir cualquier parte de Ucrania que elija. ¿Cuál será la provincia siguiente?
El martes 4 de marzo, nuestro temor existencial empeoró. Durante una reveladora conferencia de prensa: Putin afirmó que tenía el derecho de librar una guerra con Ucrania para defender a los “ciudadanos ucranianos”. Putin también dijo que si decidía ir a la guerra, “las mujeres y los niños” serían el escudo de las tropas rusas.
Muchos de los ucranianos que están en Ucrania creen que es inevitable que Rusia invada el territorio continental de Ucrania. Si eso ocurre, estallará la guerra y morirán miles de personas.
Es difícil creer que Putin se detendrá en Crimea. El exasesor económico de Putin, Andrei Illarionov —quien renunció en protesta tras una sangrienta crisis con rehenes— cree que el Ejército ruso marchará a Kiev.
El mentor ideológico de Putin, Aleksandr Dugin, insiste en que los objetivos de Rusia trascienden a Ucrania y se centran en Europa, en la reunificación de los pueblos eslavos. Mientras tanto, las tropas y los tanques rusos se reúnen en la frontera con Ucrania. Como nos hemos vuelto realistas aterrados, sospechamos lo peor: que pronto atacarán un país que osó decir “no” a Putin.
Mientras las nubes de una gran guerra terrestre parecen cernirse sobre Ucrania, vemos nuestras pantallas con terror y esperamos que las bombas rusas no empiecen a caer sobre nuestros amigos, colegas y familiares en Ucrania.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Alexander Motyl