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Por Rafael Domingo Oslé

Nota del editor: Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y Profesor Visitante de la Emory University. Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a Rafael Domingo Oslé.

La monarquía española estaba pasando sus horas más amargas. Y el rey lo sabía: tiene sentido de la realidad, pisa tierra y conoce a su pueblo. Don Juan Carlos se sentía acorralado desde hace años por su salud, su familia, su Pueblo, su circunstancia. No estaba cómodo y se le notaba.

El caso Urdangarín, el escándalo por la cacería de elefantes en Botsuana, el reciente libro de Pilar Urbano “La Gran Desmemoria”, sobre los sucesos en torno al golpe de estado del 23 de febrero de 1981, y un largo etcétera le habían conducido al aislamiento. La Corona se estaba desprestigiando a marchas forzadas. Estaba en caída libre. El rey era parte del problema. Y por eso ha buscado una solución, la mejor de las posibles: abdicar en favor de su hijo Felipe.

Persona educada y preparada desde su nacimiento para ser rey, Felipe encarna la generación de la globalización, frente a la generación de la transición que encarnó su padre.

Felipe cuenta con el apoyo del pueblo pues se lo ha ganado a pulso durante estos años, y tiene ganas de hacer cosas. Por lo demás, representa la estabilidad institucional.

Juan Carlos ha sido un buen rey. Nos trajo la democracia y eso se lo hemos agradecido todos los españoles. La democracia bien merece un reinado.

El rey ha sido un gran embajador de España por el mundo y ha sabido dar seguridad en momentos de inestabilidad institucional. Ha estado, en general, a la altura de lo que se le ha pedido, consciente de que la monarquía española solo la legitima el pueblo, y no la sangre. Es una monarquía de urnas.

Se va cansado Don Juan Carlos y porque no le queda otro remedio. Aburrido. Y bastante solo. Pero continuar como rey hasta su muerte, hubiera sido la muerte de la monarquía.