Por Juan Andrés Muñoz Arnau
Nota del editor: Juan Andrés Muñoz Arnau es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de La Rioja. Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a Juan Andrés Muñoz Arnau.
El presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, mediante una declaración institucional anunció este lunes 2 de junio (a las 10:30 hora española) la abdicación del Rey, comunicada mediante un escrito muy breve que han reproducido los medios de comunicación.
La abdicación, así como la renuncia al trono y la inhabilitación regia son otras tantas incidencias que pueden producirse en el transcurso de un reinado. La abdicación es el supuesto más normal, aunque sea poco frecuente, y se produce por voluntad del Rey, quien mediante este acto transmite anticipadamente los derechos, prerrogativas y funciones propias de la Corona a su legítimo heredero.
No se produce necesariamente por una crisis institucional ni por pérdida de legitimidad política. Basta la voluntad de poner fin al ejercicio de las funciones regias por cualquier motivo. Tampoco afecta al estatuto de la Corona.
Las previsiones constitucionales en relación con este evento son escasas y el hecho de que se produzca por primera vez desde la aprobación de la Constitución impide hacer pronósticos sobre el desarrollo del proceso.
Según el artículo 57.5 de la Constitución Española, “las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica”. Corresponde a las Cortes Generales (Congreso y Senado) decidir en sesión conjunta a tenor de lo establecido en art. 74.1 de la carta magna. La Ley orgánica a la que alude la Constitución es, en este caso, la manera de formalizar el acto constitucional en que la abdicación consiste, pero esta Ley Orgánica no tiene significado normativo, si se puede hablar así.
El resultado previsible de la votación parlamentaria será la aprobación por unanimidad de la declaración regia, pues es la abdicación lo que se somete a su consideración sin que tenga por qué realizarse ningún debate sobre una decisión real que es máximamente libre. Lo normal —y lo aconsejable políticamente, en mi opinión—, sería que la proclamación del nuevo Rey se realizara sin solución de continuidad una vez aprobada la abdicación puesto que no existen dudas sobre los derechos que asisten a Don Felipe para suceder.
Al margen de estas cuestiones constitucionales, cabe hacer algún comentario de índole sociológico y aún de filosofía política. Los grupos políticos partidarios de la república aprovecharán la ocasión para promover debates en las redes sociales, o manifestaciones públicas para reivindicar el establecimiento de la república con base en ideologías, emociones o en los comportamientos no siempre correctos de algunos miembros de la Familia Real.
Pero habría que advertir sobre esto aquello que Montesquieu dijo sobre los principios del gobierno: el principio de las monarquías es el honor, el de las tiranías el temor y el de las democracias las virtudes cívicas. Una monarquía sin honor se muere; pero una democracia sin virtudes cívicas se corrompe hasta dar en el lodazal de la demagogia, que es la peor de las corrupciones.