Nota del editor: Michael D’Antonio es autor del libro “Never Enough: Donald Trump and the Pursuit of Success” (“Nunca es suficiente: Donald Trump y la búsqueda del éxito”). Las opiniones expresadas en este texto son exclusivamente del autor.
(CNN) – Finalmente, moviéndose con lentitud hacia un Puerto Rico devastado a bordo del Air Force One, casi dos semanas después de que el huracán María tocó tierra y azotó a la isla, el presidente Donald Trump se encontró frente a frente con el tipo de realidad que no puede desviar con rabia o con burlas.
El mundo esperaba ver si en una crisis, un Trump espontáneo estaría a la altura de las circunstancias. No lo estuvo.
A su llegada, Trump se sentó con un grupo de funcionarios y comenzó a elogiar a su propio gobierno. Como la madrastra de Blanca Nieves, que una y otra vez le pedía al espejo que le dijera que ella era la mujer más hermosa de todas, Trump le pidió a la representante republicana Jenniffer González-Colón que se uniera a las adulaciones y halagos.
“El otro día la vi en televisión –dijo el presidente adicto a la TV– y estaba diciendo unas cosas tan bellas sobre todas las personas que han trabajado tan duro. Jenniffer, ¿crees que podrías decirnos hoy al menos un poco de lo que dijiste sobre nosotros?”. Y rápidamente, agregó: “No es sobre mí”, pero claro que era sobre él.
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Como todo el mundo sabe, la única forma de lidiar con el presidente es con elogios, indulgencia y palmadas políticas. Por eso, González-Colón y todos los que hablaron con el presidente le dieron un visto bueno verbal, aunque 3,5 millones de personas en Puerto Rico hayan comenzado su tercera semana de sufrimiento, la mayoría de ellos todavía sin energía eléctrica, reservas estables de alimentos y agua potable y limpia.
De hecho, la única queja real provino del mismo Trump, quien dijo: “Odio decírtelo Puerto Rico, pero has lanzado nuestro presupuesto un poco fuera de control”.
La reunión tras la llegada de Trump, toda una proeza narcicista, fue tal vez la primera ocasión en la que un presidente visita una parte del país devastada por un desastre natural y se queja del costo de la respuesta de emergencia. Pero algo en su interior lo llevó a darse cuenta de que había ido muy lejos. “Está bien”, agregó rápidamente. “Salvamos muchas vidas”.
Salvar vidas es lo que se supone debe hacer el Gobierno federal cuando ocurre un desastre, y cuando poderosos huracanes devastaron a Texas y Florida, él no perdió el tiempo en llegar al lugar de los hechos y jamás se quejó del costo.
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En el caso de Puerto Rico, perdió el tiempo atacando a jugadores de fútbol americano que protestaban por desigualdades raciales y observó lo que pasaba en la isla mientras disfrutaba de un largo fin de semana en uno de sus clubes de golf.
Trump fue tan lento para reaccionar a la tragedia en Puerto Rico que la alcaldesa de San Juan lloró de la frustración. Por supuesto, el presidente lo tomó como una ofensa personal. “A la alcaldesa de San Juan, quien fue bastante elogiosa hace pocos días, ahora le dijeron los demócratas que debe ser mala con Trump”, tuiteó el presidente desde su club de golf en Bedminster, Nueva Jersey, donde pasó ese fin de semana.
“Tanta capacidad de liderazgo pobre por parte de la alcaldesa de San Juan, y de otros en Puerto Rico, que no son capaces de que sus trabajadores ayuden. Quieren que todo se los hagan cuando debe ser un esfuerzo de la comunidad”, agregó Trump.
Esos comentarios tan extraños son solo un ejemplo más de la dinámica psicopolítica que hace que tratar con este presidente sea tan difícil. En su mundo, los problemas son causados por personas malas, especialmente por sus enemigos personales, y si no quieres que te acuse de causar problemas, entonces más vale que le demuestres que estás de acuerdo con él.
Cuando Trump se estableció en Washington, sus secuaces fueron retados a vivir en su campo de realidades distorsionadas. Al comienzo, Sean Spicer mostró cómo hacerlo cuando dio a conocer las afirmaciones extremadamente inexactas sobre la multitud que Trump dice que lo acompañó el día de su posesión como presidente.
En febrero, el consejero Sebastián Gorka dijo que los reportes sobre el caos en la Casa Blanca no eran ciertos, aunque abundaban las historias sobre la desorganización dentro del gobierno.
En junio, ya todo el mundo parecía saber cómo hacer feliz a Trump. Durante una extraña reunión de gabinete, fue alabado como un dios. El entonces secretario general de la Casa Blanca, Reince Priebus, le dijo: “Le agradecemos por la oportunidad y la bendición de atender su agenda”.
Aunque fueron aduladores, Spicer, Gorka y Priebus salieron pronto de la Casa Blanca porque, sin embargo, fallaron como espejos de la imagen de Trump. Ese es otro problema de los jefes ejecutivos con un ego frágil. Aunque a los demás les pide lealtad, se entrega plenamente a sus propios compromisos y pobre de aquel hombre o mujer que lo haga quedar mal.
Mira por ejemplo otra reciente debacle para el gobierno, que terminó con la renuncia del secretario de Salud y Servicios Sociales Tom Price, después de gastar 1 millón de dólares en viajes en aviones privados y militares. Trump le pidió que se fuera, no por haber abusado del dinero de los contribuyentes estadounidenses, sino porque el escándalo lo hizo quedar mal.
Al negar la realidad que cualquier otro puede ver, Trump dijo que Price era un “muy buen tipo” y no un burócrata arrogante, porque decir otra cosa hubiera sugerido que había tomado una mala decisión al seleccionarlo para ese cargo. Trump es tan alérgico incluso a la insinuación de un error, un cálculo erróneo o una ineptitud, que prefiere confesar que lo que le molestó fue la forma en que Price lo hizo ver ante la opinión pública, antes que decir que le molestó lo que realmente hizo.
La preferencia del presidente por su propia realidad no es nueva. Durante toda su vida, ha usado su dinero, poder y temperamento para construir su propia realidad. Las quiebras masivas de sus negocios no fueron fracasos sino brillantes formas de manejo empresarial. Dijo que era el constructor más grande de Nueva York, pero no lo era.
Y llegó a declarar que su reality show “El Aprendiz” era el número 1 de la televisión, aunque en realidad ocupaba el puesto 41 en el rating. Todos en el programa competían por su atención y elogiaban su astucia e inteligencia. En televisión, así como en sus oficinas, no existía forma de romper esa fantasía.
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El problema, para Trump, es que algunas realidades no se pueden explicar solo con quejas sobre “noticias falsas” o con sus métodos más frecuentes de culpar y avergonzar a otros. En Puerto Rico, Trump se enfrentó a la realidad inmutable de un huracán devastador. Falló en su respuesta inicial, empeoró las cosas al atacar verbalmente a los puertorriqueños y no supo manejar una visita que debería haberse centrado en la compasión y en las víctimas, pero en cambio solo se centró en él.
Tristemente, el país lucha ahora también por recuperarse de otra tragedia masiva, la masacre de Las Vegas, en la que murieron 58 personas y cientos más quedaron heridas, durante un concierto de música country. Esta crisis es tan grave que el presidente pudo aparecer en TV, pronunciar las palabras reconfortantes que escribieron para su discurso y no empeorar las cosas.
Al llegar a Las Vegas, en una misión que pide la gracia presidencial en respuesta a un traumatismo, Trump tuvo otra oportunidad de mostrar que es más que un hombre egocéntrico e inseguro. Tuvo otra oportunidad de ocupar la misma realidad que le causa tanto dolor al resto de la gente.