Nota del editor: Frida Ghitis, exproductora y corresponsal de CNN, es columnista de asuntos internacionales. Es Colaboradora frecuente de CNN y The Washington Post y columnista en World Politics Review. Las opiniones expresadas en este artículo son propias de la autora.
(CNN) – La primera vez que viajé a Sri Lanka, en el 2010, recién había concluido una espantosa guerra civil. Los militares todavía manejaban los puestos de verificación en las principales rutas.
Ya fuéramos pasajeros de un desvencijado mototaxi o tuctuc en Colombo, la bulliciosa y frondosa capital, o que viajáramos en un auto con aire acondicionado por el campo, hombres armados de uniforme verde olivo nos ordenaban rutinariamente que nos detuviéramos. Examinaban el vehículo buscando explosivos o cualquier signo de la violencia que había azotado al país por más de tres décadas que pudiera volver a amenazar la paz ganada a un costo descomunal.
Esas escenas parecían relegadas al pasado, hasta esta semana cuando terroristas asesinaron a cientos de personas, atacando iglesias y hoteles de categoría el domingo de Pascua. Según el último recuento, se había confirmado la muerte de 320 personas y cientos de heridos.
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Una década atrás, tenía sentido para mí que los folletos turísticos se refirieran normalmente al país como a una “isla con forma de lágrima”. Resultaba lógico que las lágrimas y Sri Lanka estuvieran en la misma oración. Pensé que eso había cambiado.
Unas 100.000 personas murieron en una horrible guerra civil que terminó en el 2009. Todas las guerras son espantosas, pero había algo particularmente macabro sobre la de Sri Lanka, con su oleada de ataques suicidas a manos de los fanáticos Tigres Tamiles (con su horripilante batalla final), una masacre civil del gobierno, con las cicatrices todavía visibles en Jaffna, la capital de la Provincia Norte, y el resto de las zonas maltrechas por la guerra, donde los miembros radicales de la minoría tamil lanzaron su brutal apuesta por la independencia, que suscitó una aplastante respuesta del estado.
Regresé en distintas ocasiones, y fui testigo de un país que emergía de la tragedia. En mi viaje más reciente, hace 16 meses, me hospedé en el animado Cinnamon Grand Hotel de Colombo, uno de los objetos de los ataques del domingo de Pascua. Tomaba el desayuno todos los días -pescado al curry y jugo de coco frío- en el mismo restaurante en que un atacante suicida hizo detonar sus explosivos. Observaba las exuberantes bodas en la cavernosa sala de recepción trasera, absorbiendo las representaciones de los músicos cingaleses tradicionales e intentando comprender el simbolismo de estos rituales.
Me regocijé al ver cómo los lugareños disfrutaban de los frutos de la paz: una vida normal.
Para el resto del mundo, la paz significó que las maravillas de la pequeña isla a contracorriente de la historia se tornaron apetecibles y disponibles. Fueron llegando millones de turistas. Pero no todo estaba bien en la isla conocida antes de la independencia como Ceilán, y antes de eso como Serendib, que inspiró la palabra “serendipia”.
Después de la guerra, Sri Lanka avanzó vacilante por el camino de la justicia transicional, recibiendo el apoyo internacional pero también críticas. Por su parte, las batallas políticas internas alcanzaron niveles peligrosos. El año pasado, un enfrentamiento constitucional entre políticos rivales dejó al país con primeros ministros simultáneos en competencia mientras se advertía que el país podía sumirse nuevamente en un baño de sangre. La policía canceló sus vacaciones por si acaso.
Los gigantescos países vecinos, China e India, rivalizan entre sí por ejercer su influencia. El expresidente Mahinda Rajapaksa, cercano a China y acusado de corrupción masiva, firmó un colosal acuerdo con Beijing para la construcción de un nuevo puerto. Rajapaksa ha negado las acusaciones. El costo fue tan alto que Beijing terminó tomando posesión de las estratégicas instalaciones, lo que enfureció a los esrilanqueses.
La presencia de China es ineludible. Una vez visité lo que fue otro objetivo terrorista el domingo, el Hotel Shangri-La: una estructura enorme y lujosa frente a la costa, donde los trabajadores chinos están construyendo otro descomunal y controvertido proyecto, un edificio en el mar. (China generalmente envía sus propios trabajadores a laborar en sus proyectos de infraestructura en el extranjero).
La economía ha tenido un buen desempeño desde que regresó la paz. El producto interno bruto, la tasa de pobreza y la expectativa de vida han avanzado en la dirección correcta. Y, sin embargo, no mucho tiempo atrás noté que “la marcha hacia un futuro estable, pacífico y próspero se veía amenazada” por la vacilación del gobierno de lidiar con el pasado y su reticencia a resolver las tensiones emergentes.
Esas nuevas tensiones incluyen la fricción entre los budistas y los musulmanes, que emergieron bruscamente durante una de mis visitas.
Según el censo de 2012, un 75% de los esrilanqueses son de la etnia cingalesa, en su mayoría budistas. La etnia tamil, la minoría más grande, conforma poco más del 11%. En su mayoría practica el hinduismo. Los musulmanes son un poco menos del 10% de la población, y los cristianos, en su mayoría católicos, son el 7,6% de la población.
Claramente es un país complicado, moldeado por el paso recurrente de imperios y mercaderes que trajeron consigo sus religiones. En gran parte, los distintos grupos han vivido y siguen viviendo en paz, pero las excepciones han sido lo suficientemente catastróficas como para hacer sonar la alarma.
Las autoridades culpan a un grupo islamista, National Tawheed Jamath, por la masacre, y dicen que probablemente recibieron ayuda del exterior. Las múltiples advertencias de un ataque inminente sugieren que esa línea de pensamiento es razonable, y ahora ISIS se ha adjudicado la responsabilidad.
Uno de los mayores riesgos actuales es que en este esfuerzo totalmente justificado por sacar de cuajo a la organización que llevó a cabo los ataques del domingo, las autoridades puedan esparcir más las semillas del extremismo, dándoles a los terroristas exactamente lo que quieren. A los fanáticos que buscan suscitar malestar, para impulsar el reclutamiento y debilitar al Estado, no hay nada que les cause más agrado que ver que el Estado les haga la vida más difícil a sus potenciales seguidores.
Se requiere un accionar decidido, pero esperemos que prevalezca un razonamiento frío. La paz de Sri Lanka es frágil.
Las autoridades fueron hábiles al bloquear gran parte de los medios sociales después de los ataques. Alimentados por rumores en publicaciones de Facebook, multitudes de nacionalistas budistas extremistas (leyó correctamente) se han enfrentado con grupos musulmanes. El gobierno, dominado por cingaleses budistas, ha actuado con lentitud. Después de uno de estos ataques en 2017, el abogado esrilanqués de derechos humanos Gehan Gunatilleke me dijo que la respuesta inadecuada del gobierno está “legitimando a los ultraconservadores” grupos musulmanes, señalando que algunos de los grupos musulmanes tratan de superarse en materia de radicalismo para agradarle a sus promotores de Oriente Medio.
Es el fermento perfecto para que prospere el extremismo.
En todos estos años, he conocido a esrilanqueses heroicos que lucharon para recuperar la paz en su país. Conocí a cingaleses y tamiles que trabajaron por la reconciliación. Y he oído hablar a esrilanqueses preocupados sobre los políticos que dilapidan el futuro del país. Los puestos de verificación han sido levantados. La paz ha avanzado por varios caminos, pero la sombra de la larga guerra no se ha disipado completamente todavía. Los esrilanqueses, destrozados después de los atentados, comprenden mejor que nadie lo que está en juego.
(Traducción de Mariana Campos)