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Nota del editor: Esta columna se publicó originalmente el 20 de febrero de 2012.

Por Guthrie P. Ramsey Jr.*

Las palabras “Whitney Houston murió” aparecieron en la pantalla de mi BlackBerry.

Como muchos de nosotros que vivimos en la era digital, me enteré que falleció la diva del pop a través de mensaje de texto. Enviado por mi hija de 25 años, el anuncio me impactó mucho, pero pronto desencadenó recuerdos de los días en que ella y su hermana menor cantaban a grito abierto el último éxito de Houston, mientras sonaba en la radio. Sus voces se soltaron de esa forma alegre, expresiva desde los pulmones y desinhibida que solo las chicas entre 10 y 13 años parecen lograr. (Imagine “and I-eee-I-eee-I will always love you” cantada de manera ensordecedora y de forma divertidísima).

En sus espontáneos actos, algunas de las notas altas estaban evidentemente fuera del fácil alcance de mis niñas. No obstante, se deleitaban imitando a Houston.

Esta semana he escuchado mucho acerca de los problemas de Houston. A pesar de su pelea contra las drogas y el alcohol, muchas personas tienen buenos recuerdos de ella y sus canciones.

Por lo tanto, ¿qué es lo que hizo de “La Voz” algo tan gloriosa y trascendente en el mundo de la música, voz que Houston desplegaba sus grabaciones y conciertos?

Houston poseía el vibrato perfecto. Este efecto se vio facilitado por su aparentemente sin esfuerzo apoyo diafragmal. Houston cantaba a voz de cuello coro tras coro, en éxito tras éxito, demostrando un gran control de tensión sobre el parámetro de su “prodigiosa voz”, con un aplomo que parecía injusto para vocalistas de menor nivel. Y la absoluta energía que toma el lograr este difícil aspecto del arte de un cantante separa a los aspirantes del verdadero McCoy.

Nunca se dio cuenta de eso, ¿verdad? Eso es debido a que ella era demasiado buena en eso.

Houston fue famosa por tener un abanico vocal muy amplio. Algunas de sus canciones abarcaban amplio territorio de vocal, desde el alto hasta el más alto soprano. Lo que resultaba notable es que ella casi nunca “salvaba” haciendo recurso de voz falsete –usted sabe, ese sonido agudo que emiten los hombres cuando hacen malas imitaciones de cantantes mujeres de ópera.

Houston parecía no tener un punto de quiebre natural entre los registros vocales altos y bajos. Esta cualidad única fue puesta de relieve, porque cuando saltaba hacia el falsete, este era utilizado como un adorno sutil, como un precioso elemento de diseño en una frase. Su impecable afinación –una de las muchas razones por la que su interpretación de “Star-Spangled Banner” se ha convertido en icónica- inculcó una “confianza” en sus escuchas. Cuando cada nota está en perfecto tono, como lo era demostraba típicamente el desempeño de Houston, nos relajamos y entregamos a la belleza de la música.

Más allá del don de su voz, la musicalidad de Houston constaba de una extraña manera de manejar el material que se le entregaba con tal maestría y atención al detalle que las canciones se convertían en suyas.

Su sentido del equilibrio musical le permitió “llenar” las cadencias de los pasajes clave de una canción con “la justa” información sonora antes de aterrizar con coqueta timidez en la siguiente parte estructural de la canción. A pesar de que su canto se hizo más melismático a medida que avanzaba su carrera, nunca abusó de esta técnica, como sí lo hicieron algunas de sus innumerables imitadores. Sobre todo ella los ejecutaba en giros inteligentes al final de las frases o los “garabateaba” con una asombrosa facilidad entre interpretaciones llanas interpretaciones melódicas. Esto nos permitió a muchos cantar junto con ella a toda voz, nuestra voz, mientras manejábamos en el coche. (Sin duda, todos hemos hecho esto).

Y nos lo hizo sentir.

A través de la economía musical y la poderosa ejecución, Houston podía definir el contorno emocional de una canción, ya fuera en una versión larga en los conciertos o en una versión de cuatro minutos, como las de los discos de estudio. Su exquisita belleza junto con su presencia ante las cámaras con “miraditas/aléjate que no respondo” nos intrigaron.

Qué clase de carisma tenía. Ciertamente, este contagioso conjunto de belleza y talento fue por lo menos una de las razones para que mi hija menor, ahora una soprano con coloratura de ópera en ciernes, busque una vida de hermosos vestidos largos y notas muy, muy altas. La ubicuidad de Whitney en los medios hizo que tal cosa pareciera un sueño razonable para muchas de las jovencitas a las que hipnotizaba.

Houston se convirtió en una estrella del pop a la vieja usanza –no a través de un virulento video de YouTube o por participar en “American Idol”.

Fue descubierta, se le otorgó un contrato discográfico, se le dio material y lo demás fue mucho trabajo duro e interminable. Ahora que se ha ido, no podemos hacer nada, excepto recordarla: recordar cómo ella y “la voz” parecía como si fueran dos entidades separadas. Recordar cómo ejecutaba esa voz; cómo nos permitió atestiguarla, como evidentemente lo disfrutaba.

Al final, “la voz” no pudo aguantar el ritmo de las extravagancias y la pesadez de los reflectores.

*Nota del editor: Guthrie P. Ramsey Jr. es profesor de música en la Academia Edmund J. y Louise W. Kahn, en la Universidad de Pensilvania. S, autor de “Race Music: Black Cultures from Bebop to Hip-Hop” (University of California Press). Su nuevo CD es “The Colored Waiting Room”.

(Las opiniones expresadas en este comentario son solamente las de Guthrie P. Ramsey, Jr.)