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Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Camilo. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor. Síguelo en @CamiloCNN

 Hace unos años un colega deslenguado, -que también “hace” televisión-, me contaba que la gente, tras reconocerlo, le presenta al hijo que quiere ser periodista, con el mismo entusiasmo con que otros le piden al papa que bendiga a sus criaturas.

En circunstancias similares yo atino a repetir que, como decía Gabo, el periodismo es “el mejor oficio del mundo” y que un periodista jamás se aburre.

Y es cierto, pero también lo es que los que intentan vivir de esto se dan de narices contra la pared  cuando constatan que hay demasiada gente allá afuera que mezcla de modo deliberado la información con la propaganda; la verdad con la mentira; la opinión con los hechos; la razón con la fuerza; la amistad con el contubernio, y el respeto con la fama.

Esto de contar la vida no es como lo pintan los cándidos pero tampoco como lo critican los amargados.

Yo pagaría para que me dejaran hacer lo que hago. Mi vocación es tan fuerte que jamás he pensado en prepararme para hacer otra cosa en la vida.

Gabriel Garcia Márquez tenía toda la razón del mundo cuando aseveró que nadie que no haya padecido esa comezón por ver lo que hay más allá de sus propias narices y contárselo de la mejor manera posible a los demás “puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso”.

Lo malo es que las conversaciones entre periodistas o resultan un desastre de dimensiones siderales porque cada uno empieza a contar sus batallitas bajo una lente de aumento o un espectáculo fascinante en el que la honestidad lleva cada palabra de la mano como  debería conducir uno a quien quiera ser periodista, a pesar de los pesares