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Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Camilo. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.

La verdad es que no era necesario que nada ni nadie pusiera a prueba la falta de honradez presunta y probable de algunos políticos en América Latina.

Lo presentíamos, lo sabíamos, lo habíamos padecido, teníamos la convicción moral y, en algunos casos, hasta las pruebas que incriminan a los que trapichean siempre en nombre de la patria y el pueblo. Pero una gigantesca compañía brasileña que intentaba a toda costa conseguir contratos de construcción en 12 países, a golpe de chequera, abrazos y sonrisitas, hizo que ciertos andamios que parecían sagrados, se tambalearan y hasta se vinieran abajo.

Cuando en 2016 Odebrecht admitió que durante más de una década estuvo comprando los favores de políticos en Brasil, Argentina, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, México, Guatemala, Panamá y República Dominicana, solo se sorprendieron los cándidos.

Aquello era una verdadera bacanal: se cobraba y se sonreía; unos en nombre de su revolución, otros en nombre de los subsidios con los que pretenden anestesiar a la gente y los había los que lo daban por hecho. Como ley de vida o peor, como una cuestión de fe.

Lo de Odebrecht indigna, pero no más que otras movidas en las que los próceres locales han cargado hasta con los platos y los vasos desechables cuando la fiesta ha terminado.

El Departamento de Justicia de Estados Unidos asegura que Odebrecht ha pagado 788 millones de dólares en sobornos en Latinoamérica y África. Y que, en Ecuador, entre 2007 y 2016 la constructora desembolsó más de 33 millones de dólares a “funcionarios del Gobierno”.

Pero el gobierno de Rafael Correa intentó, como otros, deslindarse de la trama de sobornos que la compañía brasileña dijo haber fraguado.

Cuando visité Quito en 2015, si creía lo que me decían desde el oficialismo, parecía que nada ni nadie bailaba allí al son de la samba de Odebrecht ni de ninguna otra compañía con intereses en el país.

De nada valió mi insistencia ni mi discreción; los más enterados no se atrevían a darme detalles y hubo los que, indignados, me espetaban un discursillo sobre lo equivocado que puede estar un periodista que “mira desde Estados Unidos o Europa lo que sucede aquí abajo en Suramérica. No todos somos iguales”. La cita es casi textual.

Claro que no todos somos iguales, los hay peores.

Y la vida lo demuestra cada día, un poco más, asqueante. Como mínimo, asqueante.