Nota del editor: Frank Vales nació en La Habana, Cuba. Vive en Estados Unidos. Estudió Traducción e Interpretación en Cuba y Alemania. Ha sido director de institutos de idiomas, profesor y conferencista sobre temas relacionados con su profesión, la terminología y la comunicación intercultural en universidades de Europa, Norte América, América Latina y el Caribe. Especialista en la obra de José Martí. Su labor profesional le ha permitido viajar a más de 90 países en 5 continentes. Trabajó como traductor y jefe de sección en un organismo especializado de Naciones Unidas radicado en Ginebra, Suiza. Ha publicado numerosos artículos y trabajos de temas relacionados con su profesión y especialidades. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Cuando viví en Nueva York en las décadas de los años 1950 y 1960 asistí a las escuelas públicas de la ciudad. En ellas estudié y aprendí inglés y la rica historia de este país. Muchas cosas dejaron huellas indelebles en mí: las calles, los edificios gigantescos, las tiendas abarrotadas de productos, los espaciosos parques, el contacto amable con niños y personas de otras nacionalidades, culturas e idiomas, entre tantas otras cosas. Eran años decisivos en la formación de mi persona. A mi edad, la política no era parte de mis preocupaciones porque mis padres no me involucraban en sus ideas y actividades políticas. Sabía solamente que la principal razón por la cual habíamos emigrado era porque a mi padrastro le había estado buscando la policía política en Cuba por ayudar a revolucionarios que se oponían al régimen del general Batista. Varios amigos de la familia tenían iguales ideas o situación y abogaban por la destitución del temido general.
Poco a poco me fui enamorando de la ciudad, de su diversidad cultural y de este gran país. En la escuela secundaria a la que asistí compartía con niños de varios países, religiones diversas y distintas razas. Antes de comenzar las clases, jurábamos alianza a la bandera y a la república que ella representa, y ese juramento lo realizaba con plena conciencia de mi respeto y sentimiento hacia el país que nos había acogido como inmigrantes. Muchos alumnos de mi aula también eran inmigrantes y a través de ellos conocí la cultura e historia de sus países de procedencia. Mis amigos judíos me abrieron los ojos a otras religiones y mis amigos negros me explicaron los sufrimientos de las personas de su raza. En esa escuela de la calle 164, también estudiamos la Constitución y mucho me impresionó la frase que aparece en su Introducción: “Nosotros el pueblo…” (We the people). Estudiamos historia del país, biografías y discursos de personalidades destacadas, de presidentes como Washington y Lincoln, entre otros. No menos importante fue el estudio de la II Guerra Mundial y del papel que desempeñó Estados Unidos en la derrota del fascismo con su abominable ideología nacionalista. Fue entonces que comencé a interesarme por la política, especialmente cuando se transmitió el debate presidencial entre Nixon y Kennedy en el mes de septiembre de 1960. Vi a dos personas que trataban de explicar sus ideas políticas y recuerdo que sentí admiración por Kennedy y su personalidad e ideas. No hubo insultos en ese debate político, algo que parece haber desparecido del discurso político de nuestros tiempos.
Trabajé desde que cumplí doce años, paleando nieve en los crudos inviernos neoyorquinos, componiendo las distintas secciones del NYT, puliendo los pomos de bronce de las puertas, los pasamanos y los ascensores de un edificio. Limpié pisos y estantería en un supermercado y después hice entrega de alimentos a domicilio y también la ropa de clientes ancianos de una tintorería los sábados. Muchos de esos clientes vivían en un barrio que llamaban “Little Frankfurt” debido a la presencia de alemanes de esa zona de Alemania, la mayoría de ellos judíos. Así fue como aprendí a saludar en alemán y ruso porque también había muchas personas de origen ruso. Esas personas, que como dije eran casi siempre ancianos, me daban propinas, dulces y otras golosinas porque era yo amable, respetuoso y muy trabajador, según ellos.
En mis dos viajes por el sur de Estados Unidos, me sorprendió ver estatuas de personalidades de la Confederación y su bandera, y me impactó negativamente leer carteles y ordenanzas racistas contra los negros. Pero los discursos del Dr. Martin Luther King Jr. y las marchas del movimiento por los derechos civiles me inspiraban esperanza en un futuro más justo y humano.
Pudiera relatar muchas otras experiencias de mi vida en Estados Unidos que me hicieron amar a este país, pero sé que les puede resultar aburrido y poco interesante. He querido simplemente compartir esta etapa de mi vida para poder explicar mis sentimientos sobre los acontecimientos actuales en este querido país.
Nunca sospeché ver tanto odio, desunión, violencia, deterioro moral y ético de un país que quiero y respeto- No tenemos a nadie a quien culpar de ello pues todos somos responsables de una u otra manera por la terrible situación política en la que nos encontramos. Pero, si de culpar a alguien se trata, deberíamos comenzar por los líderes del país de todos los signos políticos. Sus discursos, por lo general, alimentan los temores, la violencia y el odio.
En mi opinión, le corresponde a los altos funcionarios de los principales partidos ponerle fin a estas campañas y discursos que promueven odio y desconfianza. No menos importante es el decisivo papel que le corresponde a la más alta figura del país: nuestro presidente. Se alega que en sus discursos él se dirige solamente a los que le apoyan, para lo cual no deja de insultar y demonizar a todo el que no comparta sus criterios e ideología.
Es cierto que el presidente tiene el derecho a defenderse de ataques injustos o denigrantes, pero cuando aceptó ser presidente asumió la responsabilidad de ser el líder de todos los ciudadanos, y no solamente de sus seguidores. Casi el cincuenta por ciento de los potenciales electores no acudieron a las urnas en las elecciones presidenciales de 2016, y la candidata del partido contrario a Trump ganó el voto popular. En lugar de sanar las divisiones, de asumir la presidencia con un espíritu unificador, nuestro presidente ha contribuido a aumentar la división, los recelos y rencores. En su primer discurso como presidente declaró: “Ha llegado la hora. Juro a todos los ciudadanos de nuestro país que seré el presidente de todos los estadounidenses, y eso es muy importante para mí.” (“It’s time. I pledge to every citizen of our land that I will be president for all Americans, and this is so important to me.”) A pesar de esa promesa que me hizo pensar que ese juramento sagrado de este presidente sería una de sus prioridades, poco a poco pude constatar que era pura retórica. Si esa fue en realidad su intención, hay que decir que ha fracasado rotundamente.
Creo que todos los presidentes de cualquier país debieran ser la figura que unifica, que traza el camino a seguir por toda la ciudadanía porque se trata del líder de todos los ciudadanos. Ser líder implica tener en cuenta las aspiraciones y opiniones de todos los ciudadanos.
Los líderes son los que ayudan a su pueblo a hacer historia, y, salvo algunos pasos de avance en el plano económico, la grandeza de este país se cuestiona por la falta de liderazgo y el deterioro de sus ideales. Me cuesta mucho trabajo escuchar a nuestro presidente cuando improvisa lo que va a decir. Cuando lee los discursos que le preparan sus colaboradores, muchas veces está a la altura de lo que debe decir un líder, y en esos momentos me siento orgulloso de sus palabras. Todo lo contrario me sucede cuando momentos después es capaz de declarar que en las filas de neonazis y supremacistas blancos también hay gente buena. Haber estudiado, trabajado y vivido en Alemania -y en Nueva York- me permitió conocer a sobrevivientes del holocausto y visitar campos de concentración. Sus anécdotas y las experiencias que viví en esos campos de exterminio quedarán conmigo hasta mi muerte.
Culpar exclusivamente al presidente Trump por todos los odios y violencia que predominan hoy en el país me parece exagerado. El odio tiene fuertes raíces y se necesita luchar contra el odio. Pero, en su condición de líder del país le corresponde sentar las bases para un debate respetuoso y constructivo que nunca se logrará si se alienta a la violencia o se hacen chistes que muchos pueden interpretar como estímulos a la xenofobia, el racismo, la violencia y tantos otros prejuicios despreciables. Hagamos todos la parte que nos corresponde. Luchemos por la coexistencia que hizo grande a este país. Nuestras generaciones futuras merecen que les leguemos un país unido, respetuoso de la diferencia, multicultural y solidario. Esa es una obligación de todos, que como nos enseñó el gran José Martí tendrá que ser “con todos y para el bien de todos.”
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