Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Camilo. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Ángel Hernández jamás olvidará el mes de abril de este 2019. Ayudó a morir a su mujer, paciente terminal de esclerosis múltiple durante treinta años. Le fue diagnosticada con 32 años. La esclerosis múltiple es una enfermedad degenerativa que no tiene cura.
María José Carrasco se lo había pedido varias veces. Tenía 61 años y había trabajado como secretaria judicial. Y alguna vez tocó el piano y pintó en sus ratos libres.
La mañana del 3 de abril, Hernández grabó un video en el que se le ve dándole a su pareja un vaso que contiene la sustancia que la mataría.
Ángel le pregunta si quiere morir y ella responde sí con un movimiento de cabeza.
El hombre había dicho que siempre quiso hacerlo así; sin nada que ocultar para que se viera “el sufrimiento y el abandono” en el que malvivía María, siempre al borde de la asfixia, de la ceguera y de la sordera, con problemas serios para tragar, para hablar, para moverse, porque su cuerpo se había atrofiado como una raíz seca.
Hace más de 20 años, María José, muy enferma, intentó suicidarse. Fue Ángel quien la encontró y quien la salvó.
Esta vez, en cuanto los paramédicos llegaron al apartamento, Ángel Hernández reconoció haber ayudado a su mujer. Fue detenido y liberado sin medidas cautelares.
Y así comenzaba un capítulo inédito del debate sobre la despenalización de la eutanasia en España.
La de Ángel y María no es una historia única.
Todo cuanto tiene que ver con el ayudar a morir, por un lado, y con la vida miserable de los que padecen enfermedades termínales por otro, sigue en la periferia de la vida cotidiana, incluso en las democracias avanzadas y laicas. Salvo excepciones que no hacen sino confirmar la regla: la sociedad no sabe cómo enfrentar el momento definitorio en que la medicina ya no puede hacer nada más por alguien cuya vida se le escapa en medio de sufrimientos insoportables.
Que el tema del suicidio asistido se haya convertido en otro de los agujeros negros del discurso político demuestra que no existe una voluntad cierta para hacer lo único que resulta pertinente: viabilizar y garantizar el más plural y sosegado de los debates –más allá del partidismo, las costumbres, los extremistas, los prejuicios, las interferencias religiosas–, y analizar si lo más acertado es ofrecer una ley que regule su aplicación. Es bueno plantearse si quienes intentan ejercer el derecho a decidir el final de su vida –porque ya no la pueden vivir– deben seguir afrontando un camino clandestino.
¿Tienen razón quienes se preguntan si hay algo que justifique que alguien tenga que vivir sumido en un dolor profundo, en el desasosiego y la desesperación? Solo el que vive asido a una máquina o a merced de la compasión de alguien; solo el que tiene que atender cada día a un ser querido postrado y sufriente, sabe por qué hago esa pregunta.
¿Por qué no escuchamos a uno y a otro? ¿Y también y con el mismo respeto al que sostiene lo contrario? ¿E incluso al que se cierra en banda y defiende que la vida la quita Dios? ¿O al que se niega a aceptar que la única opción de la muerte digna sea la eutanasia?
Este debate es el debate de todos, porque a todos nos tocará decidir o que alguien decida por nosotros. Nos merecemos ese debate: es una cuestión de dignidad.