Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Camilo. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Mi gato apareció tras uno de esos huracanes que electrizan a los miamenses hasta el punto de volverlos meteorólogos. Y saqueadores de cuanta cosa haya en los supermercados.
Llegó con lo puesto: una neumonía y una delgadez extrema. Un alma en pena. Primero intentaba pasar inadvertido; se asomaba a la puerta de cristal del patio y hacía como que no nos veía y al cabo de una semana maullaba para que le dejáramos entrar.
Desde hace dos años vive con nosotros, afuera y adentro, que es como les gusta vivir a los gatos bien nacidos.
Mi gato no sabe que Maluma se quebró cuando recibió su avión privado, emocionado como si fuese su primer hijo. Tampoco sabe que Bolsonaro ha negado que la selva amazónica esté siendo devastada.
Ni de que la relación de Isabel Pantoja con su hija parece ir de mal en peor. O que Donald Trump haya dicho que se merece el Premio Nobel de la Paz.
Lo que sí sabe mi gato es que en casa está en territorio seguro. Que se le quiere y que si en la madrugada, aparece uno de esos gatos lúmpenes del barrio —marrulleros y carente de conciencia de clase—, estamos allí para protegerle del zarpazo.
La verdad es que mi gato no tiene nada de cazador salvaje ni de macho alfa.
Como es un refugiado, supongo que intenta vivir de puntillas, sin molestar, sin pedir demasiado. Y sin memoria de las ausencias.
Lo que mi gato no sabrá jamás es lo que se supone que deberíamos ser como seres humanos, y que ya nunca seremos. Y entre tanta desazón, eso casi que me tranquiliza.