Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue secretario de Relaciones Exteriores de México. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y su libro más reciente es “America Through Foreign Eyes”, publicado por Oxford University Press. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivamente del autor. Ver más opiniones en cnne.com/opinion
(CNN Español) – Desde 2006, muchos hemos opinado que la guerra contra las drogas de los tres sucesivos gobiernos de México —Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador— ha sido un fracaso. Cientos de miles de muertos y desaparecidos, incontables violaciones a los derechos humanos, un deterioro pavoroso de la imagen de México en el mundo y una corrupción galopante no han servido de nada. El volumen de estupefacientes que ingresan desde México a Estados Unidos no ha disminuido, y los precios de estos se han elevado.
Pero si faltara alguna prueba adicional para corroborar esta afirmación, basta el arresto en EE.UU. por el gobierno de Donald Trump de los dos principales encargados de esa guerra, acusados de narcotráfico y lavado de dinero. Ambos personajes, el jefe de seguridad interior civil de Calderón, Genaro García Luna, y el secretario de Defensa de Peña Nieto, Salvador Cienfuegos, encabezaban la guerra contra el narco… acusados de trabajar para el narco. García Luna y Cienfuegos se han declarado inocentes de los cargos.
Ahora bien, eso no significa que la detención —en particular la del general Cienfuegos en Los Ángeles hace unos días— haya sido una decisión acertada por parte del gobierno del presidente Donald Trump. Ya éste último actuó de manera irresponsable al obligar al gobierno de Andrés Manuel López Obrador a hacer en México el trabajo sucio de EE.UU. en materia migratoria, impidiendo por la fuerza el ingreso o la salida de decenas de miles de migrantes centroamericanos. Su permanencia en virtuales campos de concentración en la frontera norte mexicana amenaza seriamente la estabilidad de esa región, de por sí vapuleada por el narcotráfico y el crimen organizado. Pero arrestar a un exsecretario de Defensa rebasa con mucho la irresponsabilidad en materia migratoria.
México es uno de los pocos países democráticos en el mundo sin un ministro civil de Defensa (otro es Guatemala). Todos han sido militares y por razones —a mi juicio— bien conocidas. Una es la búsqueda de opacidad: sin mirada civil, sin supervisión externa al estamento castrense, manteniendo la “muralla china” entre ejército y sociedad. Otra es la tradición. Esa distancia permitía el funcionamiento del pacto tácito que existió entre las fuerzas armadas y el poder civil desde 1946, cuando llegó a la presidencia el primer civil desde 1911 (en realidad desde 1876). Los militares no intervendrían en política; los políticos les brindarían un amplio margen de autonomía, de negocios personales, de corrupción y de autogobierno.
Con los años, ese pacto se fue debilitando, pero sobrevivía: para mal del país per se, pero para bien de una cierta estabilidad. Todo indica que el caso de Cienfuegos clausura para siempre la época de dicho pacto. Si después de profundizar en esta reflexión, y de recibir la opinión de las decenas de expertos dentro del gobierno de Washington, se llegaba a la conclusión de que era más importante proceder contra la máxima autoridad militar en México para castigar una supuesta complicidad con el narcotráfico, ni hablar.
Pero dudo que las cosas sucedieran así. Más bien, parece que el llamado establishment” de la política exterior no participó en la decisión de lanzar una investigación sobre Cienfuegos, ni de pedir una orden de aprehensión en su contra, ni mucho menos de arrestarlo. Al contrario, las apariencias sugieren que todo se trató en el estrecho ámbito de la DEA, de algunos fiscales del Departamento de Justicia, sin injerencia alguna del Departamento de Estado, del Consejo de Seguridad Nacional, del Pentágono o del Departamento de Seguridad Nacional.
Aunque Cienfuegos no es el primer militar mexicano detenido bajo sospecha de vínculos con el narcotráfico —el zar antidrogas Jesús Gutiérrez Rebollo fue arrestado en 1997— es el primero de ese rango, y el primero en ser arrestado en EE.UU. Y tampoco es el primero sobre el cual EE.UU. alberga sospechas de complicidad con el narcotráfico, aunque ninguno haya sido aprehendido. Aunque fue sentenciado a casi 72 años -luego reducidos-, Gutiérrez Rebollo se declaró inocente de los cargos y tras su muerte, en 2013, su familia comenzó una batalla legal para limpiar su nombre.
A mi juicio, la razón es evidente: el establishment de la política exterior estadounidense siempre pensó que los riesgos para la estabilidad mexicana superaban los beneficios de una efímera victoria contra la corrupción. Y siempre consideró que el interés primordial de EE.UU. en México consistía en dicha estabilidad, no en la integridad o en la deshonestidad de sus militares. Tiene razón el establishment, y se equivocan los fiscales de la corte del Distrito Este de Nueva York, en Brooklyn.