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Nota del editor: Mari Rodríguez Ichaso ha sido colaboradora de la revista Vanidades durante varias décadas. Es especialista en moda, viajes, gastronomía, arte, arquitectura y entretenimiento, productora de cine y columnista de estilo de CNN en Español. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivamente suyas. Lee más artículos de opinión en cnne.com/opinion.

(CNN Español) – El otro día bajé al lobby de mi edificio neoyorquino para salir a la calle, y de pronto veo la cara de total asombro del portero que me dice apresurado “¡la mascarilla, María… la mascarilla!” ¡Enseguida me sentí como una delincuente que ha cometido una falta mayor! Y me puse al instante la mascarilla que llevaba colgando de mi mano. ¡Qué susto pasé!

Y es que llevo mascarilla (como la mayoría de ustedes, seguramente) desde hace un año –marzo de 2020– y me es rarísimo no tenerla puesta. ¡Como si me faltara un trozo de mí misma! Y la sensación de culpa, de estar violando una regla muy importante al olvidar usarla, es una reacción que compartimos todos, y ya es parte de nuestra nueva –y no siempre agradable– cotidianidad.

Es así. ¡Increíble, pero cierto! Y es algo esencial en este año de grandes cambios que nadie se imaginaba y que demuestra la capacidad de adaptación de los seres humanos. Una capacidad de adaptación muy compleja –porque a veces nos “adaptamos” y nos plegamos– a situaciones muy negativas para nosotros. Como cuando me adapté, a los 15 años, a vivir en la Cuba comunista, a tener una libreta de racionamiento y vivir con miedo y más miedo por años y años… ¡Ah, pero ya ese es otro tema!

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En este caso, sin embargo, el instinto nos lleva a adaptarnos por necesidad, por salud y por pura supervivencia: a no poder abrazar a la familia, a largos meses de triste confinamiento, soledad, miedo, incertidumbre…

Un año sin poder viajar. Un año sin ir de tiendas, excepto para comprar comida y otras cosas esenciales. Un año sin interés por la moda, sin ir al cine o al teatro. Un año en el que muchos proyectos se detienen indefinidamente. Un año absurdo, sin ton ni son. Un año de quedarnos en casa. Un año sin reuniones, bodas, bautizos, fiestas con familia y amigos…

¡Un año en el limbo!

Y un año de profundo dolor, con millones de muertos en todo el mundo. Una tragedia inimaginable.

Y por eso hoy –cuando la existencia de las vacunas nos da más tranquilidad– poco a poco vamos saliendo de nuestro escondite y poco a poco volvemos a “aprender” a vivir.

En ciudades alegres –como Miami, por ejemplo– con buen clima y sol, este reaprendizaje es mucho más fácil y rápido. En ciudades más frías y más difíciles, como Nueva York, es más lento pero firme, y la ciudad se despierta poco a poco con resolución. Lo siento cada día y me dan deseos de aplaudir. En otras partes del mundo hay realidades mucho más complicadas –y aun así veo el deseo de renacer, de volver a vivir… Y no se me ocurre más que decir: ¡Bravo por todos los que amamos la vida!

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Resumiendo: estos meses han traído sufrimiento y también profundas lecciones de vida. Y en medio de las dificultades –y de cosas raras y nuevas–, muchos de nosotros hemos aprendido a valorar la vida. ¡Con intensidad! Y en medio del “confinamiento” (una de las muchas nuevas palabras que hemos añadido a nuestro vocabulario) hemos profundizado nuestro amor por la gente que queremos ¡de verdad! Hemos aprendido más sobre nosotros. Hemos leído, pensado, reflexionado y soñado.

Ese “limbo” de este año pasado no era tan “limbo” después de todo, sino ¿quizás un poco de purgatorio? Un espacio que nos ha enseñado tanto, tantísimo, que de ahora en adelante seremos, sin duda, más fuertes y mucho más agradecidos.

Y esa es la lección que muchos hemos aprendido. ¡Al menos así ha sido para mí!