Nota del editor: Roberto Izurieta es director de Proyectos Latinoamericanos en la Universidad George Washington. Ha trabajado en campañas políticas en varios países de América Latina y España, y fue asesor de los presidentes Alejandro Toledo, de Perú; Vicente Fox, de México, y Álvaro Colom, de Guatemala. Izurieta también es colaborador de CNN en Español.
Alberto Pérez Cano es consultor político independiente. Asesoró campañas como la de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor. Ver más opiniones en cnne.com/opinion
(CNN Español) – Declarar una dictadura al estilo tradicional ya no se usa en la región en las últimas décadas. Hugo Chávez fue el primero en darse cuenta de eso. Al fin y al cabo, se ha vuelto fácil –y aceptado por muchos– tomar simplemente el poder en todas las funciones del Estado. Algunos lo hacen a través de instrumentos aparentemente legales, otros han disuelto el Congreso o llamado a elecciones cuando su popularidad lo ha permitido (también con argumentos legales y supuestas justificaciones políticas). Al final, siempre ha sonado atractivo para muchos la idea de “que se vayan todos”, refiriéndose a los políticos y las autoridades electas.
El “socialismo del siglo XXI” asume el poder luego de años de crisis financiera en la región y aprovecha la coincidente bonanza de los altos precios de las materias primas y recursos naturales (sobre todo petróleo y gas, en el caso de Venezuela, Bolivia y Ecuador) para convocar a referéndums revocatorios y asambleas donde consiguen mayorías absolutas y diseñan una constitución a la medida. A la medida nunca les sale, porque cada cierto tiempo cambian de medidas, con la complicidad de los otros poderes del Estado y a veces, fuera de él (las cortes y el control de los medios de comunicación), para avanzar hacia el control absoluto del poder.
Siempre tendemos a clasificar a las dictaduras por su corte ideológico. La mayor parte de derecha callaba durante las dictaduras de Augusto Pinochet, Alfredo Stroessner o Jorge Rafael Videla, entre muchos otros. Y muchos en la izquierda callan ahora con la dictadura de Venezuela, Nicaragua y Cuba. Nunca entendí esa falta de consistencia que parece una hipocresía intelectual o complicidad. Una dictadura debe ser denunciada, sea de izquierda o de derecha.
Sin duda, conforme a la legislación de cada país, hay poderes ejecutivos más o menos fuertes. En Perú, hay instrumentos legales que permiten al Congreso otorgar atribuciones legislativas a un presidente. Ese poder ha sido otorgado al Ejecutivo en múltiples ocasiones: incluso se lo dieron a Pedro Pablo Kuczynski cuando la mayoría del Congreso la lideraba Keiko Fujimori, y ocurrió justo después de que él la derrotara en las elecciones presidenciales.
Por el contrario, en Paraguay se aprobó en 1992 una Constitución a la sombra del exilio de Stroessner diseñando un Ejecutivo muy débil y un Legislativo muy fuerte para que, de regresar Stroessner, pudiera ser controlado desde el Congreso. Esto también termina siendo profundamente disfuncional y para mí explica una de las razones del retraso político y económico de Paraguay.
En los últimos años, también República Dominicana sufrió el dominio político de un partido. Luis Abinader es el primer presidente desde 2004 de un partido que no es el PLD y con excepción de Hipólito Mejía (del PRD), el único partido nuevo desde 1996. Eso es una buena señal y como demócrata que es, Abinader tiene a su cargo terminar con esa concentración del poder.
Hay presidentes que utilizan su tribuna política con un fuerte liderazgo e impulsan su agenda de gobierno. En mi opinión, eso es legítimo y hasta necesario. Pero lo que está haciendo el presidente Nayib Bukele en El Salvador es claramente un abuso de poder que demuestra su plan totalitario. La vanidad es de las cosas más peligrosas en la política. El presidente Bukele, elegido en 2019 con el 53% de los votos, se enfrentó al Congreso por haberle puesto límites a los recursos que pidió para algunos de sus programas de gobierno. En febrero del año pasado ingresó a la sede legislativa acompañado de soldados uniformados y armados, un burdo intento de intimidación contra los opositores. Bukele esperó las elecciones de febrero, cuando su partido consiguió la mayoría absoluta en la nueva Asamblea Legislativa. Y entonces su primer acto fue “juzgar” a los magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema. Los mismos que habían condenado violaciones a derechos humanos de presos en las cárceles y manifestantes detenidos en las calles. Los diputados oficialistas argumentaron que los magistrados habían actuado “contra la Constitución… defendían intereses particulares” (función propia del control judicial en cualquier democracia) y los destituyeron.
De inmediato las críticas alcanzaron el concierto internacional. Pero, el presidente Bukele respondió: “A nuestros amigos de la comunidad internacional: queremos trabajar con ustedes […] pero con todo respeto: estamos limpiando nuestra casa […] y eso no es de su incumbencia”.
México no escapa al peligro. Hace dos semanas, el Congreso de ese país aprobó una reforma al Poder Judicial, cuya autoría reconoció el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) que contradice la Constitución vigente, según la cual (Art. 97, párrafo 4o): “Cada cuatro años, el Pleno elegirá de entre sus miembros al presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el cual no podrá ser reelecto para el período inmediato posterior.”
AMLO quiere controlar el poder judicial mexicano y para ello ampliar dos años más la presidencia de su amigo (así se reconocen ambos en público) el ministro Arturo Zaldivar. El concierto unánime de la oposición, colegios de abogados, facultades de derecho y hasta de varios organismos internacionales advirtiendo que eso significa una intromisión en asuntos internos del poder judicial no impidió su votación, por supuesto a favor de la voluntad presidencial. La semana pasada se supo de una investigación (por subordinados del presidente) contra el juez Juan Pablo Gómez Fierro, que en los últimos meses ha amparado a decenas de particulares buscando la protección de la Justicia Federal, al considerar que el Ejecutivo viola sus derechos constitucionales. El Consejo de la Judicatura no encontró ninguna irregularidad en sus decisiones judiciales.
Todas estas actitudes no hacen sino nutrir los temores de quienes ven en estos gobernantes ansias autoritarias para ejercer poder absoluto. La vanidad es de las cosas más peligrosas en la política y son varios los mandatarios en América Latina que gobiernan alimentando su ego, dispuestos a pasar por encima de todo y de todos. Olvidan que su tarea es gobernar, sirviendo al pueblo, no sirviéndose del poder confiado en sus personas. El continente americano debe enfrentar estos retos, denunciar a sus dictaduras y alertar sobre los límites del poder democrático, porque es la única manera de progresar en la región.