Nota del editor: Astrid Valencia es abogada especialista en derechos humanos con casi 20 años de experiencia en asuntos de derechos humanos y Centroamérica. Actualmente se desempeña como investigadora para Centroamérica en Amnistía Internacional. Las opiniones aquí expresadas son exclusivamente suyas.
(CNN Español) – En 2016 recorrí Nicaragua y conversé con decenas de personas campesinas, negras e indígenas sobre la represión y las violaciones a los derechos humanos derivadas de la concesión del Gran Canal Interoceánico. No solo conocí sus historias, sino también sus hogares y sus lugares sagrados. Comí en sus mesas y, junto a ellos, viví requisas y hostigamiento policial. Pero nada me preparó en aquel entonces para lo que vendría en abril de 2018: la respuesta estatal represiva y letal que instauró, y sigue implementando aún, el Gobierno de Daniel Ortega para silenciar las demandas sociales de derechos humanos.
En aquel mes, el mundo empezó a contar personas heridas, detenidas injustamente y asesinadas a manos de la policía y grupos armados afines al Gobierno. Ortega ha tachado estos señalamientos de “inadmisibles”.
Ese mismo año volví al país, recorrí de nuevo sus rincones y encontré una nación infestada de grupos paraestatales con armas de uso militar, y escuché las voces de un pueblo adolorido.
Después de más de tres años, las denuncias de violaciones a derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, incluyendo detenciones arbitrarias, tortura y ejecuciones extrajudiciales, se siguen acumulando en los registros de organizaciones de derechos humanos y organismos internacionales. Más de 1.600 personas han sido detenidas; más de 300, asesinadas; miles, heridas, y más de 100.000 han tenido que salir del país para resguardar su libertad y su vida, según información de Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Por si eso fuera poco, desde abril de 2018, el Gobierno ha cancelado el registro legal de varias organizaciones de derechos humanos y ha allanado y confiscado los bienes de varias ONG y medios de comunicación independientes. Además, 2020 cerró con la aprobación de una serie de leyes que imposibilitan el ejercicio de los derechos humanos, especialmente los derechos políticos, la libertad de expresión y la libertad de asociación. A final de ese año, todo apuntaba a que el cerco represivo se iría cerrando a medida que las elecciones presidenciales de noviembre de 2021 se acercaran.
Para mayo de 2021, varias organizaciones nacionales articuladas en la defensa de los derechos reportaban que 124 personas seguían tras las rejas solo por ejercer sus derechos a la libertad de expresión y reunión pacífica. Y con cada mes, la lista crece.
Entre el 2 y el 14 de junio, el Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo implementó una nueva ola represiva que incluyó la detención de cuatro aspirantes presidenciales y nueve activistas políticos. Tras esta estrategia implacable, ha cercenado la posibilidad de la población de ejercer sus derechos políticos sin temor a represalias. La mayoría los detenidos ha sido acusado de la famosa Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, la Soberanía y la Autodeterminación para la Paz, sobre la cual se pronunció la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en enero de 2021, al señalar que la ley limitaría desproporcionadamente los derechos políticos.
La detención de más de una decena de líderes y lideresas políticas y sociales en los últimos días, más el hostigamiento legal contra periodistas independientes, deja claro que las autoridades nicaragüenses están dispuestas a todo para impedir el ejercicio de los derechos humanos y que durante el contexto electoral van a incrementar su estrategia represiva hasta niveles insospechados.
Las detenciones de los últimos días han venido acompañadas de denuncias de violaciones al debido proceso. En una conversación con el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos, una prestigiosa e histórica organización no gubernamental, me comentaban que los métodos utilizados para detener a las personas, en algunos casos, han incluido la falta de órdenes judiciales, incomunicación de aquellos detenidos, falta de información sobre su lugar de detención y sus condiciones, y poco o nulo acceso a la representación legal de su elección durante su privación de libertad. Además, en la mayoría de los casos, se han realizado allanamientos que la CIDH ha calificado de ilegales. Los familiares de algunas de las personas detenidas han denunciado que se les ha negado la remisión de alimentos a sus familiares tras las rejas. Peor aún, la familia de una de las activistas detenidas, cuya identidad no podemos revelar por temor a represalias, dijo a Amnistía Internacional que, hasta el momento, no ha sido oficialmente notificada sobre el lugar de detención de su familiar y, por lo tanto, continúa la incertidumbre sobre su paradero y las condiciones de su detención.
Sobre las detenciones, el Gobierno de Nicaragua advierte que no admitirá las que considera injerencias de la comunidad internacional y la vicepresidenta y primera dama Rosario Murillo cuestionó a los críticos: “En cuántos países y en cuántos organismos hemos visto cómo las personas que atropellan a los pueblos, saqueando, robando, son llevadas a la justicia”.
A los recientes pronunciamientos de la comunidad internacional, el Gobierno nicaragüense ha respondido con más detenciones y allanamientos violentos, confirmando su desprecio por el escrutinio internacional y sus obligaciones hacia los derechos humanos. No obstante, la comunidad internacional tiene la responsabilidad de implementar una estrategia robusta que coadyuve a hacer respetar los derechos humanos, y que aquellos sospechosos de tener responsabilidad penal por tales actos comparezcan ante la justicia. En fin, que se terminen las predicciones dolorosas en Nicaragua y se inicie un camino de justicia, verdad y reparación para las miles de víctimas.