Ciudad de México (CNN) – La ya frágil democracia de Nicaragua está retrocediendo rápidamente hacia una dictadura.
El presidente Daniel Ortega ha pasado la última semana utilizando el poder indiscutible de la policía y los tribunales del país para reprimir a su oposición política con brutal eficiencia.
Al menos 12 líderes de la oposición han sido arrestados y acusados de vagas violaciones de las llamadas de “seguridad nacional”, lo que, según los grupos de derechos humanos, es una clara señal de que el líder fuerte del país está haciendo todo lo posible para eliminar la disidencia y aplastar cualquier competencia de cara a las próximas elecciones generales del 7 de noviembre, una votación en la que espera asegurar su cuarto mandato consecutivo como presidente.
Cuatro de las figuras de la oposición detenidas son candidatos presidenciales, acusados de delitos que probablemente los descalificarán para postularse contra Ortega.
Todo comenzó con el arresto de la prominente candidata presidencial Cristiana Chamorro Barrios, quien había sido investigada desde el mes pasado por acusaciones de que manejó mal una organización sin fines de lucro de defensa de la prensa libre que dirigía, según un comunicado de la oficina del fiscal de Nicaragua.
Apenas un día después de anunciar su candidatura a la presidencia como independiente, las autoridades allanaron su casa. Fue arrestada por cargos que incluyen “manejo abusivo, falsedad ideológica en competencia con el delito de lavado de dinero, bienes y activos, en detrimento del Estado de Nicaragua”, sin que los fiscales hasta el momento presenten pruebas serias que respalden sus nebulosas afirmaciones. Chamorro Barrios niega todas las acusaciones.
Chamorro Barrios proviene de una de las familias más destacadas de Nicaragua y se consideraba que tenía buenas posibilidades de vencer a Ortega en noviembre. Su madre, Violeta Barrios, lo derrotó en las elecciones presidenciales de 1990.
La mirada de la caza de brujas política de Ortega se dirigió unos días después a Arturo Cruz, otro aspirante presidencial que fue detenido en el aeropuerto internacional de la capital, Managua, luego de regresar de un viaje a Estados Unidos.
Y durante los siguientes cuatro días, otros cinco destacados líderes de la oposición fueron detenidos, entre ellos Juan Sebastián Chamorro García, primo de Cristiana Chamorro Barrios, quien también se postulaba a la presidencia por otro partido.
Más líderes de la oposición fueron arrestados durante el fin de semana, incluida Tamara Dávila, quien lidera una coalición de grupos de oposición conocida como Unidad Nacional Azul y Blanca; Suyen Barahona, presidenta del partido Unamos, fundado por los sandinistas; Hugo Torres Jiménez, vicepresidente de Unamos; Dora María Téllez; fundadora de Unamos, y Ana Margarita Vigil, activista de Unamos. El más reciente detenido fue el exvicecanciller Víctor Hugo Tinoco.
La mayoría está siendo investigada por los mismos cargos: actuar “contra la independencia, soberanía y autodeterminación” del país, según comunicados de prensa de la Fiscalía.
“Esto es producto del miedo y el terror que tiene Daniel Ortega ante unas elecciones transparentes y competitivas”, dijo Juan Sebastián en una entrevista con Carmen Aristegui, de CNN en Español, unos días antes de su arresto.
El Gobierno de Ortega no respondió a la solicitud de comentarios de CNN.
Pero para quienes monitorean de cerca a Nicaragua, los eventos de la semana pasada no han sido sorprendentes. Muchos sienten que han tardado en llegar.
Las protestas de 2018, el punto de inflexión para Nicaragua y el régimen de Ortega
El presidente Ortega, junto con su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, han estado socavando la democracia nicaragüense durante años, según críticos y grupos de derechos humanos.
Centralizaron el Poder Ejecutivo, seguido del debilitamiento de sus instituciones democráticas. Personas leales a Ortega y al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), fueron elegidos para encabezar la Corte Suprema, la Fiscalía General e incluso el Consejo Supremo Electoral.
El Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) puso en duda los resultados de las elecciones municipales de 2008 y las elecciones presidenciales de 2016 no fueron supervisadas por observadores internacionales.
Pero el verdadero punto de inflexión se produjo en 2018, cuando el Gobierno de Ortega aprobó cambios en los programas de seguridad social del país en un intento por frenar los crecientes déficits dentro del programa. Las contribuciones de los trabajadores y los empleadores habrían aumentado, pero la cantidad que recibirían los trabajadores jubilados en sus pensiones habría disminuido.
Personas de todas las edades salieron a las calles para manifestarse en protestas masivas. El Gobierno se vio obligado a retirar su propuesta, pero hizo poco para sofocar la ira de los nicaragüenses, muchos de los cuales tomaron el momento para expresar una ira más amplia con el Gobierno de Ortega.
Las protestas se convirtieron en demandas más amplias, incluida la renuncia de Ortega.
En lugar de trabajar con grupos de oposición y manifestantes para encontrar una solución pacífica, el Gobierno de Ortega adoptó el enfoque opuesto: represiones intensas y mortales, violando los derechos humanos mientras los grupos armados progubernamentales detuvieron arbitrariamente a cientos de personas que participaban en las protestas.
En algunos casos, grupos parapoliciales erigían “obstáculos para evitar que los heridos accedieran a atención médica de emergencia como una forma de represalia por su participación en las protestas”, dijo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en un informe publicado ese año.
Las iglesias fueron atacadas si se pensaba que los manifestantes buscaban protección en el interior, lo que denunció la Iglesia católica del país.
La estrategia del Gobierno de “disparar a matar” contra manifestantes
Las universidades se convirtieron en la zona cero cuando las fuerzas progubernamentales atacaron a estudiantes que se habían refugiado en desafío al Gobierno, matando al menos a dos personas en un incidente mortal, informó el grupo de derechos humanos, Cenidht.
Según varios grupos de derechos humanos, al menos 325 personas murieron durante los disturbios civiles cuando las fuerzas de seguridad de Ortega usaron fuerza letal contra los manifestantes.
Según un informe de Amnistía Internacional, publicado un mes después de que comenzaran las protestas, el Gobierno utilizó una política de represión violenta contra su pueblo, una estrategia de “disparar a matar”.
El Gobierno de Ortega negó esos cargos. Según sus estadísticas “oficiales”, al menos 195 personas murieron, una inconsistencia que se mantiene hasta el día de hoy.
Meses después de que comenzaran las protestas, el Gobierno pudo calmar temporalmente la tormenta trabajando para negociar acuerdos con varios grupos civiles –la Iglesia católica sirviendo como su mediadora– todo con la intención de cumplir con algunas de las demandas y terminar con los disturbios.
Pero las negociaciones se estancarían con Ortega negándose a inclinarse ante su punto principal: un llamado a elecciones anticipadas. El Gobierno finalmente acordó permitir la entrada al país de organizaciones internacionales para investigar la muerte de cientos de manifestantes y liberar a algunos de los presos por lo que la CIDH denominó “cargos infundados y desproporcionados”.
Con Ortega fortaleciendo su poder en todas las entidades estatales —judicial, Corte Suprema, militar, medios de comunicación— continuó la fuerza excesiva contra cualquier disidencia.
Las protestas se convirtieron en una justificación para promulgar una serie de nuevas leyes que continuaron reprimiendo cualquier forma de disidencia, creando temor en todo el país.
Posteriormente se prohibieron las protestas contra el Gobierno. Ondear la bandera del país en público o usar sus colores, símbolo clave de las manifestaciones de 2018, fue criminalizado.
Más de 100 estudiantes universitarios que participaron en las manifestaciones fueron expulsados de las universidades y los trabajadores de la salud que habían asistido a los heridos perdieron sus empleos, según la CIDH.
Cualquiera que se pronuncie públicamente contra el Gobierno podría ser considerado un traidor a la nación. Las estaciones de noticias independientes también se convirtieron en objetivos. Algunos fueron asaltados y clausurados. Los periodistas fueron encarcelados o obligados a exiliarse.
El movimiento de protesta contra Ortega comenzó a menguar hasta extinguirse, pero la represión sistemática sigue viva.
Se sigue hostigando a los medios de comunicación independientes y a los periodistas. Se han disuelto algunos partidos políticos. Se han ignorado las sugerencias internacionales presentadas para garantizar elecciones libres y justas.
“Aquí, el que alza la voz es marcado o señalado como traidor al país”, dijo Juan, un nicaragüense que apoyó las protestas y no está de acuerdo con el Gobierno de Ortega. Le pidió a CNN que no usara su nombre real para hablar en contra del Gobierno sin temor a represalias.
“Me considerarían un traidor al país”, dijo cuando se le preguntó qué pasaría si el Gobierno supiera que estaba hablando con periodistas extranjeros. “Pueden inventar algún delito y llevarme a la cárcel quién sabe cuántos años”.
Juan habló con CNN desde el interior de su automóvil fuera de su trabajo, ya que tenía miedo de expresar sus verdaderas opiniones frente a otros. Dijo que siempre hay gente alrededor que podría denunciar el sentimiento antigubernamental a las autoridades.
Sus temores de persecución están bien fundados.
Los grupos de derechos humanos dicen que los llamados “traidores” a menudo sufren tortura a manos de las notoriamente despiadadas fuerzas de seguridad del país.
El Gobierno no respondió a la solicitud de CNN de comentar sobre las denuncias de tortura.
Se cree que cientos de manifestantes y activistas siguen detenidos, según el Cenidh en un informe publicado en febrero, y más de 108.000 nicaragüenses han huido del país desde 2018, según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados.
¿Es Nicaragua un paria internacional?
La última ofensiva de Ortega ha generado una condena internacional.
“Lo que tenemos en Nicaragua en esta etapa es una fachada de democracia”, dijo José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch. “Hay muy poco espacio hoy en Nicaragua para el disenso y el trabajo libre de los medios de comunicación y la sociedad civil”.
En un comunicado, el mes pasado, la portavoz de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Marta Hurtado, expresó su preocupación de que las posibilidades de elecciones libres y justas en noviembre estén “disminuyendo como resultado de las medidas tomadas por las autoridades contra partidos políticos, candidatos y periodistas independientes, que restringen aún más el espacio cívico y democrático”.
El miércoles, el Gobierno de Estados Unidos anunció sanciones a cuatro altos funcionarios del Gobierno de Ortega, incluida su hija, diciendo que eran “cómplices de la represión del régimen”.
Durante una llamada, el jueves, del Departamento de Estado de Estados Unidos con periodistas, la vicesecretaria interina de la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental, Julie Chung, dijo que Ortega tenía “la oportunidad de cumplir su compromiso de permitir elecciones libres y justas”, pero en cambio, estaba jugando a otro juego.
“Temen perder, temen el sistema libre, justo y transparente. Temen perder su control sobre el poder. Como tal, ese miedo a la democracia, creo, ha contribuido a desencadenar este tipo de de acciones, acciones represivas, porque no tienen confianza en su propia capacidad para que la gente que los apoye”, dijo Chung.
Instó a la comunidad internacional a unirse a los esfuerzos de Estados Unidos y apoyar al pueblo de Nicaragua.
“En última instancia, si Ortega continúa por este camino, consolidará aún más su condición de paria internacional”, agregó Chung.
Para los nicaragüenses comunes y corrientes como Juan, existe el temor de que Nicaragua se esté “convirtiendo rápidamente en la segunda Venezuela”.
“La democracia no existe o no existe en Nicaragua desde hace mucho tiempo”, dijo.
En cuanto a votar en las elecciones de noviembre, Juan está dividido.
“Participar en estas elecciones en estas condiciones actuales significa que estamos validando estas elecciones, pero si no votamos, también vamos en contra de nuestro mandato legal de ejercer nuestro derecho al voto”.