Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y su libro más reciente, “America Through Foreign Eyes”, fue publicado por Oxford University Press en 2020. Las opiniones expresadas en este comentario son únicamente del autor. Puedes encontrar más artículos de opinión en CNNe.com/opinion.
(CNN Español) – El 11 de septiembre también se cumplió otro vigésimo aniversario. Ese día, en 2001, más de 30 ministros de Relaciones Exteriores de todo el hemisferio firmamos en Lima la Carta Democrática Interamericana (CDI), un nuevo instrumento político destinado a la defensa colectiva de la democracia representativa en las Américas. Propuesta por Perú algunos meses antes, la CDI provenía asimismo de las discusiones que tuvieron lugar en la Asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Windsor, Canadá, en 2000, después de las acusaciones de fraude electoral contra Alberto Fujimori, justamente en Perú.
La idea consistía en reforzar la Carta de la OEA, firmada en Bogotá en 1948, en la defensa de la democracia. De alguna manera, trataba de proteger a los gobiernos democráticos contra los intentos de destruirlos, mediante golpes de Estado o rupturas del orden constitucional. Preveía, en sus artículos 17, 18, 19, 20 y 21, entre otros, una serie de medidas preventivas destinadas a evitar la caída de gobiernos elegidos o la transformación de gobiernos elegidos democráticamente en regímenes autoritarios.
Cuando las medidas en cuestión resultaran insuficientes, la CDI contempla la suspensión de la OEA al país al que se le aplicara, por las dos terceras partes de los votos de los Estados miembros. Se trata de un umbral elevado, que ha resultado casi imposible de alcanzar en los 20 años de vida de la Carta. El único país excluido de la organización ha sido Honduras, en 2009, después del golpe de Estado que derrocó al presidente Manuel Zelaya (el país volvió a la organización en 2011). La CDI ha sido invocada en algunas otras ocasiones por casos de menor gravedad, sin llegar a la suspensión de país alguno. Entre esas ocasiones figuran Nicaragua en 2004 y 2005, Perú en 2004, Bolivia en 2003, 2005 y 2008 y Ecuador en 2005 y 2010. El otro caso de invocación del artículo 20 -ruptura democrática- fue en ocasión del golpe de Estado contra Hugo Chávez en 2002 y a partir de 2016, y muy a medias, en el caso de Venezuela.
El gobierno de Nicolás Maduro finalmente abandonó la OEA en 2019, aunque formalmente el país sigue siendo miembro y cuenta con un embajador en la organización designado por el líder opositor Juan Guaidó, reconocido por varios países como presidente interino de Venezuela.
Más destacados y recordables son los ejemplos de impotencia o parálisis de la OEA en los casos contemplados por la CDI. Se trata, sobre todo, de los sucesivos presuntos fraudes electorales, episodios de represión, desaparición de la separación de poderes y supresión de las libertades en Venezuela y Nicaragua a lo largo de los últimos años. No ha sido posible reunir el número de votos necesarios -casi se logra en 2017- para aplicar los artículos pertinentes de la CDI a los gobiernos de dichas naciones.
Venezuela y Nicaragua han rechazado en reiteradas oportunidades estas acusaciones y criticado a la OEA.
Hoy, a pesar de los excesos tan evidentes del dictador Daniel Ortega en Nicaragua, de encarcelar a todos sus rivales en las próximas elecciones presidenciales de noviembre, no existen las dos terceras partes de los 35 miembros que posibilitarían la suspensión de Nicaragua y como consecuencia, que no pueda acceder a créditos, por ejemplo, del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
No se aglutinan los votos necesarios para activar la Carta Democrática en estos casos debido a la negativa de los países del Caribe vinculados a Venezuela, en el marco de la alianza PetroCaribe, además de México, Argentina y Bolivia.
De manera similar, cuando en junio la OEA aprobó la resolución “Situación en Nicaragua”, en la que expresa su “alarma” ante el reciente deterioro del entorno político en ese país, Nicaragua, Bolivia, San Vicente y las Granadinas votaron en contra, mientras que Argentina, Belice, Dominica, Honduras y México se abstuvieron.
Esto se debe en parte porque sobrevive la anacrónica idea de la no-intervención, y en parte porque Estados Unidos y otros países no hacen la tarea de cabildear lo necesario.
En estos tiempos, en los que México, de la mano de los gobiernos bolivarianos de América Latina, amenaza fútilmente con sustituir a la OEA con un organismo enclenque sin recursos, miembros ni estructura (la llamada Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños -CELAC-, que ya existe y que se está intentando revivir), y que la democracia se ve seriamente amenazada por regímenes cada vez más autoritarios en Brasil, Bolivia y El Salvador, sin hablar de Nicaragua, Cuba y Venezuela, un enfoque diferente ante la CDI sería bienvenido. En lugar de lamentar su debilidad -innegable- los países democráticos miembros de la OEA debieran buscar cómo adecuar la Carta a esta nueva época.
Podrían, siguiendo las sugerencias del expresidente Jimmy Carter hace algunos años, crear un mecanismo de alerta temprana, por ejemplo. Este pondría a debate en el Consejo Permanente situaciones que podrían prefigurar deslices autoritarios, antes de que se consumaran.
Podrían también emitir resoluciones por mayoría simple que no suspendieran a nadie, pero que manifestaran una clara censura a gobiernos que emprenden el camino de la destrucción de la democracia, empezando por la captura o sumisión del poder judicial. Estas medidas no tendrían necesariamente un efecto práctico aunque podrían vincularse luego a la suspensión de créditos del BID.
Para todo esto, el apoyo proactivo y vigoroso de EE.UU. y Canadá es imprescindible. No basta, pero es una condición necesaria. Ha brillado por su ausencia durante años. Es tiempo de reconstruirlo.