Nota del editor: Julian Zelizer, analista político de CNN, es profesor de historia y asuntos públicos en la Universidad de Princeton y autor del libro ” “Abraham Joshua Heschel: A life of Radical Amazement.””. Síguelo en Twitter @julianzelizer. Las opiniones expresadas en este comentario son suyas. Ver más opiniones aquí.
(CNN)– El general Colin Powell, exsecretario de Estado y jefe del Estado Mayor Conjunto de EE.UU., que falleció este lunes a los 84 años debido a complicaciones de covid-19, fue una de las figuras más fascinantes de la historia política contemporánea de Estados Unidos.
Representando un tipo de voz que se ha desvanecido de su partido, Powell se describía a sí mismo como “un republicano de un molde más moderado”, una de las voces que instó al “Partido de Lincoln” a no convertirse en el “Partido de Trump”.
Sin embargo, como muchos líderes prominentes, Powell también aprendió que no se puede escapar del peso de la historia cuando se está atado al legado problemático de un presidente al que sirvió.
Independientemente de las contribuciones y el historial de un individuo, estar en el centro de decisiones desastrosas para la nación moldea para siempre la forma en que esa persona será recordada. Y esto es cierto en el caso de Powell.
Powell, que fue criado por padres inmigrantes jamaicanos en el sur del Bronx y se graduó del City College de Nueva York, fue una estrella en el ejército después de Vietnam, abriendo un camino para los líderes negros (militares y de otro tipo) en Washington.
Tras servir en esa problemática guerra durante la década de 1960, se convirtió en el primer asesor negro de seguridad nacional bajo el mandato del presidente Ronald Reagan y en el primer jefe negro del Estado Mayor Conjunto bajo el mandato del presidente George H.W. Bush, desempeñando el cargo cuando Estados Unidos lanzó y ganó la primera Guerra del Golfo.
Powell fue también un actor importante en las negociaciones que culminaron con un importante acuerdo sobre armamento con la Unión Soviética en 1987, el principio del fin de la Guerra Fría. También promovió la “Doctrina Powell”, que estipulaba que Estados Unidos solo debía utilizar la fuerza militar cuando fuera necesario. Cuando el gobierno de EE.UU. diera ese paso, solo debería hacerlo con un objetivo claro y con apoyo popular, y solo cuando fuera posible utilizar una fuerza abrumadora y un número decisivo de soldados.
En la década de 1990, se especuló continuamente con la posibilidad de que se postulara a la presidencia como candidato del Partido Republicano. Seguía siendo uno de los candidatos potenciales más populares que muchos consideraban que podía reforzar y ampliar la coalición de Reagan, incluso alejándose del tipo de política de reacción racial y de negación del cambio climático que se había vuelto tan frecuente en el Partido Republicano. “Es sorprendente que un tipo con opiniones tan moderadas sea tan popular entre los republicanos”, dijo un destacado encuestador.
Estuvo a punto de postularse como candidato en 1996, pero decidió no hacerlo, diciendo que no sentía la “pasión y el compromiso” necesarios para emprender el reto. Bajo la presidencia de George W. Bush, Powell se convirtió en la primera persona negra en ser nombrada como secretario de Estado.
El difícil momento de Powell
Pero entonces llegó su momento más difícil, uno que seguramente será el centro del debate mientras la nación llora su muerte. Powell se había opuesto a la guerra contra Iraq. Fue la única voz de la administración que se opuso a los halcones que querían ampliar la guerra contra el terrorismo para incluir a Estados como Iraq y Corea del Norte. “Si lo rompes, te haces cargo”, le advirtió al presidente. Pero al final, Powell decidió que era su deber ser leal a la administración para la que trabajaba. Como secretario de Estado de George W. Bush, Powell compareció el 5 de febrero de 2003 ante las Naciones Unidas para hablar a favor de ir a la guerra contra Iraq.
En un momento en el que la administración estaba ansiosa por obtener apoyo internacional para una guerra que la mayoría pensaba que tenía poco que ver con los horribles atentados del 11S, la audiencia de Powell, de 75 minutos de duración, fue extremadamente importante. Debido a su influencia como líder militar y funcionario público de confianza, el hecho de que dijera en la escena pública que Iraq poseía armas de destrucción masiva y tenía vínculos con los terroristas de al-Qaeda impulsó enormemente los argumentos del presidente.
Lo que el público no sabía era que los datos de inteligencia utilizados eran defectuosos y que los argumentos para la guerra eran muy escasos. Pero sirvió para sentar las bases de la invasión de Iraq por parte de Estados Unidos. Poco después, la nación entró en una guerra que duraría hasta 2011.
Powell calificó el testimonio como una “mancha” en su historial. Pero fue mucho más que eso. Cuando la guerra se convirtió en un desastre militar para Estados Unidos y quedó claro que Saddam Hussein no poseía armas de destrucción masiva, la propia posición política de Powell sufrió un golpe devastador. Su capacidad para hablar dentro del partido con el mismo nivel de seriedad se resintió, y su nombre se desvaneció rápidamente de las discusiones sobre candidaturas presidenciales.
También perjudicó al Partido Republicano. Mientras el ritmo de la radicalización se aceleraba dentro del partido, y la mayoría de los líderes adoptaban una agenda política hacia la derecha y un enfoque destructivo de la política partidista, una de las voces más influyentes que presionaba contra estas corrientes había caído en desgracia.
No obstante, Powell siguió siendo una voz de la razón en la esfera política. Seguía instando a su partido a ocuparse del cambio climático, a respaldar el control de las armas y el derecho al aborto, a apoyar a los inmigrantes y las políticas que ayudaban a lograr la igualdad racial. Respetó los procesos tradicionales de gobierno, incluida la confianza en los expertos con talento, y creyó que Estados Unidos tenía que trabajar con sus aliados.
A medida que su partido viró más hacia la derecha, Powell empezó a mostrarse a favor de los demócratas. En 2008, apoyó a Barack Obama para la presidencia frente a John McCain. Más recientemente, en 2020, dijo que votaría por Joe Biden porque Trump se había “alejado” de la Constitución.
En enero de 2021, tras la insurrección del 6 de enero, Powell dijo a Fareed Zakaria de CNN: “Ya no puedo llamarme Republicano. No soy un simpatizante de nada en este momento”.
El destino de Powell no es diferente al de otros en el Partido Republicano que querían proyectar una visión más centrista para el partido, una que defendiera un gobierno más limitado y una confianza en el mercado, sin terminar con la red de seguridad social y abrazar el mundo de la política reaccionaria blanca.
Era un conservador que seguía creyendo que Washington importaba y que los procesos de gobierno, las reglas básicas del juego, eran importantes para poder tomar decisiones razonadas.
La tragedia de Powell es que era una de las pocas figuras de la política estadounidense con el tipo de dignidad y posición política que podría haber cambiado la trayectoria de la historia. Como estadounidense de raza negra con un historial extraordinariamente distinguido tanto en el ejército como en la rama ejecutiva, realmente tenía el potencial para ganar en los más altos niveles de poder.
Pero en un momento clave, se sumó a una administración que utilizaba la desinformación para vender una guerra innecesaria, que tendría un enorme costo humano y presupuestario, además de debilitar la posición de nuestra nación en el extranjero. El testimonio de Powell fue un gran paso en falso que tuvo enormes ramificaciones para el Partido Republicano, así como para nuestra democracia.
Sin embargo, en los últimos 20 años, hizo mucho por hablar en nombre de los valores democráticos de Estados Unidos, y prestó un servicio a su nación y a su antiguo partido.