Nota del editor: Nicole Hemmer es investigadora asociada de la Universidad de Columbia en el Proyecto de Historia Oral de la presidencia de Obama y autora de “Messengers of the Right: Conservative Media and the Transformation of American Politics”. Es copresentadora de los podcasts de historia “Past Present” y “This Day in Esoteric Political History” y coproductora del podcast “Welcome To Your Fantasy”. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen únicamente a su autora. Lee más artículos de opinión en http://www.cnne.com/opinion.
(CNN) – Wordle, el juego de adivinar palabras que inundó las redes sociales a principios de 2022, ha pasado de ser una moda a un elemento fijo: el lunes, The New York Times anunció que había pagado “alrededor de siete cifras” para adquirir el juego. Pronto Wordle se unirá a los populares juegos en línea que se ofrecen tras el muro de paga del diario (aunque el periódico dice que Wordle seguirá siendo “inicialmente” gratuito para los usuarios).
Para un juego tan sencillo —los jugadores tienen seis intentos para adivinar una palabra de cinco letras— la historia de la popularidad de Wordle es sorprendentemente compleja. Está la historia de la negociación con The New York Times, un periódico cuyos ingresos por suscripción digital se han disparado no solo por su periodismo, sino por su gama de juegos y recetas en línea. Está la historia de las redes sociales sobre la rápida difusión del juego, ayudada por la (para muchos, molesta) facilidad con la que los jugadores pueden compartir sus resultados de forma agradablemente gráfica en Twitter e Instagram. Pero también hay una historia cultural: Wordle, como la mayoría de los juegos que captan la imaginación del público, está sobrecargado con algunas de las ansiedades y tensiones clave de nuestro tiempo.
Wordle es, ante todo, una historia de pandemia. Contada como una historia de amor en las páginas de The New York Times, el creador del juego, Josh Wardle, lo desarrolló para su pareja, una ávida jugadora de juegos de palabras. Esta idea, que un juego creado como un acto de amor pronto se gane el corazón de millones de jugadores, es un respiro agradablemente saludable para el comienzo de un año nuevo tan desagradable (gracias, ómicron). También permite un momento de experiencia compartida en un momento en el que, en algunas partes del país, se han cancelado los eventos presenciales.
Sin embargo, a diferencia de los juegos de perder el tiempo que dominaron los primeros meses de la pandemia, desde los rompecabezas de baja tecnología hasta el omnipresente Animal Crossing, Wordle satisface las necesidades de un país que ya se abrió en su mayoría, pero sigue siendo caótico, y que ha vuelto a llenar sus calendarios vacíos, pero que sigue enfrentándose a las interrupciones de las pruebas constantes y los cierres y cuarentenas inesperados. Jugar a un juego solo lleva unos minutos, y la plataforma solo ofrece un juego al día. Una vez que consigues la palabra correcta, se terminó: el pasatiempo perfecto para este momento de la pandemia.
Su adquisición por parte de The New York Times, sin embargo, pone de relieve otro aspecto social de jugar a Wordle. Compartir las puntuaciones de Wordle no es solo un acto de comunidad sino, en cierto modo, un alarde de inteligencia. Resolver un Wordle con solo dos o tres intentos no es una sensación de suerte, sino de astucia: una combinación de intelecto y destreza. Su introducción en el universo del diario junto a los famosos crucigramas del periódico y el juego Spelling Bee no hace más que subrayar esa cualidad.
La virtud de los juegos de palabras no solo proviene de la atmósfera de intelecto que rodea a los juegos, sino también de la creencia de que tales actividades ayudan a mantener ágiles los cerebros envejecidos, mejorando la memoria y evitando la demencia (las pruebas científicas al respecto no son concluyentes). Es la misma creencia “virtuosa” que se produce cuando alguien se sienta con una copa de vino tinto y un cuadrado de chocolate amargo mientras murmura que darse un gusto después de la cena es un esfuerzo para mantener la salud del corazón.
Pero eso también es un producto de nuestro momento cultural. Cuando se introdujeron los crucigramas por primera vez en Estados Unidos en la década de 1920, estaban cargados de las preocupaciones de la época: que eran un entretenimiento sin sentido al nivel de las tiras cómicas, que eran una distracción de tareas más serias. El diario The New York Times, de hecho, se negó a publicar crucigramas en sus páginas porque el juego era, como decía un editorial de 1924, “una especie de ejercicio mental primitivo”. Solo cambió de opinión después de que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial y Nueva York empezara a sufrir apagones periódicos. Los editores del diario decidieron que los neoyorquinos se habían ganado una distracción de las pesadas noticias que se encontraban en el resto del periódico.
Los crucigramas tampoco fueron la última tendencia de juego que provocó la preocupación de la gente por si los jugadores dejaban de lado otras actividades más virtuosas. Los videojuegos, primero en las salas de juego y luego en los hogares, fueron acusados de contribuir a la delincuencia juvenil. Estos temores se intensificaron cuando se unieron a la preocupación por las armas y la violencia, y culminaron en las audiencias del Congreso sobre la violencia en los videojuegos que condujeron a un nuevo sistema de clasificación desarrollado por la industria del juego.
La preocupación por el antiintelectualismo de los juegos, un pilar de las críticas a los videojuegos desde mediados del siglo XX, se ha ampliado en los últimos años para incluir la preocupación por todo el tiempo que se pasa frente a una pantalla, ya sea un juego interactivo, desplazarse por Twitter, ver videos en YouTube o TikToks o enviarse mensajes de texto con los amigos.
No es de extrañar, pues, que los juegos parezcan requerir un nuevo nivel de justificación: Pokemon Go y la Wii no eran solo juegos, sino regímenes de fitness. Wordle, Spelling Bee y todos esos otros juegos de palabras mantienen el cerebro en forma. Incluso otras actividades sin sentido, como Candy Crush, podrían considerarse como un momento de autocuidado.
Y aunque esa no es la peor manera de pensar en los juegos que jugamos, sí delata una vena puritana en la cultura estadounidense: la sensación de que el placer debe ser calificado, que la diversión debe ser intelectualizada, que el vicio debe ser transformado en virtud. Pero ahora que entramos en el tercer año de la pandemia, con toda la tragedia, la monotonía y el sacrificio que ha supuesto, parece el momento adecuado para insistir en que el placer es una virtud en sí mismo.