Nota del editor: Rodrigo Zeidan es profesor asociado de práctica en la Universidad de Nueva York en Shanghái y profesor afiliado en la Fundação Dom Cabral. Melissa Nogueira, LL.B., es instructora de idiomas. Las opiniones expresadas aquí pertenecen exclusivamente a los autores.
Shanghái (CNN) –– “Yo reviso las aplicaciones móviles, mientras tú te encargas de los grupos de WeChat, ¿vale?”.
“Trato hecho”.
La división del trabajo es primordial en medio del confinamiento más estricto del mundo. Somos cazadores-recolectores modernos desde una posición privilegiada en un rascacielos ubicado en el distrito de Pudong de Shanghái.
Al principio, dedicábamos la mitad de nuestros días a conseguir alimentos y bebidas. Ahora, son más o menos dos horas al día. Comemos lo que logramos obtener, pero no estamos en peligro de quedarnos sin artículos esenciales como agua, jabón y otros elementos básicos.
Nos preguntamos si esto se parece a nuestra experiencia de crecer bajo la hiperinflación en Brasil a principios de la década de 1990, o si es simplemente que nuestra mente nos juega una mala pasada. Pero volvamos a la realidad. Hay mangos que nos durarán unos cuantos meses: 11 kilos, para ser precisos.
China está al borde de su primer brote significativo de covid-19 en dos años. Lo que llevó a que el Gobierno ordenara el confinamiento obligatorio en varias ciudades, como parte de su estrategia inflexible de cero covid-19. El foco principal de infecciones es Shanghái, el centro financiero de China, con 25 millones de residentes. También, nuestro hogar adoptivo durante los últimos seis años y donde aún planeamos vivir por los próximos 40.
Hace un año, la cotidianidad alcanzó un equilibrio. La vida volvió a la normalidad con dos excepciones: debíamos usar mascarillas en el transporte público y en ciertos edificios gubernamentales, y cualquier noticia de un solo caso positivo de covid-19 en la ciudad se extendía como pólvora.
Todos sabían que si alguien en su comunidad resultaba positivo a covid-19, se implementaría un confinamiento limitado. La medida se extendería durante 14 días en los lugares donde se detectó el caso y durante dos días en los sitios por donde la persona pasó o transitó (siempre y cuando todos dieran negativo durante dos días consecutivos).
Aún así, con casos mensuales limitados a un solo dígito, nunca conocimos a nadie que estuviera en confinamiento. Eso cambió a principios de este año, cuando las infecciones comenzaron a acumularse y los lugares eran forzados a confinarse con mayor frecuencia.
A mediados de febrero, los casos comenzaron a aumentar en Shanghái. Entonces, antes de ir a cualquier parte, la gente se preguntaba: “¿El lugar tiene baños?” (A las personas confinadas en una tienda por departamentos les entregaron baldes, pues el lugar no contaba con servicio de baños)? También: “¿Tiene un espacio abierto? ¿Hubo algún caso de covid-19 confirmado cerca?”. La gente trataba de evitar el riesgo del confinamiento a toda costa y, al mismo tiempo, de prepararse para lo peor.
Eso significaba llevar a la oficina una bolsa con artículos de aseo personal, una muda de ropa y elementos esenciales, en caso de un confinamiento espontáneo.
El 10 de marzo, en medio de un aumento de casos, la escuela de nuestro hijo de undécimo grado nos informó que cambiarían a las clases virtuales. La Universidad de Nueva York en Shanghái, donde enseña Rodrigo, hizo lo mismo poco después.
Aún podíamos salir, y todo estaba abierto. Pero decidimos evitar las multitudes e incluso el transporte público: no más baloncesto, tenis ni salidas a tomar cócteles. La ciudad todavía era un organismo vivo, y nuestro apartamento de tres habitaciones cuenta con mucho espacio. Muchas personas, especialmente los trabajadores inmigrantes, no tienen esa suerte.
Luego de uno o dos días de esto, decidimos aislarnos. No queríamos arriesgarnos a que nos enviaran a una cuarentena centralizada o a quedar atrapados en un confinamiento improvisado en una tienda por departamentos o en un restaurante. Sentimos que se acercaba un cierre total.
Ya hemos vivido eso antes, viendo cómo aumentan los casos mientras las autoridades aplazan lo inevitable, tanto en España como en Brasil, en 2020. Lo que no sabíamos era que la versión de Shanghái incluiría la suspensión de entregas a domicilio, así como el cierre de supermercados y tiendas de comestibles.
El 24 de marzo, nos despertamos con una noticia que zumbaba en el grupo de WeChat del edificio: nuestro complejo tenía un residente que había dado positivo a covid-19. Todo el complejo de 18 edificios quedaría confinado al mundo exterior durante al menos 15 días.
El edificio en específico donde vivía la persona sería sellado y los residentes no podrían salir a menos de que tuvieran una emergencia médica.
Como los residentes de otros edificios todavía podían usar las áreas comunes del complejo, algunos de nuestros vecinos instalaron tiendas de campaña y una mesa de picnic en el jardín central donde la gente se reunía, intercambiaba bocadillos y risas, con niños jugando por todas partes. Nadie podía salir, pero la vida no era tan mala en nuestra comunidad.
Aunque, lo peor todavía estaba por llegar. El 27 de marzo, Shanghái implementó un confinamiento escalonado. Pudong, al este del río, donde vivimos, fue primero. Luego Puxi, en el oeste, cinco días después. En Puxi, las familias arrasaron con las tiendas de comestibles y los supermercados, sin dejar casi nada a su paso.
Nosotros no tuvimos esa oportunidad de comprar en grandes cantidades. Nuestros vecinos tampoco. El rigor del confinamiento nos sorprendió desprevenidos, sin tiempo para abastecernos. Cambiamos entonces a un modo de supervivencia.
Nos ayuda el hecho de que ambos somos hijos de la hiperinflación latinoamericana. De la noche a la mañana, nuestras mentes se apresuraron a recordar las lecciones aprendidas en Brasil, a principios de la década de 1990. En ese momento, la norma era gastar el salario mensual lo más rápido posible. Como los precios podían subir un 10% o más cada mes, no tenía sentido conservar el efectivo mes a mes. ¿Tienes algo de dinero en tu bolsillo? Gástalo todo antes de que pierda su valor.
Por lo tanto, abastecerse de alimentos era una aventura familiar recurrente, en la que el objetivo era gastar cada centavo mientras te asegurabas de que la comida durara hasta el próximo pago. Las familias compartían lecciones sobre cómo conservar los alimentos en grandes cantidades y los diferentes usos de un mismo ingrediente.
En ese entonces, como ahora, no tenía sentido lamentarse sobre nuestra situación. Nuestro mantra era “haz lo que debas y controla lo que puedas”.
El primer obstáculo del confinamiento estricto de Shanghái fue sorprendentemente fácil de superar. Un vecino nos ayudó a comunicarnos con el administrador de la comunidad, quien coordina con las autoridades las reglas y regulaciones en evolución que debe seguir cada comunidad.
Conseguimos un permiso especial para ir a la clínica cercana a recoger medicamentos de uso continuado. Tenemos una bicicleta, que es útil cuando las personas le temen a propagación comunitaria en entornos cerrados, como automóviles o autobuses. Y se nos considera vecinos responsables.
Sin embargo, los alimentos y las bebidas resultaron ser un obstáculo mucho más importante. Unos pocos restaurantes pequeños hacen entregas a domicilio, pero generalmente solo uno o dos platos. Uno de nosotros pasaba incontables horas ordenando cualquier cosa que estuviera disponible y pareciera que se podía comer. No teníamos noticias sobre paquetes de alimentos del Gobierno. Hasta el momento, hemos recibido dos, con más de una semana de diferencia. Y, si bien son bienvenidos, no cubrirían todas nuestras necesidades.
Recurrimos al chat grupal del complejo para obtener ayuda. La comunidad se unió para coordinar las compras al por mayor directamente de los productores. Para cada categoría había un chat grupal: frutas, verduras, arroz, huevos, leche, etc. Sin el traductor de Google y un vecino servicial que habla un inglés perfecto, habría sido mucho más difícil enfrentarlo.
A veces, las compras llegaban. Otras veces, no. Los umbrales mínimos de pedido variaban ampliamente. Hicimos un pedido de mangos y fresas. Han llegado. Fruta hermosa y sabrosa, pero ¿qué haces con 11 kilos de mangos, casi 3 kilos de fresas y 4,5 kilos de arroz para tres personas?
De toda la ansiedad y la frustración, ha quedado algo positivo. La comunidad se unió. Prestamos cuchillos de cocina y donamos sal; una vecina dejó caer diez manzanas de su compra de 15 kilos de Golden Delicious. Todos contribuimos a algunos hogares que se estaban quedando sin alimentos básicos.
Por último, algo de fiabilidad. Nos conectamos, primero a través de una aplicación china y luego directamente, con uno de los pocos repartidores que podían moverse por Pudong. Le damos una buena propina para que compre lo que está disponible por aquí. La selección es austera, pero no nos importa. Hemos vivido cosas mucho peores en Brasil.
Un día nos despertamos con fuertes golpes en la puerta. Nos asustamos, ya que podría significar que uno de nosotros sería llevado a un centro de cuarentena. Al abrir la puerta, había personas en trajes de materiales peligrosos. Nuestros corazones dieron un vuelco. Afortunadamente, estaban allí para realizar pruebas rápidas de antígenos.
Aunque las cosas van mejorando lentamente, no se vislumbra el final del confinamiento. Una comunidad queda libre cuando lleva 15 días sin que nadie dé positivo. Como los casos aún no han alcanzado su punto máximo, prevemos algunas semanas antes de que podamos movernos libremente.
¿Es 1991? ¿2020? ¿2022? Francamente, a veces nos lo preguntamos. Pero no importa. Nuestros corazones están con los trabajadores migrantes y las familias que sufren verdaderas dificultades. Estamos a salvo, con suficiente para comer y tenemos una biblioteca completamente equipada. Tenemos mucho espacio en un complejo de alta gama donde contamos con todo lo que necesitamos, pero no todo lo que queremos.
Hay muchas formas de revivir la infancia. ¿Quién hubiera elegido este? Habrá un tiempo de quejas pero ya mismo: “haz lo que debas y controla lo que puedas”.