Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2014). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion
(CNN Español) – Nos criamos con la mirada, el corazón y la puerta abierta a la calle de par en par, la acera fue, por décadas, una prolongación de la casa familiar, ese lugar infinito donde convivieron enfrentadas tres generaciones.
Desde muy temprano, los amiguitos rompían esa cuarta pared que significa el gancho de la puerta, y sin averiguar, pasaban hasta la cocina, donde la olla de presión sonaba anunciando frijoles colorados para el almuerzo.
Llegábamos de la escuela, tirábamos la maleta sobre el sofá y saltábamos a nuestro escenario natural, la calle. Jugamos a las bolas, al pon, al béisbol, montamos carriolas, lanzábamos los yaquis sobre el piso frío, recién baldeado por las tías o la hermana mayor. Nos criaron los abuelos, nuestros verdaderos héroes, mientras los padres desaparecían al amanecer. Los campamentos en la playa, las acampadas, los círculos de interés y hasta los cumpleaños podían ser colectivos. Estar hacinada en un internado era para mí una verdadera pesadilla, un castigo, un modo de alejarme de todo lo que verdaderamente me gustaba: leer en la biblioteca, ver teatro guiñol, visitar museos, conversar con mi madre; para otros, un modo de escapar de sus casas y de convivir 24 horas con esos nuevos hermanos, elegidos por voluntad. Las vivencias que atravesamos en aquellos campamentos, el hambre y los sacrificios, las pérdidas, las fiebres y los primeros amores, son ya parte indisoluble de la memoria afectiva que conforma nuestro patrimonio sentimental.
Al llegar a Estados Unidos, conocí otro modo de relacionamiento familiar, otro hábitat, ese otro escenario para crecer y hasta una nueva variante para el intercambio entre adolescentes. Se trata de chicos que salen del colegio y van directo a su habitación, pasan más de 15 horas encerrados allí, comen, se bañan y luego, se conectan con el mundo y con sus amigos a través de un teléfono o de un computador. Las aplicaciones, los portales de internet son para ellos lo que otrora fueron para nosotros las calles, las playas, los carnavales, las fiestas infantiles o los cines de barrio: un vehículo hacia la empatía, un transportador de sueños y en ciertos y determinados casos –no en todos–, los padres vienen siendo una especie de roommate que te maneja, te paga la casa, la escuela, los médicos y la alimentación, seres cercanos con quienes compartes tus ideas o no, dependiendo siempre del ánimo o la situación sentimental del infante.
Aunque nunca debemos generalizar, he indagado con algunos padres que tienen en casa hijos de entre siete y dieciocho años: ¿Comen juntos o comparten en familia? A veces. ¿Hablan con sus hermanos, abuelos, amigos en su idioma original? Muy pocas veces y por obligación. ¿Comparten sus preocupaciones, los problemas dentro del colegio, sus sensaciones o necesidades existenciales con sus hermanos o padres? Solo en ciertos casos y con mucho esfuerzo e insistencia en que lo hagan. No todos hacen deportes, ni comen sano, ni salen a despejar al aire libre, la obesidad infantil es cada vez más evidente entre los más jóvenes. Las mayores vivencias son simulacros de estímulos que reciben, a través de una pantalla, casi siempre sentados o acostados.
Tengo la sensación de que aquí muchos menores de edad tienen en sus manos el control del relacionamiento, y sus padres, aunque lo intentan, no siempre pueden entrar al interior de sus preocupaciones, necesidades o anhelos.
Existe una autoridad mayor, una jerarquía invertida, un muro difícil de derribar entre ellos y sus padres. Los pequeños pueden llamar al 911 en caso de sentirse maltratados y denunciar a sus familiares. La empatía, la proxemia, el lenguaje extraverbal entre padres e hijos, amigos y conocidos, pasa por un protocolo que, al menos a mí, que no tuve hijos, pero fui parte de una “pandilla” de chiquillos abiertos, expresivos y sin ningún misterio, me resulta complejo de asimilar.
Los niños no siempre desean salir de su cuarto a saludar cuando llega un familiar cercano o una visita ocasional, incluso, hay casas donde parece no viven niños o adolescentes. He sido testigo de que algunos padres temen importunar a sus hijos, tocarle a la puerta, darles una orden, pedirles un favor y empiezan a actuar con cierto temor, y comienzan a comportarse como si fueran los hijos de sus hijos.
Busco un nexo, un cordón que me conduzca a interactuar para conocerlos mejor, necesito encontrar temas de diálogo y no lucir desactualizada o tonta, intento comunicarme en su lengua y mientras lo hago, con mayor o menor suerte, me cuestiono tantas cosas. Si ellos mismos saben quiénes son, de dónde vienen, qué quieren. Hay cosas que, por respeto, no me atrevo a preguntar, pero y sus padres ¿saben si fuman a escondidas, si consumen drogas, si están enamorados, qué piensan de la noticia sobre el chico que intentó llevar un arma a su escuela, tienen miedo, se sienten solos, a qué universidad desean irse a estudiar, quieren seguir estudiando, hasta qué edad les gustaría vivir con sus padres, les molesta que los adultos siempre hablen del monotema: la política, la eterna problemática de los países que dejaron atrás, se sienten cómodos con su sexualidad, les parece demasiado simple definirse con uno u otro género, les gusta este país, qué piensan del lugar donde nacieron? Pero la pregunta más significativa es: ¿Conocen los padres profundamente a sus hijos o son pequeños extraños que simplemente conviven a su lado?