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¿Qué sabemos del virus de Langya? Una nueva enfermedad que se encontró en China
01:57 - Fuente: CNN

Nota del editor: Kent Sepkowitz es médico y experto en enfermedades infecciosas del Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York. Las opiniones expresadas en este artículo son suyas. Ve más opiniones en CNN.

(CNN) – Justo cuando pensabas que el año 2022 ya había proporcionado todo un siglo de temibles enfermedades infecciosas, desde el covid-19 hasta la viruela del mono y la poliomielitis, los titulares de la semana pasada advertían de otra más. En el este de China, el virus Langya puede haber saltado de la musaraña de dientes blancos a los humanos. Ya enfermó a docenas de personas, pero no ha causado ninguna muerte.

Muchos se preguntarán qué está pasando aquí. ¿Por qué aparecen tantas infecciones tan rápidamente? Hay varias explicaciones posibles: tal vez un mundo más caliente y densamente poblado es más hospitalario para todo tipo de nuevos patógenos; tal vez las nuevas técnicas moleculares nos permiten recién ahora diagnosticar la causa de los interminables resfriados, mocos y erupciones sin nombre que las generaciones anteriores no podían nombrar, creando un “brote” concreto, no solo un “pésimo invierno”.

Otra posibilidad es que la creciente desconfianza en la ciencia que hay detrás de la negativa a vacunarse o a ponerse una mascarilla haya hecho retroceder siglos de progreso médico hacia los días anteriores a la Ilustración, cuando solo la oración y tal vez unas pocas monedas para una indulgencia podían determinar un destino; o tal vez sea internet la que alimenta un ansia de clickbait de sustos sanitarios como si fueran películas de miedo.

Sea lo que sea, el momento ha creado una carrera por encontrar a alguien que pueda predecir el futuro, sin necesidad de experiencia. Esta búsqueda de un especialista con bola de cristal se remonta a milenios atrás: el Oráculo de Delfos domina las historias de la antigua Grecia, mientras que los astrólogos y clarividentes han desempeñado un papel similar durante siglos.

Entre los que tienen al menos un poco de experiencia en el mundo científico, tenemos a los meteorólogos, a los analistas bursátiles, a los encuestadores políticos y a los corredores de apuestas de Las Vegas, quienes hacen todo lo que pueden, pero en el análisis final, solo adivinan, por muy acertado que sea el intento.

A esta lista se añadió, incómodamente, una nueva criatura mítica: el experto en salud pública que es capaz de ver el futuro con exactitud y declarar lo que, si es que hay algo, debemos hacer para estar seguros. Se trata de una tarea muy difícil. Llevamos más de dos años y medio de pandemia y nuestras predicciones no parecen mejorar mucho.

Los giros de la pandemia de covid-19 nos han humillado a todos, comprometiendo posiblemente el futuro de la predicción. Predecir lo que puede ocurrir, incluso cuando se conoce un tema a fondo, requiere una extraña mezcla de experiencia, perspicacia, intuición, valentía, si no egoísmo, y gusto por lo dramático. Pero el hecho de que te juzguen repetidamente amenaza con provocar timidez y dilación, los peores rasgos para cualquiera que intente prepararse para el mañana. Si a esto le añadimos los duros vientos en contra proporcionados por una enfurecida minoría antivacunas y anticientífica, la tarea es aún más difícil.

Para los médicos, equivocarse, a menudo y antes de tiempo, forma parte de la rutina diaria. Estamos acostumbrados a ello: una radiografía puede parecer anormal, pero, al repetirla, la zona preocupante resulta ser solo un enredo de vasos sanguíneos. Un infarto que seguramente parece grave se salda con una breve y tranquila estancia en el hospital, mientras que, en otros casos, lo que parece un infarto leve resulta ser mortal una semana después. Cada día tiene sus brutales lecciones.

Pero la sanidad pública es diferente. La relación de un médico con un paciente es un encuentro humano básico anclado en una realidad compartida. En cambio, la relación con un público vagamente definido flota por sí misma sin reglas claras de compromiso. Esta falta de límites conocidos se hace más evidente en la tendencia actual a culpar a los expertos sanitarios, y no a la enfermedad que intentan controlar. O de culparlos por lo que parece una recomendación poco acertada, para criticarlos un día después por los retrasos en su siguiente ronda de recomendaciones.

En cierto sentido, todo esto es esperable; todos culpamos al mensajero con demasiada frecuencia. Pero lo que es menos fácil de entender es esto: una semana después de la burla y el rechazo, el mismo público se apresura a escuchar a los mismos expertos pronunciarse sobre la siguiente amenaza, sea cual sea. Los expertos pueden fallar prueba tras prueba, pero nunca se retiran. Citando la película de Woody Allen “Annie Hall”: “Chico, la comida en este lugar es realmente terrible”. “Sí, lo sé. Y las raciones tan pequeñas”.

Este último paso seguramente es evidente en el informe del virus Langya. Inmediatamente después de la publicación en el New England Journal of Medicine a principios de este mes, surgieron por todas partes consejos para preocuparse o no preocuparse tanto por la propagación de enfermedades zoonóticas. Pronto puede haber más expertos dando consejos que casos identificados.

Adaptarse a la noticia de otro agente patógeno es seguramente inquietante y buscar orientación tiene mucho sentido. Sin embargo, tal vez deberíamos recibir la predicción no como una colección infalible de hechos futuros, sino más bien con la misma mezcla de cautela y esperanza con la que recibiríamos la predicción de un experto en béisbol que, en agosto, tiene la tarea de predecir quién ganará la Serie Mundial en octubre.

O eso, o simplemente deberíamos dejar de pedir a la gente que prediga el futuro. De lo contrario, cada predicción que no da en el blanco, aunque sea ligeramente, solo sirve para erosionar la confianza del público, no solamente en los pronósticos, sino en toda la compleja tarea del control de la pandemia.