Nota del editor: Holly Thomas es una escritora y editora radicada en Londres. Es editora matinal en Katie Couric Media. Tuitea en @HolstaT. Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen exclusivamente a su autora.
(CNN) – Ha pasado más de una semana desde la histórica victoria de España sobre Inglaterra en la final del Mundial Femenino de Fútbol, y la mujer que ahora está en boca de todos no estuvo cerca del terreno de juego aquel día.
La atención ahora se centra en Ángeles Béjar, la madre del suspendido presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), Luis Rubiales. Rubiales fue suspendido por la FIFA, el organismo rector del fútbol mundial, tras dar un beso no consensuado en la boca a la jugadora estrella Jennifer Hermoso en la ceremonia de entrega de medallas.
Rubiales ha descrito el beso como “mutuo”, mientras que Hermoso dijo en las redes sociales que fue “víctima de un acto impulsivo, sexista, fuera de lugar y sin ningún consentimiento de mi parte”. Las ganadoras de España se niegan a jugar con la selección hasta que no desaparezca la actual directiva; la fiscalía española abrió una investigación sobre el incidente y la Federación Española de Fútbol llegó a acusar a Hermoso de mentir (desde entonces, los responsables regionales de fútbol celebraron una reunión de urgencia y pidieron la dimisión de Rubiales).
Indignada por lo que califica de “cacería inhumana y sanguinaria” contra su hijo, Béjar se encerró en una iglesia de la ciudad española de Motril, cerca de Granada, donde prometió permanecer “indefinidamente, día y noche” hasta que se haga justicia. Su protesta supone la escalada más extraña en un conflicto en el que la decisión de un hombre de imponerse a una mujer ha superado el punto álgido de la carrera de esa mujer.
El hecho de que él no ofreciera una disculpa significativa confirma las sospechas de quienes creían que, a pesar de toda la buena voluntad que ha recibido últimamente, el fútbol femenino sigue siendo la hermana pobre del masculino, y hará falta algo más que un cambio cultural superficial para cambiarlo.
El comportamiento retrógrado de Rubiales y su posterior primacía en el ciclo de noticias son especialmente desgarradores teniendo en cuenta lo bien que parecían irle las cosas a este deporte. Como niña de la década de 1990 sin ningún interés particular por los deportes, mis primeras impresiones sobre el fútbol se debieron a la abundancia de jugadores masculinos muy bien pagados que dominaban la escena en aquella época. Mis primeros recuerdos se refieren al entonces legendario jugador británico Paul Gascoigne, conocido como “Gazza”.
Gazza, literalmente embriagado por su milagroso éxito, era famoso por su comportamiento perturbador y a menudo agresivo dentro y fuera del campo, del que ha escrito públicamente en unas memorias y hablado en un documental. Su predominio en las portadas de los tabloides confirmó mis ideas preconcebidas de que su profesión era igualmente brutal: la más adecuada para los hombres aulladores que invadían las gradas el día del partido e inundaban ebrios las calles después. Los ‘hooligans’ del fútbol británico y sus tendencias racistas y a menudo violentas eran infames dentro y fuera del país, pero también formaban parte intrínseca del juego. Sabía que no era bienvenida.
La disposición de los aficionados a perdonar a Gazza, junto con el auge del acrónimo “WAGs” para describir a las esposas y novias de los jugadores, consolidó mi impresión de que el fútbol era un juego para hombres jugado, si era necesario, a costa de las mujeres. Donde yo crecí, en el sur de Inglaterra, el fútbol femenino era un hazmerreír (normalmente homófobo). La FIFA finalmente instituyó la primera Copa Mundial Femenina en 1991 (el primer torneo masculino fue en 1930), pero mientras se interrumpían las clases para ver a la selección inglesa masculina enfrentarse a Brasil en los cuartos de final de 2002, las competiciones femeninas pasaban desapercibidas. Las chicas no jugaban al fútbol en mi colegio, y nunca se me habría ocurrido buscar un partido femenino en mi tiempo libre.
Avancemos unas décadas. En 2015, la selección femenina de fútbol de Estados Unidos se convirtió en el primer grupo de atletas femeninas en recibir un desfile con cinta en la ciudad de Nueva York tras su victoria en el Mundial contra Japón, un honor que se les concedió de nuevo tras su victoria sobre Países Bajos en 2019. Los precios de los traspasos de mujeres, aunque siguen siendo una fracción de los de los hombres, han alcanzado un máximo histórico, y el enfrentamiento entre España e Inglaterra en el Mundial de este año registró cifras récord de espectadores.
El deseo número uno de la sobrina de mi novio era ver un partido de fútbol para celebrar su décimo cumpleaños este verano. Le compró a ella y a la mitad de la familia (y a mí) entradas para el partido de vuelta de semifinales de la Champions femenina entre el Arsenal y el Wolfsburgo. Incluso hace unos años, no habría merecido la pena abrir el estadio para ver el partido, ya que la afluencia de público solía ser lamentable, pero aquella tarde, el aforo de 60.700 localidades, estaba completo. En la fila de enfrente, un hombre estaba sentado con sus dos hijos pequeños animando al Arsenal, una escena encantadora que habría sido impensable cuando yo era niña. Los jugadores recibían las órdenes del árbitro sin quejarse y la templanza que se respiraba en el campo se reflejaba en las gradas; no había insultos a los rivales, ni aplastamientos a la salida.
Todo ello fue innegablemente encantador. Sin embargo, nuestro día de color de rosa solo fue posible porque el costo total de nuestras entradas fue de poco más de US$ 100. En comparación, las entradas para un partido masculino equivalente nos habrían costado cerca de US$ 1.000. Puede que el fútbol masculino sea cada vez más inclusivo y los jugadores menos groseros, pero no hay duda de cuál es el deporte rey.
En los últimos años, el fútbol femenino se ha ganado el corazón del público en una medida sin precedentes, pero es evidente que la popularidad por sí sola no garantiza la igualdad a los ojos de quienes dirigen el espectáculo. La extraña manifestación de Béjar sobre su hijo y las vergonzosas afirmaciones viscerales iniciales de la RFEF en su defensa no tienen nada que ver con la justicia, y todo que ver con el ego.
Si Rubiales se hubiera limitado a pedir disculpas por lo que hizo, habría estado mal, pero al menos habría cedido el protagonismo a la selección española femenina. En cambio, al atrincherarse, ha revelado el corazón misógino que sigue latiendo bajo la piel del fútbol.