La última vez que el presidente chino Xi Jinping y el presidente Joe Biden se reunieron en persona fue al margen de la Cumbre del G20 en Indonesia, el 14 de noviembre de 2022. Crédito: Saul Loeb/AFP/Getty Images

Nota del editor:  Frida Ghitis, exproductora y corresponsal de CNN, es columnista de asuntos mundiales. Es colaboradora semanal de opinión de CNN, columnista del diario The Washington Post y columnista de World Politics Review. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen únicamente a su autora. Ver más opiniones en CNN.

(CNN) – El encuentro del presidente Joe Biden con el líder chino Xi Jinping el miércoles pasado en California marcó la primera vez en exactamente un año y un día desde que los líderes de los dos países rivales con armamento nuclear se vieron en persona.

Mucho ha ocurrido desde aquel día en Bali, Indonesia, el año pasado. Ambos mandatarios tienen una larga y urgente lista de asuntos que tratar, entre ellos dos guerras encarnizadas, un planeta cada vez más caliente y un sinfín de otras cuestiones altamente inflamables.

La idea, o la esperanza de Biden, detrás de la cumbre es que los dos líderes encontraran una forma de gestionar la competencia entre sus países de una manera responsable: grandes potencias, unidas como administradores de un mundo peligroso, trabajando de forma conjunta para evitar que se salga de control.

Al menos, esa era la esperanza.

En la práctica, el objetivo se enfrentaría -y seguirá enfrentando- a un obstáculo casi insuperable, aunque otros más modestos merecen la pena y son alcanzables.

A Biden le gustaría que Xi ayude a bajar la temperatura de las guerras en curso en el mundo y a evitar que estallen otras nuevas. Pero desde el punto de vista de Xi, los conflictos abiertos en la actualidad son perjudiciales para el orden mundial liderado por Estados Unidos y, por tanto, creo que son útiles para su objetivo de ver fracasar a Estados Unidos como superpotencia preeminente del mundo y de hacer posible que China emerja como alternativa.

En una empresa similar al presidente de Rusia, Vladimir Putin, Xi aspira a devolver a su país su grandeza y poder históricos. A medida que China asciende en el panorama regional y mundial, Xi quiere que su sistema autocrático de gobierno gane legitimidad internacional, desafiando la primacía estadounidense.

De hecho, poco después de asumir el poder hace más de una década, ordenó en secreto una campaña nacional contra los valores que calificaba de “occidentales”, como la democracia, los derechos humanos y la libertad de prensa.

En su primera visita de Estado a Estados Unidos en 2015, Xi se puso al lado del entonces presidente Barack Obama y aseguró al mundo que estaba comprometido con el “desarrollo pacífico” y las “relaciones de cooperación con todos los países del mundo”. Apenas dos meses después, dijo a su Comisión Militar Central que “confiar en la labia” no era suficiente y que “en última instancia, todo se reduce a si tienes fuerza y si puedes usar esa fuerza”. Lo que siguió fue una militarización agresiva de las zonas en disputa.

No es casualidad que en las guerras entre Rusia y Ucrania y entre Hamas e Israel las posiciones de Washington y Beijing estén en bandos opuestos. Aunque China intenta ocasionalmente mantener una fachada de neutralidad, no cabe duda de que está alineada con Rusia. Y, cuando Hamas atacó Israel el 7 de octubre, Beijing se negó a condenarlo, incluso antes de que Israel lanzara su contraofensiva.

China también mantiene fuertes relaciones con Irán, cuyo régimen está ayudando a armar a Rusia, y sigue siendo el principal patrocinador de Hamas.

Esa postura, esos estrechos lazos con el Kremlin y con los patrocinadores de Hamas en Teherán, podrían dar a Beijing influencia para poner fin a estas guerras, ambas lanzadas contra aliados de Estados Unidos. En algún momento, China podría utilizar esa influencia para exhibir su poder diplomático y presentarse como un pacificador (una campaña que, según las encuestas, ha fracasado en Estados Unidos).

La perspectiva de separar a Moscú de Beijing, por atractiva que parezca, parece fuera de alcance.

Por ahora, a menos que haya un riesgo inminente de una gran expansión de los conflictos, es probable que detrás de la media sonrisa de Xi se esconda cierta satisfacción al ver que Estados Unidos respalda a dos países enfrentados.

Esto no quiere decir que la reunión del miércoles haya sido inútil. La cumbre es importante y produjo algunos resultados importantes.

El principal fue el reestablecimiento de las comunicaciones entre militares, cortadas el año pasado por Beijing tras la visita a Taiwán de la entonces presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, Nancy Pelosi, que hizo caer en picada las relaciones diplomáticas y puso fin a las cruciales comunicaciones entre las fuerzas militares.

La última vez que el presidente chino Xi Jinping y el presidente Joe Biden se reunieron en persona fue al margen de la Cumbre del G20 en Indonesia, el 14 de noviembre de 2022. Crédito: Saul Loeb/AFP/Getty Images

Dados los movimientos militares cada vez más agresivos de China en las zonas en disputa del mar de China Meridional, esos vínculos son indispensables para evitar un choque involuntario.

Entre los temas abordados en la reunión se encontraban las continuas amenazas e intimidaciones de China a Taiwán, la isla democrática autogobernada que Xi jura someter al control de Beijing; la posible interferencia de Beijing en las próximas elecciones de Taiwán… y en las de Estados Unidos.

Funcionarios de la Casa Blanca afirmaron que Biden tenía la intención de proporcionar “claridad” a Xi, sobre las posiciones de Estados Unidos en relación con Taiwán y la guerra de Rusia contra Ucrania.

Biden probablemente reiteró el continuo apoyo de Irán a Hamas y a otros aliados violentos en el Medio Oriente y reafirmó que Estados Unidos no tolerará una expansión de la guerra. Biden ha dicho a Irán que “no” intensifique el conflicto, y ha insistido en ello enviando dos grupos de portaaviones a la región.

China se encuentra en una buena posición para insistir ante Teherán. Al fin y al cabo, sea cual sea la opinión de Beijing sobre la guerra de Gaza, es poco probable que quiera que un conflicto mucho más amplio perturbe las rutas marítimas y las relaciones comerciales.

Hay otras áreas en las que fue posible progresar. Ambos países están interesados en frenar el calentamiento global, por ejemplo, y podrían colaborar de forma incontrovertible para detener el flujo de fentanilo y sus precursores químicos de China a Estados Unidos.

Luego está la economía mundial. Los líderes de las dos mayores economías del mundo no quieren que se produzca una recesión mundial. El Gobierno de Biden ya ha estado trabajando para convencer a China de que no busca una “disociación” total de las dos economías, aunque esté intentando “reducir riesgos” en su relación económica, tras descubrir el peligro de depender excesivamente de las importaciones chinas.

La economía china está inmersa en una fuerte desaceleración tras décadas de expansión vertiginosa. Para los predecesores de Xi, la expansión económica era el objetivo primordial, alcanzado con un éxito espectacular. Pero por primera vez desde Mao Zedong, China tiene un líder dispuesto a sacrificar el crecimiento económico en aras de objetivos políticos e ideológicos.

Sin embargo, Xi no puede minimizar la necesidad de crecimiento. El contrato social tácito entre el gobernante Partido Comunista Chino y el pueblo de China dicta que el régimen proporciona prosperidad y, a cambio, el pueblo renuncia a sus libertades políticas. Aunque parece firmemente en el poder, ignorar por completo la economía sería demasiado arriesgado para el líder chino.

El mayor obstáculo para una cumbre transformadora es que, desde la perspectiva de Xi, muchos de los problemas del mundo son problemas de Estados Unidos y, por tanto, victorias para China. Aun así, ela cumbre de Biden y Xi logró algunos avances significativos en una reunión que fue importante y necesaria.