Nota del editor: Frida Ghitis, exproductora y corresponsal de CNN, es columnista de asuntos mundiales. Es colaboradora semanal de opinión de CNN, columnista del diario The Washington Post y columnista de World Politics Review. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen únicamente a su autora. Ver más opiniones en CNN.
(CNN) – El anuncio de que Israel y Hamas llegaron a un acuerdo para liberar a unas 50 mujeres y niños que Hamas capturó durante su brutal ataque del 7 de octubre en el sur de Israel, a cambio de una tregua de cuatro días en la operación terrestre y aérea israelí, constituye el primer acontecimiento positivo en seis semanas para algunos familiares de las más de 200 personas secuestradas por el grupo islamista radical que gobierna Gaza.
Y sin duda es una buena noticia para los civiles de Gaza, que agradecerán otros elementos del acuerdo: un aumento de la cantidad de ayuda humanitaria que entra en el enclave y la esperada liberación de 150 presos palestinos de las cárceles israelíes, tres por cada uno de los rehenes liberados, junto con la posible prórroga de la tregua de un día más por cada diez rehenes adicionales.
Sin embargo, el acuerdo no es motivo de alegría absoluta, ni para los palestinos ni para Israel.
La guerra no ha terminado. Y podría decirse que el acuerdo refuerza a Hamas, permitiéndole atribuirse el mérito, recuperar el aliento y reagruparse. Independientemente de lo que sientan los palestinos hacia la organización que desencadenó esta ronda de enfrentamientos, y no oiremos a muchos en Gaza criticar ahora abiertamente a Hamas, no cabe duda de que mientras este grupo siga en el poder, el futuro pinta sombrío para los gazatíes.
Para Israel, este acuerdo tiene un sabor agridulce. Negociar con una organización terrorista que acaba de masacrar y brutalizar a más de 1.000 ciudadanos del país y que sigue comprometida con la destrucción de Israel, confirmando repetidamente ese objetivo, no solo resulta duro de digerir, sino que es un dilema moral y estratégico de primer orden.
Israel ya ha hizo esto antes y pagó un alto precio por ello.
Cuando el cabo israelí Gilad Shalit fue tomado como rehén en 2006, el gobierno acabó intercambiando más de 1.000 prisioneros palestinos de sus cárceles a cambio de su libertad en 2011. Cuando el pálido y delgado Shalit abandonó finalmente Gaza tras media década de cautiverio, uno de los hombres a los que se dejó salir de prisión en el trato fue Yahya Sinwar.
Sinwar es ahora el jefe político de Hamas en Gaza, y se cree que es el cerebro de la operación del 7 de octubre que mató a unas 1.200 personas en Israel, más judíos que en cualquier otro día desde el Holocausto.
Aun así, la decisión de negociar fue la correcta. Israel tiene una larga tradición de hacer todo lo posible por salvar a ciudadanos individuales. Incluso si acaba pareciendo un error en la aritmética de la guerra, con prisioneros intercambiados que acaban matando a más personas que el número de israelíes liberados en el intercambio, hacer el doloroso trato forma parte de la identidad central de la nación.
El trauma del 7 de octubre amenazó con cambiar radicalmente esa tradición. Casi todos los israelíes conocen a alguien que murió o fue secuestrado, o a alguien que perdió a un familiar o amigo ese día.
Los israelíes conocen cada vez mejor el horror de aquel día. No fue solo una masacre; fue un sádico frenesí de asesinatos. Las propias cámaras corporales de los combatientes de Hamas grabaron a sus miembros masacrando a familias enteras. Los investigadores israelíes informaron que habían visto cuerpos de niños pequeños quemados vivos y cadáveres mutilados.
Hay muchos informes de violaciones, e Israel está recopilando pruebas de agresiones sexuales junto con las propias pruebas grabadas en video por Hamas de desmembramientos y decapitaciones. Los israelíes están escuchando a las víctimas y a sus familias. Todo el país está sumido en la ira y el dolor.
No es el tipo de información que persuade a una nación a buscar negociaciones con los perpetradores.
Peor aún, los líderes de Hamas han repetido su promesa de continuar su campaña, prometiendo llevar a cabo misiones similares una y otra vez. Y mientras Israel intenta apartar a Hamas del poder, el sufrimiento de la población de Gaza, atrapada entre Hamas e Israel, se ha vuelto desgarrador, lo que se suma a las dolorosas opciones morales de este conflicto, el equilibrio entre la vida y la seguridad.
Para algunos israelíes de línea dura, había llegado el momento de cambiar el cálculo de rehenes de Israel, de seguir luchando y de negar a Hamas un descanso durante el cual seguramente se reagrupará, volverá a desplegarse y se fortalecerá. Pero sus voces fueron ahogadas por la fuerza de las familias de los rehenes. En cuestión de días tras el ataque, a pesar de su angustia o gracias a ella, las familias consiguieron organizarse en una poderosa fuerza política.
No hay que perderlos de vista. Después de la guerra, seguirán siendo la punta de lanza cuando el pueblo israelí probablemente exija la dimisión del primer ministro Benjamin Netanyahu, bajo cuya mirada Israel sufrió el peor día de su historia.
El destino de Netanyahu no se verá aliviado por este acuerdo, aunque la inmensa mayoría de los israelíes apoye la decisión. Al mismo tiempo, apoyan el objetivo del gobierno de luchar contra Hamas para que ya no pueda amenazar a Israel. Ambos objetivos entran claramente en conflicto. Pero así son los dilemas morales.
La guerra ha sido brutal, porque Hamas se ha incrustado entre la población civil, porque Hamas no ha hecho nada para construir refugios para la gente, construyéndolos solo para sus propios combatientes, y porque se ha permitido a un número limitado de palestinos huir de los combates a los países vecinos.
Egipto, que ha combatido a los radicales en la península del Sinaí, fronteriza con Israel, le preocupa la repentina afluencia de un gran número de refugiados palestinos que entren y conviertan el Sinaí en un escenario para lanzar ataques contra Israel, lo que podría desestabilizarlo. También le preocupa la creación de una nueva población de refugiados a largo plazo, cuyo retorno al territorio controlado por Israel sería incierto.
Tal vez exista una forma de que Israel luche contra Hamas con menos víctimas civiles; no pretendo saberlo. Pero Israel no podía permitir que Hamas, armado y financiado por Irán, siguiera en el poder a las puertas de Israel. No se trata de un Estado palestino. Hamas no está interesado en dos Estados, como nos dice una y otra vez. Quiere destruir Israel, y sus estatutos sugieren que cualquier acuerdo que permita a Israel sobrevivir, “es nulo e inválido”.
Aun así, Israel tuvo que negociar.
Para Israel, los acontecimientos del 7 de octubre trajeron ecos del Holocausto. Y no fue solo por la matanza. También fue porque Hamas se fundó en 1988 sobre un pacto de genocidio. Los líderes de Hamas todavía proclaman sus designios antisemitas y genocidas. “Oh, Alá, trae la aniquilación sobre los judíos”, predicaba un miembro de Hamas unas semanas antes del atentado.
Imagínense tener que negociar con quienes, días después del atentado, a la pregunta de si su objetivo es “la aniquilación completa de Israel”, respondieron “¡Sí, por supuesto!”.
Hamas sigue reteniendo a casi el 80% de los rehenes. Todo este proceso de negociación de una tregua es emblemático de las terribles opciones que han dominado este conflicto desde el día en que los israelíes se despertaron para encontrar a miles de terroristas de Hamas irrumpiendo en sus casas con órdenes de “matar a tanta gente y tomar tantos rehenes como sea posible”.
Esta noticia de la liberación de los rehenes, y la pausa en los combates, y el aumento de los suministros humanitarios, es motivo de alivio para muchas familias, y un respiro para millones de personas. Pero no es motivo de celebración. Es una señal de un profundo dilema moral que seguirá produciendo un profundo sufrimiento humano.