Nota del editor: Bruce Hoffman es investigador principal sobre contraterrorismo y seguridad nacional en el Consejo de Relaciones Exteriores y profesor en la Universidad de Georgetown. Jacob Ware es investigador del Consejo de Relaciones Exteriores y profesor adjunto de la Universidad de Georgetown y de la Universidad DeSales. Este artículo es una adaptación parcial de su nuevo libro, “God, Guns, and Sedition: Far-Right Terrorism in America” (Columbia University Press). Las opiniones expresadas en este comentario son de los autores. Para leer más opiniones visita CNNEE/Opinion.
(CNN) - En los tres meses de van de 2024, parece que las predicciones funestas de violencia política son ya habituales tanto en los extremos del país como en la corriente dominante. El expresidente Donald Trump ha sido quizás el pronosticador más vociferante, advirtiendo que habría “caos en el país” si los cargos criminales en su contra lo llevaran a perder las elecciones de 2024. Hoy en día, incluso procedimientos políticos aparentemente mundanos pueden dar lugar a promesas de violencia. Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos se puso de parte del Gobierno de Biden en enero, permitiendo a los agentes federales de fronteras retirar los alambres de púas instalados por el estado de Texas, algunos funcionarios electos dijeron que era una señal de guerra civil. En su evaluación de amenazas para 2024, el Departamento de Seguridad Nacional pronosticó que, entre otras amenazas, el ciclo electoral de 2024 sería un “acontecimiento clave para posibles actos de violencia…”.
En su libro de 2022, “How Civil Wars Start: And How to Stop Them”, la célebre politóloga Barbara F. Walter sostiene que “estamos más cerca de la guerra civil de lo que a cualquiera de nosotros nos gustaría creer” debido a una mezcla tóxica de extremismo y polarización política, tribalismo social y cultural, la aceptación popular de teorías conspirativas, la proliferación de armas y milicias bien armadas y la erosión de la fe en el Gobierno y en el Estado democrático liberal occidental. Entre los factores clave que cita está el aceleracionismo, que Walter describe como “la creencia apocalíptica de que la sociedad moderna es irredimible y que hay que acelerar su fin para que pueda surgir un nuevo orden”.
El aceleracionismo es abrazado por un espectro de supremacistas blancos, nacionalistas blancos, racistas, antisemitas, xenófobos y militantes antigubernamentales como un toque de clarín a la revolución. Creen fervientemente que el Estado liberal occidental moderno es tan corrupto e inepto que no tiene redención y debe ser destruido para crear una nueva sociedad y forma de gobierno.
Con Occidente supuestamente al borde del colapso, los partidarios del aceleracionismo sostienen que es necesaria una insurrección violenta para empujar a la democracia al abismo y al olvido. Sólo si se acelera su destrucción podrá surgir una sociedad dominada por los blancos y un nuevo orden. Fomentar la división y la polarización mediante ataques violentos contra las minorías raciales, los judíos, los liberales, los intrusos extranjeros y las élites poderosas, y producir así un colapso cataclísmico del orden existente y causar una segunda guerra civil, es, en consecuencia, la especialidad del aceleracionismo.
Pero esta estrategia terrorista forma parte de una larga tradición de violencia extrema y desestabilizadora de extrema derecha. Para entender por qué, y para situar estos acontecimientos en un contexto más amplio, hay que ver el 6 de enero de 2021 como otro hito en una trayectoria que comenzó a finales de la década de 1970 y cobró impulso a lo largo de la década de 1980. Su evolución se ralentizó tras la represión de las fuerzas del orden en todo el país después del atentado de Oklahoma City en 1995, pero cobró un nuevo impulso tras la elección de Barack Obama como presidente en 2008 y la Gran Recesión que asoló al país ese mismo año. Y, posteriormente, en la década de 2010, se convirtió en un arma gracias a las redes sociales y se vio reforzada por la febril retórica y la polarización de la política que seguía dividiendo a Estados Unidos.
Steven Simon y Jonathan Stevenson, dos exmiembros del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos con profundo conocimiento de los conflictos sectarios en Irlanda del Norte y Medio Oriente, han descrito de manera similar una situación en la que Estados Unidos podría fácilmente caer en una guerra civil. El país, escriben, “ahora parece estar en un estado de ‘equilibrio inestable’, un término que se origina en la física para describir un cuerpo cuyo ligero desplazamiento hará que otras fuerzas lo alejen aún más de su posición original”, lo que aumenta el riesgo de que una acción violenta pueda hundir a Estados Unidos en el caos y el desorden que los aceleracionistas tan desesperadamente desean.
La evaluación más sombría, sin embargo, es la del periodista canadiense Stephen Marche que, en su libro de 2022, “The Next Civil War: Dispatches form the American Future”, sostiene que una nueva guerra civil estadounidense es inevitable. “Estados Unidos está llegando a su fin. La cuestión es cómo”. En su opinión, “Estados Unidos está descendiendo hacia el tipo de conflicto sectario que suele darse en países pobres con historias de violencia, no en la democracia más duradera y la mayor economía del mundo”.
Por muy febriles y alarmistas que puedan ser estas afirmaciones, hay más de una pizca de verdad detrás de estos temores. Una encuesta realizada en 2021 por el Centro para la Democracia y el Compromiso Cívico de la Universidad de Maryland y The Washington Post había revelado que casi una cuarta parte de los demócratas y el 40% de los republicanos creen que el uso de la violencia contra el Gobierno es “algo justificado”.
Se trata del mayor porcentaje de encuestados a esta pregunta desde hace más de dos décadas. Estas preocupaciones apenas han disminuido, según una nueva encuesta realizada recientemente tanto por The Washington Post como por el mismo centro de la Universidad de Maryland en 2024. “Los republicanos simpatizan más con los que asaltaron el Capitolio de EE.UU. y son más propensos a absolver a Donald Trump de la responsabilidad del ataque que en 2021”, informaba The Washington Post.
Pero ni las encuestas ni las predicciones son profecías. Si bien creemos que la probabilidad de una guerra civil es relativamente baja —en gran parte porque las divisiones políticas de Estados Unidos ya no caen en categorías geográficas claras como Norte versus Sur, ni se centran en un tema contencioso como la esclavitud—, el país ahora enfrenta otro tipo diferente de amenaza. Frente a las simples diferencias entre estados rojos y azules o entre zonas urbanas y rurales, es potencialmente más probable una forma diferente de violencia, que se manifieste más como terrorismo sostenido y a escala nacional que como separatismo organizado.
Recordemos que Estados Unidos lidera el mundo —con diferencia— en número de armas de fuego en manos privadas. Aunque Estados Unidos sólo representa el 4% de la población mundial, cuenta con aproximadamente el 40% de las armas de fuego del planeta, según Small Arms Survey, un proyecto de investigación independiente con sede en Suiza. Se calcula que en Estados Unidos hay 393 millones de armas de fuego en manos privadas; es decir, más de un arma por persona. De hecho, hay más armas en manos de civiles en Estados Unidos que en los otros 25 principales países del mundo juntos. De hecho, en 2020 se compraron más armas en Estados Unidos —casi 23 millones— que en cualquier otro año del que se tenga constancia. Esta proliferación de armas en manos privadas en Estados Unidos, observan Simon y Stevenson, “hace que la resistencia sin líderes defendida por los teóricos de la milicia de finales del siglo XX y ahora personificada por los Boogaloo Bois antiautoritarios de extrema derecha —los de las camisas hawaianas— sea tanto más practicable”.
De hecho, entre los más fervientes defensores de los derechos de la Segunda Enmienda hay personas que expresan su deseo de una nueva guerra civil. Los derechos sobre las armas también electrizaron el movimiento de las milicias a principios de los años 90 y desempeñaron un papel importante en la motivación de Timothy McVeigh para llevar a cabo el atentado de Oklahoma City en 1995, el ataque terrorista más mortífero en suelo estadounidense hasta el 11 de septiembre de 2001.
Si Estados Unidos evita una guerra civil real, no es difícil imaginar una variedad de oscuros escenarios que abarcan una gama de potencialidades políticamente violentas que desestabilizarían el país, afianzarían aún más las divisiones existentes y desafiarían seriamente la capacidad de nuestro Gobierno para proteger a sus ciudadanos. En su libro de 2023 sobre la erosión de las normas democráticas en Estados Unidos, el entonces presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, Richard Haass, planteó la posibilidad de que Estados Unidos se enfrentara a una versión de los antiguos “Problemas” de Irlanda del Norte.
“Si existe un modelo de lo que debemos temer”, advierte Haass, “procede de Irlanda del Norte y los ‘Problemas’, la lucha de tres décadas que comenzó a finales de los años 60 y en la que participaron múltiples grupos paramilitares, policías y soldados y que se saldó con unas 3.600 muertes y una fuerte reducción de la producción económica local”. Destacados supremacistas blancos estadounidenses, que desde hace tiempo se cuentan entre los principales defensores de la guerra civil y la sedición, han citado el ejemplo norirlandés y la organización terrorista preeminente de la provincia, el Ejército Republicano Irlandés (IRA), como dignos de emulación. “Pronto se extenderá nuestra propia versión de los ‘Problemas’”, escribió Robert Miles, uno de los primeros líderes de la violenta extrema derecha clandestina estadounidense, bajo su nombre en clave nórdico “Fafnir”, en un foro en línea de los años 80. “Los patrones de operaciones del IRA se verán por toda esta tierra. […] Pronto, Estados Unidos se convertirá en Irlanda recreada”.
A pesar de la certificación finalmente exitosa de las elecciones presidenciales de 2020; de las detenciones de más de 1.000 alborotadores que participaron en el asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021; de las declaraciones de culpabilidad o condenas de al menos la mitad de esos casos; y de los acontecimientos mayoritariamente pacíficos en torno a las elecciones de mitad de mandato de 2022, la amenaza del terrorismo de extrema derecha en Estados Unidos continúa.
Dada la larga trayectoria histórica que culminó en los sucesos del 6 de enero, la continua proliferación y omnipresencia de las teorías conspirativas y el creciente racismo, antisemitismo y xenofobia que se han incorporado a la corriente principal del discurso político y social en Estados Unidos, junto con las armas fácilmente accesibles, no puede descartarse ni ignorarse la posibilidad de que se produzcan nuevos actos de violencia doméstica por motivos políticos, incluidos tiroteos masivos, ataques contra infraestructuras críticas, atentados con bomba y otros ataques.