Ebrahim Raisi, presidente de Irán.

Nota del editor: Frida Ghitis, exproductora y corresponsal de CNN, es columnista de asuntos mundiales. Es colaboradora semanal de opinión de CNN, columnista del diario The Washington Post y columnista de World Politics Review. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen únicamente a su autora. Ver más opiniones en CNN.

(CNN) – El tono oficial de los medios de comunicación iraníes, controlados por el Estado, fue grave y triste el domingo por la noche, mientras los equipos de búsqueda se esforzaban por llegar a los restos del helicóptero en el que viajaban el presidente Ebrahim Raisi, de 63 años, y otros altos cargos, que se había estrellado contra las montañas en medio de una niebla espesa.

Por momentos, sin embargo, se vieron fuegos artificiales en el cielo, un recordatorio de que Raisi, y el régimen que controla la República Islámica de Irán con creciente crueldad, son repudiados por amplios sectores de la población.

En las redes sociales, los jóvenes iraníes se alegraron de lo que pronto se confirmaría como la muerte de los extremistas de línea dura Raisi, el ministro de Relaciones Exteriores Hossein Amir Abdollahian y otros, ejecutores de un régimen que ha aplastado sus libertades.

En las próximas horas, semanas y meses, los centros de poder de Irán se enzarzarán sin duda en encarnizadas luchas internas por los puestos clave, mientras la República Islámica elige a un nuevo presidente, el segundo cargo más poderoso del país, y construye los alineamientos que determinarán quién se convierte en el próximo líder supremo, el hombre que sucederá a Alí Jamenei, de 85 años, obteniendo la autoridad última y absoluta.

Raisi, fiel seguidor de Jamenei, era uno de los favoritos para ese cargo. Por tanto, su muerte no solo deja vacante el puesto número 2, sino que también desata la contienda por el máximo cargo.

En esta batalla crucial sobre el futuro de Irán y sobre quién lo dirigirá potencialmente durante años, si no décadas, llama la atención que millones de iraníes, quizás incluso la mayoría del pueblo, no tengan voz ni nadie que represente sus opiniones.

Este momento de cambio interno llega en un momento tenso. Medio Oriente observa con ansiedad cómo Israel y Hamas se enfrentan en Gaza. Hamas, una de las milicias respaldadas por Irán, está recibiendo el apoyo de otros grupos armados con estrechos vínculos con Irán: Hezbollah en el Líbano y los hutíes en Yemen, todos los cuales se oponen a la existencia de Israel. En medio de los temores de que la guerra de Gaza se convierta en una confrontación regional, Irán es un actor clave.

Hace apenas unas semanas, Irán tuvo su primer enfrentamiento directo con Israel, lanzando cohetes y misiles después de que Israel atacara el complejo de su embajada en Damasco. El mundo contuvo la respiración ante el enfrentamiento entre las dos potencias regionales. La escalada se apagó sin llegar a mayores.

Irán es también un actor importante en la guerra de Rusia contra Ucrania, al proporcionar al Kremlin cantidades masivas de drones militares que ha utilizado para atacar a los ucranianos, y se ha convertido en parte de un naciente bloque de naciones antioccidentales junto con Rusia, China y Corea del Norte.

La reorganización del poder en Teherán es también de gran interés para los países árabes. Arabia Saudita, que ha sido tradicionalmente rival de Irán, estará observando muy de cerca.

Pero es dentro de Irán donde se desarrollará la lucha por el poder y donde su impacto se sentirá más directamente.
Es poco probable que las maquinaciones internas produzcan un cambio significativo en su postura hacia Occidente o hacia la propia población del país.

Es de esperar que los clérigos y las fuerzas de seguridad –el ejército y el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán (IRGC)– compitan por ver quién se hace con el poder, y que los partidarios de línea dura de ambos grupos intenten imponerse.

Las posibilidades de que surja un Irán más amable y gentil tras las nuevas elecciones presidenciales que se celebrarán dentro de 50 días son prácticamente nulas. Los moderados, los reformistas, los liberales y los partidarios de la democracia han ido perdiendo su influencia dentro del régimen.

La pretensión de legitimidad democrática de la República Islámica dentro de su sistema mixto de gobierno clerical y electo se evaporó tras las elecciones amañadas de 2021 que llevaron a Raisi al poder.

Hace años, las elecciones iraníes, por muy restringidas que fueran, tenían algo de veracidad. De vez en cuando salía elegido un reformista. Ya no. Raisi, muy poco carismático, se presentó en 2017 y perdió. En 2021, el régimen descalificó a todos menos a siete de los casi 600 posibles candidatos, dejando a Raisi solo en un campo poco competitivo, asegurándose de que ganara la opción elegida a dedo por Jamenei.

Aun así, los iraníes enviaron un mensaje electoral. Ganó, pero la mayoría de los votantes anularon sus votos o se quedaron en casa, con la participación más baja de la historia de la República Islámica.

Sabían quién era Raisi. Se había hecho un nombre desde los primeros días de la revolución, enviando a miles de presos políticos a la muerte en ejecuciones masivas como parte de las llamadas “comisiones de la muerte” de cuatro miembros en 1988, que daban a los presos la opción letal de limpiar campos de minas para el ejército, según Amnistía Internacional. Los que se negaron fueron ejecutados.

Tras las elecciones de 2009, en las que se creía que había ganado un candidato reformista al que el régimen negó la victoria, Raisi desempeñó un papel decisivo en la violenta represión contra los manifestantes del llamado Movimiento Verde.

Más tarde, se convirtió en jefe del poder judicial, donde supervisó el endurecimiento de las restricciones y la brutal represión de las protestas prodemocráticas y contra el régimen de 2019.

Estados Unidos lo sancionó por su papel en la “opresión interna y externa del régimen”.

Tras ganarse el respaldo del líder supremo en parte por su lealtad y su voluntad de imponer el control a cualquier costo, se convirtió en presidente en 2021. Al año siguiente, cuando Mahsa Amini murió tras ser detenida por la policía religiosa que consideró que su cabeza cubierta no era lo suficientemente modesta, estalló un nuevo levantamiento popular en todo el país.

Las mujeres rechazaron el hiyab obligatorio al grito de “Mujeres, vida, libertad”. Raisi supervisó la represión de las protestas pacíficas en lo que las organizaciones de derechos humanos calificaron de “tsunami de tortura”, con decenas de miles de detenciones y cientos de ejecuciones arbitrarias.

Ahora Raisi ha muerto y lo más probable es que sea sustituido por otro partidario de línea dura.

Para los iraníes que celebraron su deceso, excluidos de la planificación del futuro de su país, el único consuelo es que ningún régimen dura para siempre. Su revolución sigue aplazada, mas no cancelada.