Joe Biden, durante una actividad de campaña en Filadelfia, Pensilvania.

Nota del editor: Roberto Izurieta es director de Proyectos Latinoamericanos en la Universidad George Washington. Ha trabajado en campañas políticas en varios países de América Latina y España y ha sido asesor de los presidentes Alejandro Toledo de Perú, Vicente Fox de México y Álvaro Colom de Guatemala. Izurieta es analista de temas políticos en CNN en Español.

(CNN Español) – Los demócratas están muy preocupados. Temen que el elevado número de aspirantes que se disputan la candidatura presidencial —más de 20— afecte negativamente las probabilidades de vencer a Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2020. Una propuesta política tan fragmentada con frecuencia asusta al público. Por ejemplo, en Ecuador, en ciertas elecciones (como las de Quito el mes pasado), esa preocupación es muy real. Pero no todas las elecciones son iguales. La gran diferencia en el caso de EE.UU. es que el sistema de elección abierta (en el que pueden participar todos los que lo deseen), consecutiva (Estado por Estado) y larga permite que el proceso electoral se realice de manera ordenada.

Soy de los pocos que considera que el hecho de que existan más de 20 aspirantes a la candidatura presidencial del partido demócrata no es necesariamente malo, siempre y cuando el proceso de selección permita que los candidatos tengan la oportunidad (y el tiempo) de darse a conocer y que los votantes tengan tiempo de tomar una decisión informada. No fue el caso de Quito, porque la elección más reciente, por restricciones legales impuestas en por el Gobierno de Rafael Correa, estaba diseñada para que la campaña electoral tuviera el mínimo impacto en el resultado (y así aumentar sus posibilidades permanentes de reelección) y para ejercer control sobre el proceso y su resultado y así lograr el control político. EE.UU. no tiene esa distorsión en su proceso electoral.

Lo escribí analizando la última elección de Colombia: se necesita buscar un proceso abierto (entra y compite el que quiera), secuencial como el de EE.UU (no hay un solo día de elecciones, hay muchos: Estado por Estado) y relativamente largo (tan largo como lo permitan los recursos que cada candidato haya recaudado. En general, dos años). Un sistema electoral diseñado de esta manera permite al público conocer a los candidatos nuevos y elegir al mejor. Sin embargo, es muy común encontrar en América Latina procesos cortos y asfixiantemente controlados (el presupuesto de campaña permitido y asignado en la elección de Quito estoy seguro que no llegaba ni a los 200.000 dólares. La campaña, que dura menos de dos meses, produce cualquier resultado, O sea, es raro que gane el mejor). En EE.UU., por el contrario, la campaña electoral puede ser tan larga como lo permitan los fondos recaudados por el candidato. Cuando las campañas son cortas y sin presupuesto, la elección se vuelve simplemente en una competencia para establecer qué nombre tiene mayor reconocimiento y , lastimosamente, los nombres más reconocidos son de actores, deportistas, periodistas, personajes escandalosos o de aquellos que desde el sistema político o de justicia prometen erradicar la corrupción cuando en realidad están buscando fortalecer sus propias carreras políticas.

Y aquí viene otra gran diferencia: en EE.UU., el dinero es una medida de valor y, como tal, algo positivo. En muchos países de América Latina, el dinero es malo per se, es más bien una referencia de corrupción, ambición y abuso de poder. En este sentido, no se puede operar como sociedad asumiendo que todos son malos; no se puede legislar asumiendo que todos quieren robar, porque si lo hacemos, lo único que lograremos es que las operaciones legales se vuelvan tan engorrosas que impidan emprender cualquier actividad lícita: incluyendo la electoral.

En consecuencia, cuando el sistema electoral es abierto, secuencial y largo, como en EE.UU., le da oportunidad a un candidato como el alcalde Pete Buttigieg (a quien sólo conocen los residentes del pueblo del que es alcalde), sea conocido a nivel nacional y eso es muy bueno y sano para la democracia. También permite que mujeres como la senadora Elizabeth Warren recuerde o de conocer la historia de su labor legislativa que ha sido cumplida con seriedad y compromiso con sus causas. También como la senadora Kamala Harris, cuya lucha fuerte y decidida en oponerse al presidente Donald Trump ha sido aplaudida por todos aquellos en la base demócrata que consideran que esa era su tarea principal. O quizás para aquellos que ven al senador Bernie Sanders como un defensor de grandes causas (versus otros que lo ven como un promotor melancólico de supuestas glorias de la izquierda socialista, incluyendo el legado de Hugo Chávez). Como dicen en Ecuador, “de todo hay, como en botica”. Y eso es positivo.

Lo que no sería positivo es que los aspirantes se dediquen a destruirse mutua y secuencialmente en una lucha despiadada y miope por el poder. Como en toda competencia, hay normas de comportamiento que todos deben cumplir; romper esa regla convierte la contienda en una pelea callejera. ¿Quién determina las normas y juzga a quienes las violan?: ¡los votantes! Siendo así, la civilidad de esa competencia dependerá del nivel de educación y compromiso real con los principios democráticos de cada uno de los contrincantes y del público que los rechaza o los premia.

Pero más allá de la madurez democrática que el público manifieste, un aspecto muy importante en todo proceso electoral es saber leer bien las encuestas. Por supuesto, cuando las revisamos, la gente dice que vota por tener un mejor empleo, un buen sistema de salud (o tener al menos uno mediocre cuando no existe), seguridad y educación de calidad. Totalmente de acuerdo, pero la vida, sobre todo en momentos de estrés, es más real que aspiracional. O sea, que la base electoral del Partido Demócrata quiere una cosa y principalmente una cosa: que Donald Trump no gane en 2020. Para conseguir este objetivo, la mayoría de los votantes de una elección interna está dispuesta a renunciar a muchas de sus aspiraciones: tener un candidato joven y elocuente como el alcalde Pete Buttigieg, o a una mujer en la presidencia (¡ya es hora!). Están dispuestos a alinearse con un candidato que tenga la mayor probabilidad de ganar, o mejor dicho, de ganarle a Trump.

El trabajo del buen encuestador o analista es tener la capacidad de poner en una balanza todas esas respuestas/variables (racionales y emocionales) y estimar el resultado final de esa compleja suma y resta de opciones. En otras palabras, lo que hacemos es una apuesta. Una apuesta sobre lo que queremos para nuestro futuro inmediato y sobre quién queremos que lidere ese proceso. En este caso, considero que la elección primaria/interna demócrata será más corta de los que muchos creen porque el gran motor de esa decisión para la mayoría de los votantes del Partido Demócrata es claro y unitario: ganarle a Donald Trump. En este aspecto Joe Biden le lleva una gran ventaja a sus contrincantes. La gran ventaja de Biden no está solo en el gran reconocimiento de su nombre, sino en su potencial para vencer a Trump.