Nota del editor: David Axelrod, comentarista político de CNN y presentador de “The Axe Files”, fue asesor principal del presidente Barack Obama y estratega jefe de las campañas presidenciales de Obama en 2008 y 2012. Las opiniones expresadas en este comentario pertenecen al autor. Ver más artículos de opinión en CNNe.com/opinion
(CNN) –– En los últimos y furiosos días de su campaña de reelección, el presidente Donald Trump convirtió frecuentemente sus mitines públicos en sesiones de terapia personal, en las que el presidente asediado y amargado lamentó lo que podría haber sido.
“Hace cuatro o cinco meses, cuando comenzamos todo esto antes de que llegara la plaga, lo había logrado, no iba a ir a [la ciudad] de Erie”, le dijo Trump a una multitud a fines de octubre en Pensilvania, un estado en disputa. “Los habría llamado y habría dicho, ‘Oye, Erie, si tienes la oportunidad, sal y vota’. ¡Teníamos esto ganado!”.
Las autopsias que analizan por qué Trump es el primer presidente en 28 años que pierde la reelección pueden incluir al covid-19, como la causa más próxima. Pero eso es solo una parte de la historia.
Igual que un paciente con una enfermedad crónica, la desaparición política de Trump no fue causada por el coronavirus. Trump perdió por las deficiencias de carácter y de liderazgo ––subyacentes y conocidas–– que tuvo al ser el primer presidente de reality show que ha tenido Estados Unidos.
Donald Trump derrotó al propio Donald Trump.
Incluso antes de la pandemia, muchos estadounidenses ya estaban agotados del acto de Trump. Incluidos sus aparentemente interminables tuits, rabietas y teorías de conspiración que dominaban sus días y los nuestros. También las batallas mezquinas en las que parecía deleitarse, mientras el caos reinaba a su alrededor. Además, la inclinación por mentir de manera tan habitual que impulsó una industria de verificadores de datos. Igualmente, la vanidad de su ensimismamiento y la sorprendente falta de empatía por los demás o la aparente falta de seriedad o interés en la esencia del cargo. También, el descarado desprecio por las reglas, normas, leyes e instituciones básicas de la democracia. Y, quizás lo peor de todo, sus desagradables y divisivas apelaciones al racismo y el supremacismo blanca.
Trump es el primer presidente en la historia de las encuestas que nunca logró una calificación de aprobación positiva mientras estuvo en el cargo. Este indicador ha sido, históricamente, el más confiable para predecir el voto por la reelección de un presidente. (En las encuestas a boca de urna este martes, los estadounidenses le dieron a Trump un índice de aprobación del 47%).
Desde el momento en que descendió por las escaleras mecánicas doradas de la Torre Trump en 2015 y se sumergió en la política nacional con una diatriba antiinmigrante, Trump vio un camino al poder en la energía cruda de la división racial y cultural.
Este martes, Trump cosechó la recompensa de su política incendiaria. Ganó millones de votos más que hace cuatro años al generar una ola de apoyo en pueblos pequeños y áreas rurales. Lo que llevó a los republicanos a tener una actuación inesperadamente fuerte en varias contiendas.
Pero también se enfrentó a la versión política de la Tercera Ley de Newton: por cada acción, hay una reacción igual y opuesta.
Trump no solo enardeció su propia base. También inspiró una coalición masiva de estadounidenses decidida a poner fin a su gobierno tormentoso y divisivo. Joe Biden se planteó desde el principio como el antídoto para la política radical de Trump: un sanador, no un divisor. Y, este martes, Biden ganó más votos que cualquier otro candidato presidencial en la historia. Además de acumular enormes márgenes en las ciudades y áreas suburbanas donde vive la mayoría de los estadounidenses. Biden unió a una amplia coalición de mujeres, minorías y jóvenes. Los suburbios, que alguna vez fueron un bastión del apoyo republicano, se volvieron contra Trump.
Y Biden, un católico irlandés moderado del corazón industrial de Pensilvania, ganó más votantes hombres, tanto ancianos como de la clase clase trabajadora, y votantes blancos que Hillary Clinton hace cuatro años.
Con todo eso, es difícil recordar que a principios de 2020, el implacable Trump era el favorito de las apuestas ––si no de las encuestas–– para ganar la reelección. La economía era fuerte y estaba creciendo, un gran beneficio para un presidente que buscaba un segundo mandato. Trump había escapado del juicio político con una absolución del Senado, se jactaba de un tesoro de guerra prodigioso, mientras los demócratas rebeldes seguían buscando a su candidato.
Luego llegó el covid-19 y llevó al país a una crisis.
Si Trump hubiera manejado el virus de manera diferente desde el principio, si hubiera seguido la ciencia y se hubiera nivelado con el país sobre la amenaza y los sacrificios que requería; si hubiera sido el líder de “tiempos de guerra” al que hizo una breve alusión en marzo o incluso si hubiera salido de su propia batalla con el covid-19 hace unas semanas con mayor humildad y empatía por el sufrimiento, tal vez podría haber sobrevivido a la crisis.
En cambio, no pudo resistir el impulso familiar de aprovechar la crisis y utilizarla como una oportunidad más para dividir. Enmarcando el esfuerzo por dominar el virus como una batalla entre los estadounidenses comunes y corrientes que él pretende defender y los científicos y demócratas de élite que, según su relato, querían “cerrar” innecesariamente el país, Trump encabezó la resistencia contra sus propios expertos en salud pública.
Su cálculo aparente era que la gente se cansaría de las dificultades que esto implicaba, y no quería llevarse la culpa. Trump no quería estrangular la economía sobre la que planeaba buscar su reelección, aunque el virus por sí mismo lo haría. Sabía los pasos necesarios que enardecerían, especialmente, a su base antigubernamental. Entonces, después de aceptar a regañadientes un breve régimen de cierres parciales y distanciamiento social en la primavera, declaró que la misión se había cumplido. Por lo que instó prematuramente a volver a la normalidad.
Trump y sus aliados hicieron del uso de máscaras y del distanciamiento social un tema partidista. Él instó a la rebelión contra los gobernadores demócratas que impusieron precauciones de seguridad en sus estados. Transformó seis semanas de reuniones informativas sobre el coronavirus en la Casa Blanca en un teatro polémico y, a veces, extraño. La crisis hizo evidente el costo de su enfoque caótico e inconexo de gobernar. Justamente, los casos de coronavirus se dispararon y más de 230.000 estadounidenses perdieron la vida. Además, millones perdieron sus sustento. Para el día de las elecciones, el país establecería nuevos récords de infecciones.
Y en medio de esas crisis superpuestas llegó otra.
Cuando George Floyd, un hombre negro, murió luego de que su cuello fuera presionado por la rodilla de un policía de Minneapolis durante el Día de los Caídos, el video sorprendió a muchos en todo el país. Pero en lugar de tratar de sanar a EE.UU., Trump reaccionó a las protestas multirraciales en gran parte pacíficas en todo el país al aprovecharse de actos aislados de disturbios y vandalismo para avivar el miedo y declararse presidente de la “ley y el orden”.
Biden se incorporó a la contienda electoral desafiando a Trump por mimar a los supremacistas blancos. Y nunca se apartó de un mensaje de unidad y reconciliación. Pero con el virus, la empatía palpable de Biden ––nacida de su propia pérdida y dolor–– adquirió un nuevo poder. Su casi medio siglo de experiencia en el gobierno, que Trump y su campaña consideraron una vulnerabilidad, demostró ser una fortaleza. Justo en un momento en que la gente está desesperada por una respuesta competente a la pandemia.
Tras perder dos veces la carrera por la aspiración presidencial, y en las etapas finales de su larga trayectoria, este fue el momento de Biden. Y, en últimas, el presidente que puso todas sus fichas en la política de la división y la practicó con una ferocidad incesante, descubrió sus límites.
El virus no mató la reelección de Trump. Él mismo lo hizo, al recordarle a la mayoría de los estadounidenses una vez más a través de su manejo de la peor pandemia en un siglo, lo costoso que puede ser tener un presidente de un reality show agotador.