Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y su libro más reciente, “America Through Foreign Eyes”, fue publicado por Oxford University Press en 2020.
(CNN Español) – Todos los Estados enfrentan resistencias cuando intentan aumentar impuestos. En ocasiones, a pesar de la renuencia de todas las sociedades a pagarlos, los Gobiernos logran su cometido, no sin desgaste. Otras veces fracasan rotundamente, no tanto por las deficiencias técnicas de su propuesta, sino por la carencia de capital político o de legitimidad, o una cronología inadecuada, o una sociedad demasiado incrédula, cínica o desconfiada. Todo esto –y mucho más– le ha sucedido al Gobierno del presidente Iván Duque en Colombia. Es un caso casi de manual de cómo las mejores intenciones gubernamentales pueden desembocar en los peores desenlaces.
La pandemia costó mucho en vidas, lesiones, años escolares perdidos y dinero: grandes cantidades de recursos. Algunos países del mundo y de América Latina le inyectaron enormes sumas a sus economías para paliar los efectos de los cierres por la pandemia. Otros gastaron menos, decrecieron más y padecieron consecuencias económicas y sociales mayores.
Colombia se ubica en un rango intermedio. Su economía cayó 6,8% en 2020: menos que México, Argentina y Perú, pero más que Brasil, Chile o Estados Unidos. Su esfuerzo fiscal (un déficit de casi 8% del PIB) fue mayor también que el de México y Chile, pero inferior al de Brasil o Perú.
La expectativa de recuperación para este año no era mala; se esperaba un regreso casi completo a los niveles de 2019 para fines de este año. Los resultados en materia de salud se ubican igualmente en un lugar mediano entre los países de la región. Sufrió menos muertos por habitante que México, Brasil y Perú, aunque más que Chile y Uruguay. En otras palabras, el Gobierno nacional no fue el mejor de la región pero tampoco el peor. No obstante, los estragos fueron dramáticos: 3,6 millones de personas cayeron en extrema pobreza, y más de medio millón de negocios cerró sus puertas.
En vista del boquete fiscal causado por el gasto durante 2020 y del consiguiente deterioro en la posición crediticia del Estado colombiano, Duque decidió lanzar una reforma tributaria significativa a principios de abril. Se trataba de un esfuerzo equivalente a dos puntos del PIB, algo considerable en un país con una recaudación muy baja, de las más pequeñas de la OCDE (como 19,7% del PIB).
Duque buscaba extender el Impuesto al Valor Agregado (IVA) a un número significativo de productos hasta entonces exentos, sobre todo algunos alimentos, servicios públicos, energía y gas domiciliario, y reducir el monto de los ingresos a partir del cual se debe causar Impuesto Sobre la Renta (ISLR). Procuraba también elevar ese impuesto a los contribuyentes más ricos, establecer temporalmente una tasa sobre la riqueza y consolidar algo parecido a un ingreso básico universal (IBU).
Dicho de otro modo, Duque propuso una reforma fiscal importante, pero a mi parecer no desmedida, impulsada por motivos sensatos, equilibrada entre sus aspectos progresivos (IBU, ISLR) y regresivos (IVA), incluyendo una devolución del IVA a los hogares más pobres. Pero no contó con algunos factores que la condenaron rápidamente al fracaso: desde un principio, 80% de los colombianos la desaprobaban.
Esta primera reforma fiscal en la América Latina de la pandemia (junto con un impuesto patrimonial provisional en Argentina) era también la tercera del Gobierno de Duque; llovía sobre mojado. Se proponía con el trasfondo de las movilizaciones estudiantiles, y en general de 2019, que fueron mal contenidas por el Gobierno. La lanzaba un presidente a poco más de un año de terminar su mandato, en un país donde ya no hay reelección.
En teoría, este último factor no debía ser necesariamente negativo. Un presidente que ya va de salida no tiene por qué preocuparse de las consecuencias electorales de sus decisiones, salvo si quiere proteger a un sucesor de su partido, que siempre podrá deslindarse del predecesor. Había una cierta lógica en el comportamiento de Duque, y de cualquier manera la pandemia y el estado de la economía no le permitían mucho margen.
El hecho es que la reforma despertó una protesta generalizada en las calles y en los sindicatos, en el Congreso y en los medios, entre estudiantes y pensionados. Al igual que con las manifestaciones de finales de 2019 en Chile y Colombia, las dos mejores policías de América Latina –Carabineros y la Policía Nacional– se revelaron incapaces de controlar sin reprimir, de reprimir sin matar y ultrajar, de contener sin brutalidad. Su formación y equipo resultaron altamente defectuosos para coyunturas como las que vivieron esos países, entonces y ahora. Cuando la policía se vio rebasada, Duque ordenó la intervención del Ejército, agravando una situación de por sí grave.
Pronto, las protestas dejaron de dirigirse contra la reforma –retirada por Duque a finales de abril– y se centraron en condenar la represión, combatir la desigualdad y exigir un mejor manejo de la pandemia. El presidente asediado propuso un diálogo con todos los sectores; algunos han aceptado, otros todavia se muestran renuentes. Mientras las movilizaciones siguen, la brutalidad represiva persiste y el número de muertos crece, alcanzando cifras desconocidas e intolerables para protestas callejeras.
A un poco más de un año de los comicios presidenciales, la crisis parece entregarle una ventaja difícil de superar a Gustavo Petro, el candidato de izquierda de la última elección –obtuvo 42% del voto– que encabeza la coalición Colombia Humana. En un país tradicionalmente conservador, el que un candidato de izquierda –que a mi parecer es casi chavista– pueda llegar a la presidencia ilustra la profundidad de la crisis colombiana y la magnitud del descalabro de Duque. No obstante, detrás de estas consecuencias coyunturales, algo más profundo afecta a Colombia y a muchos otros países de América Latina.
Existe una creciente desconexión entre representados y representantes, entre sociedades y clases políticas, entre expectativas y las condiciones materiales de su realización. Las protestas en Chile inauguraron la expresión de esta desconexión, en el país más rico de la región y el que mayor progreso económico había logrado durante el último cuarto de siglo. La gente quiere más, pero no acepta pagar el costo de los mecanismos inevitables para tener más. Los gobernantes no logran acuerdos básicos a favor de reformas –fiscales, de educación, de salud, de seguridad, de instituciones– y los ciudadanos no encuentran gobernantes que “los escuchen”. Pero si los escucharan no podrían gobernar, y si gobernaran con responsabilidad, la gente gritaría como en la Argentina de 2002: “¡Que se vayan todos!”.
Quizás la solución chilena –una asamblea constituyente que redacte una nueva constitución– sea útil para otros países, aunque Colombia ya lo hizo en 1991. Otra opción –la democracia deliberativa como en Irlanda, para el aborto– podría asimismo contribuir a cuadrar el círculo. En todo caso, lo que muestra la debacle colombiana es que lo que suele llamarse gobernabilidad proactiva en América Latina se ha desvanecido. Se puede administrar, no reformar. Pero sin reformar, el lamentable statu quo latinoamericano se perpetuará.