Nota del editor: Natalia Antelava (@antelava) es cofundadora y editora en jefe de Coda Story, que informa sobre las raíces de las crisis globales, incluidas las campañas de desinformación en la antigua Unión Soviética. Es excorresponsal de la BBC. Las opiniones expresadas en esta columna pertenecen a la autora. Lee más opiniones en CNNEE aquí.
Tbilisi (CNN) – Este aterrador conflicto en Ucrania, que cambiará el mundo, no comenzó en 2022. Tampoco en 2014. Empezó hace una década y media cuando Rusia invadió Georgia y se salió con la suya.
“¿Recuerdas el botón rojo?”, me escribió un amigo en un mensaje de texto cuando las primeras bombas rusas cayeron sobre Kyiv. En la región a la que Rusia ha colonizado y atormentado durante siglos, todos recuerdan el botón rojo del “reinicio”: el regalo de un nuevo comienzo ilusorio que Hillary Clinton le entregó al ministro de Relaciones Exteriores de Rusia Sergey Lavrov durante su reunión en Ginebra 2009.
Por entonces, se había evitado la invasión de la capital de Georgia, Tbilisi. Pero, con el 20% de su territorio ocupado por Rusia, la soberanía del país quedó peligrosamente maltrecha. El gobierno de Georgia, el aliado más cercano de Estados Unidos fuera de la OTAN en la región, advertía sobre una nueva guerra híbrida. Pero después de todo el trauma de las aventuras extranjeras de Bush, Estados Unidos estaba ansioso por seguir adelante.
Cuando Hillary Clinton le entregó a Lavrov el botón rojo, los titulares mundiales se centraron en el divertido hecho de que los estadounidenses escribieron mal la palabra “reinicio” en ruso y eso hizo reír a Lavrov. Pero la región se quedó sin aire: todos los que han experimentado la opresión de Rusia sabían que lo que realmente agradó a Lavrov era que Moscú se saliera con la suya.
Durante los siguientes 14 años, esto sucedería una y otra vez. Muchos de nosotros, incluyéndome, no pensamos que Putin lanzaría una invasión de esta escala contra Ucrania. Millones de nosotros ––ucranianos, moldavos, georgianos, sirios, armenios y azeríes–– hemos participado en simulacros generales para el espectáculo de terror que el Kremlin ha desatado ahora. Y sabemos que no tenía por qué llegarse a esto.
El manual de tácticas que Putin ha usado para reconstruir su imperio siempre fue rudimentario. Los supuestos antagonistas siempre fueron una población oprimida y un gobierno “fascista” respaldado por Estados Unidos.
De Georgia a Ucrania: Rusia se ha salido con la suya desde entonces
Pero con cada simulacro Putin modifica algo de la obra. En Georgia en 2008, los soldados de Putin tenían las botas sucias y los tanques oxidados. Sin embargo, fue la primera vez que puso a prueba sus ahora infames ataques cibernéticos. Se salió con la suya.
Cuando las tropas rusas llegaron a Crimea seis años después, tenían botas nuevas y relucientes. También uniformes nuevos inspirados en las fuerzas especiales estadounidenses. Y Putin, fresco después de su triunfo en los Juegos Olímpicos de Sochi, estaba más confiado que nunca. Mintió a una escala que nunca antes habíamos visto, diciéndole al mundo que los soldados rusos no eran soldados rusos, y luego anexó Crimea. Se salió con la suya.
Luego vino Donbás y Siria, la injerencia en las elecciones de Estados Unidos, los asesinatos de Salisbury y el envenenamiento a Navalny. Y cada vez que se salía con la suya conocíamos a un nuevo Putin: más brutal en casa y más audaz en el exterior.
Estados Unidos y Europa gastaron millones en contrarrestar la desinformación rusa. Pero desacreditar su propaganda no fue suficiente para contrarrestar las narrativas que Putin había impulsado utilizando poderosas redes de medios multimillonarias que siguió construyendo, en casa y en el extranjero.
Esta red ––que incluía grandes nombres como RT y Sputnik, pero también cientos de pequeños sitios web y canales de redes sociales–– aprovechó magistralmente los temores existentes y las quejas legítimas de cada audiencia a la que se dirigía.
La invasión de Estados Unidos a Iraq en 2003 y el desastre que siguió fue un regalo que Putin usó para convertir cualquier debate en otra ronda agotadora de preguntas, que a su vez lo convirtió en un héroe para la extrema izquierda europea.
Putin usó los derechos LGBTQ+ para la primera línea de su ataque nacional contra Occidente, diciéndoles a los rusos tradicionales y a sus vecinos que sus familias y sus valores estaban bajo amenaza. Funcionó. “Estoy luchando porque no quiero que me obliguen a casarme con un hombre”, me dijo un combatiente prorruso en Ucrania en 2014.
Con el tiempo, esta narrativa de valores familiares tradicionales tuvo eco en Occidente y convirtió a Putin en un héroe inesperado de la ultraderecha. De repente, populistas autoritarios en todo el mundo acudían por ayuda: Sputnik, financiado por el Kremlin, capacitaba a trabajadores de los medios estatales desde Georgia hasta Filipinas e India. Y, para 2020, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, repetía un mito sobre un supuesto complot occidental para legalizar la pedofilia que escuché por primera vez en la televisión estatal rusa en 2012.
¿Por qué Occidente se negó a actuar contra los ultrajes de Putin?
Pero lo que hizo a Putin verdaderamente poderoso no fueron las narrativas que moldeó o los territorios que tomó. Fue la negación obstinada y complaciente del Occidente colectivo a aceptar que él estaba en guerra con ellos.
Durante años, los medios occidentales retrataron a Ucrania como un país “en guerra consigo mismo”. Pero nunca lo fue. Resultó desconcertante para mí que después de todos estos años, incluso antes de esta última y posiblemente fatal invasión, el debate en Occidente se centrara en los aciertos y errores de la ampliación de la OTAN y no en el hecho de que un país soberano tiene derecho a elegir su propio camino.
“¿Qué se necesita para que despierten?”, me preguntó un soldado ucraniano cuando lo entrevisté como periodista sobre la terrible experiencia compartida de Georgia y Ucrania en 2015. Ahora sabemos la respuesta. Pero, en ese entonces, mientras estábamos sentados en una trinchera fría y húmeda en la primera línea de la guerra de Ucrania, no podíamos saberlo.
El soldado, Dima, era como todos los ucranianos que ves ahora en tu pantalla: estóico, decidido, tranquilo. Tenía 23 años, un ingeniero de software de Kyiv que recientemente había decidido dejar su trabajo y unirse a la lucha. Su novia estaba furiosa con él, me dijo, pero pelear no era algo opcional.
“Piensan que luchamos para unirnos a la OTAN. Pero solo luchamos por nuestros valores y esos resultan ser los mismos valores de Europa. Nosotros también luchamos por ellos. Ojalá se dieran cuenta”, dijo.
Ahora se dan cuenta. El mundo entero está repentinamente lleno de claridad moral. Para todos los que han vivido en el frente del odio de Putin por la democracia liberal, esta muestra de unidad occidental y el resurgimiento de los valores liberales es un alivio increíble. Pero no durará a menos que también aceptemos que ya es demasiado tarde para muchos.
Es demasiado tarde para los georgianos que nunca dejaron de perder vidas y tierras, para innumerables residentes de Alepo que murieron en el bombardeo ruso, para 298 hombres, mujeres y niños que cayeron del cielo cuando un Boeing MH17 civil fue derribado por un ruso misil BUK en 2015, por miles que murieron en el Donbás en los últimos 8 años y por muchos otros que aún no han muerto en Ucrania.
Es demasiado tarde para Dima, quien murió en el este de Ucrania en los combates un año después de que hablamos y mucho antes de que los europeos finalmente reconocieran que era por ellos por quienes estaba luchando.
Millones de personas que viven en la primera línea del odio de Putin por la democracia liberal en todo el mundo todavía se preguntan por qué Occidente tardó tanto en despertar. Es la pregunta que debe guiar todo lo que haga Occidente con el nuevo orden mundial que surgirá de la invasión de Ucrania por parte de Putin.