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Nota del editor: Allison Hope es una escritora cuyo trabajo ha aparecido en The New Yorker, The New York Times, The Washington Post, CNN, Slate y otros medios. Las opiniones presentadas en este artículo le pertenecen exclusivamente a su autora.

(CNN) – Hay un hueco que siento en mis entrañas. Siempre lo siento. Es una bola de ansiedad proporcional al entorno sociopolítico y a la percepción de la seguridad de mi familia LGBTQ en un momento dado.

A veces el hueco es tan grande que no puedo pensar en nada más.

Este fin de semana fue uno de esos momentos. La causa fue el asesinato y lesión en masa de personas LGBTQ en el Club Q de Colorado Springs justo antes de la medianoche del sábado. Un hombre blanco de 22 años acabó con la vida de cinco miembros de la familia LGBTQ, hiriendo físicamente a otros 25 y dejando cicatrices emocionales a otros muchos.

El hecho de que el tiroteo masivo se produjera justo antes del Día de la Memoria Transgénero, que es el 20 de noviembre, lo hace aún más atroz. Este día es un momento para la paz y la reflexión, para honrar a aquellos cuyas vidas fueron arrebatadas demasiado pronto y para ayudar a educar a la población en general sobre el valor de las personas trans para evitar precisamente la violencia sin sentido que ocurrió este fin de semana.

Al menos dos de las cinco personas cuyas vidas fueron arrebatadas el sábado eran trans: Daniel Aston, un bartender de 28 años del Club Q, y Kelly Loving, de 40 años. Ambos jóvenes, ambos fallecidos.

Actos de violencia como el que tuvo lugar en Colorado este fin de semana no son, lamentablemente, una anomalía, pero eso no los hace menos impactantes. La comunidad LGBTQ sigue de luto cinco años después del tiroteo masivo en el club LGBTQ Pulse de Orlando que tuvo como saldo 49 muertos.

Además, los crímenes de odio están en su punto más alto en 13 años, y uno de cada cinco delitos motivados por el odio se dirige a personas LGBTQ, según datos del FBI. No hace falta mirar más allá de la temporada legislativa de 2022 para ver cómo las personas LGBTQ, y las personas trans en particular, fueron atacadas por una clase más profesional de “bullies”: los funcionarios electos.

Con las noticias de cada nuevo proyecto de ley antiLGBTQ o de cada crimen de odio, de cada pieza de retórica desinformada que pretende despojarnos de nuestros derechos, de nuestra historia y de nuestra humanidad, el hueco se me sube a la garganta y a veces siento que podría asfixiarme. A veces, en mis momentos más vulnerables, el hueco sube lo suficiente como para desbordarse y salir de mí en forma de lágrimas.

Lloro por los jóvenes LGBTQ que nunca llegarán a la edad adulta, por aquellos que no pueden ver más allá del odio hacia un futuro en el que puedan dar un paso hacia la luz y hacia su verdadero y fabuloso ser. Lloro por un país que sigue sin hacer nada y ve cómo la violencia se acerca cada vez más a sus hogares, que permite que los terroristas domésticos destruyan nuestro tejido social, nuestras familias, nuestros hijos.

Los dolientes presentan sus respetos a las víctimas del tiroteo masivo en el Club Q, un club nocturno LGBTQ, en Colorado Springs, Colorado, el 20 de noviembre de 2022. Crédito: Jason Connolly/AFP/Getty Images

La pregunta que me hago una y otra vez, cada vez que un acto cruel, insensato y violento se lleva por delante a más miembros de una familia, es ¿por qué? ¿Por qué alguien siente tal odio por las personas LGBTQ que estaría dispuesto a arriesgarlo todo para dañar a otros seres humanos? ¿De qué tienen miedo? ¿Qué les enseñan en sus casas? El odio es un comportamiento aprendido. Tanto si se perpetúa dentro de los límites de la ley como fuera de ella, el odio lleva un barniz diferente, pero todo conduce a la marginación, el estigma y, a veces, la muerte de otros seres humanos.

En la comunidad LGBTQ, nos referimos a los demás como familia. El término nació en parte por necesidad porque fuimos rechazados por muchas de nuestras propias familias asignadas y biológicas.

Pero es más que eso. Hay un gran consuelo en estar rodeado de personas que te quieren y aceptan sin condiciones, que te entienden sin que tengas que dar explicaciones. Se siente cierta emoción al encontrarse con la “familia” cuando vas por la calle, sobre todo si vives o viajas a un lugar donde ser LGBTQ no es seguro. La familia lo es todo, y la familia LGBTQ puede ser la diferencia entre el aislamiento social y el bienestar, entre la falta de vivienda y la atención, entre la desesperación y la esperanza.

Los bares y clubes han sido durante mucho tiempo lugares de reunión familiar, el único refugio para las personas LGBTQ en un mundo que, de otro modo, puede ser hostil. Recuerdo haber tomado el tren R del metro de Nueva York desde la primera parada en Queens hasta la última en Brooklyn, para ir a un pequeño bar de lesbianas. Era joven y acababa de descubrir mi propia identidad.

En la acera, fuera del bar, yo era la “otra”, una persona queer que seguía ocultando quién era para la mayoría de las personas de mi vida. Temía por mi seguridad y bienestar, y por lo que los demás pudieran sembrar en mí si les revelaba mi verdadero yo. Sin embargo, cuando crucé el umbral de aquel bar, me transformé inmediatamente en una adulta queer segura de sí misma y feliz. Ese pequeño y poco deslumbrante sitio era mucho más que un bar. Era un portal a un mundo mejor, un lugar mágico donde no eras el único, donde no tenías que cuidarte las espaldas y donde tenías una comunidad automática, una familia.

El presunto atacante de Colorado Springs arrancó este sábado esa red de seguridad a la comunidad LGBTQ de esa ciudad, algo que nunca habría ocurrido de haberse aplicado las leyes de control de armas adecuadas. Algo que no habría sucedido si se hubiera criado en un hogar que validara que no es gran cosa cómo se identifica alguien o a quién ama.

Ver a nuestros compañeros de la comunidad LGBTQ como familia significa que nos cuidamos unos a otros cuando nadie más lo hace. Familia significa que nos sentimos conectados a otras personas LGBTQ aunque no las conozcamos.

Significa que lloramos por esas cinco personas cuyas llamas se apagaron este fin de semana como si fueran nuestros hermanos y hermanas, porque lo eran.

No tenemos más espacio para pensamientos y oraciones. Necesitamos un cambio de política. Ahora. No debemos dejar espacio para el odio, la violencia o la discriminación. Solo entonces ese hueco retrocederá y se permitirá que crezca en su lugar algo mucho más vibrante: esperanza.