(CNN Español) – “A veces platico conmigo mismo cuando voy al terreno, o hablo con mis plantitas ahí. Ustedes que son arbolitos, les digo, comuníquese entre ustedes, ¿dónde está mi hijo?, ¿qué pasó con él?, si está vivo o está muerto, una señal, un sueño que yo tenga”, dice Clemente Rodríguez, padre del estudiante desaparecido Christian Rodríguez Telumbre, en un intento para sobrellevar el dolor. Para Clemente Rodríguez la vida no es la misma desde hace 10 años, así como no lo es para muchos en el estado mexicano de Guerrero.
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En Iguala de la Independencia, el municipio donde ocurrió la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, el valor histórico fue reemplazado por las noticias de inseguridad. El sentimiento patriótico se transformó en desazón. Pero también el miedo se volvió lucha y la impotencia dio paso al coraje.
Diez años después de la tragedia, los padres y las madres de los estudiantes siguen la búsqueda incesante de sus hijos. La exigencia no cambia: quieren su regreso con vida, pues así se los llevaron. Mientras que la primera versión oficial de las autoridades —la llamada “verdad histórica” presentada en noviembre de 2014— señaló que los estudiantes fueron asesinados, los seis informes que presentó el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) desde 2015 mostraron que esa versión fue construida con base en ilegalidades y mentiras. La investigación del caso, por tanto, se mantiene hasta la fecha y no ha entregado resultados concluyentes.
Los familiares denotan cansancio y pesadumbre; se han enfermado y no descansan tranquilamente; algunos incluso ya fallecieron en este tiempo. Pero ellos harían lo que sea con tal de volver a verlos, como dice Clemente Rodríguez: “Daría cualquier cosa por el amor a nuestros hijos, incluso hasta la vida”.
Iguala, la marca imborrable
Según las investigaciones del GIEI recopiladas en su sexto y último informe público de 2023, la noche del 26 de septiembre de 2014, un contingente de estudiantes de Ayotzinapa acudió a Iguala. El objetivo era retener temporalmente autobuses de empresas de transporte con el fin de utilizarlos para asistir a la conmemoración de la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968 en la Ciudad de México. Los estudiantes partieron a las 9 p. m. en dos grupos (uno con dos autobuses y otro con tres) y poco tiempo después fueron perseguidos y atacados por policías municipales de Iguala, auxiliados por otros cuerpos de seguridad y por otros ciudadanos no afiliados.
El ataque dejó un saldo brutal: 43 normalistas —estudiantes de licenciaturas en Educación— que a la fecha siguen desaparecidos. En varias camionetas, algunas de policías municipales, se los llevaron. Esa fue la última vez que los vieron. Además de la desaparición, seis personas fueron asesinadas en el lugar, entre ellas tres normalistas; al menos 40 personas resultaron con lesiones; y se registraron cientos de víctimas más, tanto directas como indirectas, según el reporte del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh).
Es un caso sumamente complejo, lleno de inconsistencias en la investigación y, sobre todo, de impunidad. Aunque ha habido algunos arrestos como los del presunto jefe del grupo criminal Guerreros Unidos Gildardo López Astudillo y de José Luis Abarca, exalcalde del municipio de Iguala, ambos fueron absueltos. Ocho militares —de los 16 detenidos en 2023— fueron liberados en enero de 2024 mientras siguen los procesos en su contra por la desaparición forzada. Lo cierto es que una década después no hay nadie condenado por este caso.
Esta es la marca que pesa sobre Iguala: ahora es más conocido por su inseguridad, por sus “matazones”, que por el legado histórico de ser cuna de la bandera nacional.
“(Cuando ocurrió la desaparición de los 43 normalistas) iba a la primaria apenas. Ahorita tengo 19 años, pero sí fue un golpe muy fuerte que estuvo en todas las noticias. Nosotros acá, básicamente, no logramos explicar cómo pasó todo. Ya más o menos hay especulaciones, pero así a ciencia cierta no le hallamos lógica, pues”.
“Sí, a la ciudad (le cambió la vida con la tragedia de Ayotzinapa), porque antes la tachaban de bonita y ahorita no, ahora la tachan de matazones”.
Y no es para menos. Si bien la incidencia delictiva en general en el municipio de Iguala se redujo en 14% de 2015 a 2023, las muertes violentas alcanzaron su punto más alto el año pasado.
Un análisis realizado por CNN de datos abiertos del Gobierno de México sobre incidencia delictiva mostró que en 2023 se registraron 194 delitos relacionados con muertes violentas (193 por homicidio doloso y 1 por feminicidio). En ningún año de 2015 a 2023 se había observado allí ese nivel de violencia.
“De ahí (de la tragedia de Iguala), muchos turistas que venían pues ya no vienen. Por ejemplo, la gente a veces hasta tiene miedo de salir”, dice a CNN un adulto mayor que conversa en el centro de Iguala con sus amigos, quienes se muestran reacios a decir algo.
Otra persona que pasa cerca responde apresurada, como si tuviera temor a ser escuchada: “Sí nos cambió todo, pues, pero no tengo comentario […]. Desde esa fecha (la ciudad) ya no es la misma. La gente ya cambió también”.
Iguala está marcada. No queda duda. Y esa marca incluso es tangible: la ciudad luce pintas en múltiples fachadas, en paredes de casas y negocios, que exigen justicia por los 43 normalistas desaparecidos.
Cerca de unas pintas y del monumento al normalista Julio César Mondragón Fuentes —uno de los tres normalistas asesinados en 2014, cuyo cuerpo fue hallado con signos brutales de tortura—, en una gasolinera de Pemex, un despachador de combustible pregunta a quienes visitan qué hacen en la ciudad. En ese momento, el miedo también es tangible.
“El coraje y la rabia nos da fuerzas de seguir luchando por saber realmente qué es lo que pasó”
Los padres y madres de los 43 normalistas desaparecidos han sido la clave para que esta lucha por la justicia se mantenga a flote.
Pese al notorio cansancio que llevan a cuestas, tanto física como psicológicamente, afirman que la búsqueda de sus hijos no se va a detener.
En su casa en Alpuyecancingo de las Montañas —ubicado en el municipio guerrerense de Ahuacuotzingo, a casi cuatro horas en automóvil de la capital, Chilapancingo—, Cristina Bautista, madre del normalista desaparecido Benjamín Ascencio Bautista, cuenta a CNN que ya son 10 años sin poder dormir ni descansar tranquilamente. Ya no siembra, ya no vende pozole ni ropa, ya no hace pan. Su trabajo ahora es buscar a su hijo, una labor que sostiene con la venta de mezcales y otros productos.
También agradece a quienes la ayudan.
“Lo que nos ha dado la fuerza en estos casi 10 años es el pueblo de México, porque levantó la voz, así como los medios de comunicación, así como ustedes que están aquí, que han difundido todo lo que ha pasado […]. Los que hacen documentales, poemas, pintan los rostros de los 43. Eso es una ayuda”, comenta.
La exigencia de justicia por los 43 normalistas desaparecidos no solo se lleva a cabo cada mes de septiembre. Los familiares van el día 26 de cada mes a la Ciudad de México para protestar; y al día siguiente se dirigen a Iguala para manifestarse. Eso sin contar las reuniones con familiares, autoridades, así como la organización de asambleas, conferencias de prensa. La movilidad no se ha detenido en la última década.
Cristina Bautista asegura que, si pasa una semana en su casa, es mucho tiempo. Normalmente se queda tres o cuatro días y luego vuelve a salir a buscar a Benjamín. Eso “ha lastimado a toda la familia”, dice, porque ha perdido la convivencia con sus hijas y con sus nietos.
Pero la búsqueda seguirá: “Nos mantenemos de pie, seguimos exigiendo al Gobierno que nos presente con vida a nuestros hijos y no nos cansamos de exigir, porque pues son nuestros hijos y todas las mamás y los papás estamos unidos por la presentación con vida”.
Los padres de los estudiantes desaparecidos dicen que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, les ha “mentido, engañado y traicionado”. En tanto, el Gobierno de López Obrador señaló, en la última reunión de su sexenio con ellos, que la investigación seguirá y que no habrá “carpetazo”.
En Tixtla de Guerrero, a poco más de una hora de Chilpancingo y donde se encuentra la Escuela normal rural de Ayotzinapa, Clemente Rodríguez se une a los clamores de justicia de Bautista.
Asegura que ya no tiene la misma alegría de antes. Pero, al mismo tiempo, dice que ha aprendido muchas cosas sobre protestas en el camino, algo que él mismo criticaba en el pasado.
“En estos 10 años he aprendido muchísimo. Ya no soy el mismo Clemente de mucho antes de 2014 […]. Me enseñaron, más que nada, a luchar, a protestar, porque yo no sabía mucho del movimiento, no sabía mucho de protestas. Cuando veía las noticias, veía a mucha gente salir a las calles, muchos maestros que protestaban, no sé, por un buen salario. Y yo mismo los criticaba: ‘Oye, ¿esa gente por qué no se enfoca mejor en su trabajo?’. Y ahora que me toca vivir lo propio en buscar a mi hijo, en el camino vas encontrando muchas irregularidades por parte del Estado, aprendes muchísimas cosas”.
Clemente Rodríguez ha desarrollado vértigo en el lapso de 10 años de búsqueda. Para tranquilizar la mente, talla a mano madera que luego convierte en artesanías de mesa para venderlas y tener un ingreso.
“A veces platico conmigo mismo cuando voy al terreno, o hablo con mis plantitas ahí. A veces hablo, no sé cómo explicarle […]. ‘Ustedes que son arbolitos, les digo, comuníquese entre ustedes, ¿dónde está mi hijo?, ¿qué pasó con él?, si está vivo o está muerto, una señal, un sueño que yo tenga’”.
Tanto Rodríguez como Bernabé Abraján —padre del normalista desaparecido Adán Abraján de la Cruz— tienen un altar en la entrada de sus casas para recordar a sus hijos. Y eso hacen ambos, al igual que Cristina Bautista: recordar y tenerlos siempre presentes, con la esperanza y la fe de que vuelvan algún día.
“Es doloroso saber que en su cumpleaños no está él. Pero creo que el coraje y la rabia nos da fuerzas de seguir luchando por saber realmente qué es lo que pasó con los muchachos, dónde están. Tenemos una esperanza de volverlos a ver”, dice Abraján con la voz entrecortada.
Particularmente, Bernabé Abraján recuerda a su hijo Adán en la siembra, algo que los unió en todo momento.
“En muchas cosas lo extraño. Cuando nos íbamos a trabajar, andábamos los dos juntos. Y hoy en día estoy sembrando un poco de flor para ahora de los difuntos (en noviembre) y ahí también pienso dónde está, porque él es el que me ayudaba a sembrar, a hacer los costales, a sembrar maíz, porque en aquel tiempo sembrábamos maíz, frijol, calabaza, toda clase de plantas”, cuenta.
Pensar en él, pensar en ellos, buscar hasta encontrarlos, hasta que vuelvan con vida, insisten. Esa es la lucha. Exigir que se agoten todas las líneas de investigación, incluida la que apunta al Ejército, es un punto de quiebre entre los familiares y el Gobierno de López Obrador.
El presidente de México dijo el pasado 25 de julio que “hasta el día de hoy no tengo pruebas de que haya intervenido en la desaparición de los jóvenes el Ejército”. Los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa aseguran que hay pruebas de que el Ejército se encontraba en las calles ese día y participó en los hechos. Asimismo, han pedido al Gobierno que se les entreguen 800 folios de la investigación militar sobre el caso, algo que hasta el viernes 20 de septiembre de 2024, cuando normalistas y padres protestaron en el 27 Batallón de Infantería en Iguala, no ha sucedido.
“Mientras no sepamos realmente dónde están, qué es lo que pasó con ellos, yo creo que uno no va a estar tranquilo. Siempre va a estar uno pensando en él”, agrega Bernabé Abraján.
Coraje y miedo: Ayotzinapa 10 años después
La escuela “Raúl Isidro Burgos” de la localidad de Ayotzinapa es una de las 13 normales rurales que quedan en México… o, más bien, que sobreviven, pues este modelo educativo –creado en la década de 1920, en la época posrevolucionaria, para darles educación a los hijos de los campesinos, así como para mejorar las condiciones de la población del campo– se ha enfrentado a presiones y asedios gubernamentales en varios pasajes de la historia, lo que ha resultado en la disminución de estas escuelas, muestran artículos de investigación académica.
En buena medida, la ideología socialista de la época en las normales rurales causó incomodidad a los gobiernos mexicanos desde el de Manuel Ávila Camacho, quien comenzó a plantear un modelo dedicado a la industrialización del país, en detrimento de los campesinos del México rural.
Si bien en el papel se eliminó la escuela socialista de las normales rurales desde la década de 1940, señalan las investigaciones, esta ideología perdura hasta la fecha.
La Normal Rural de Ayotzinapa es una comunidad organizada en pie de lucha. Cada rincón es testigo de la exigencia de justicia social, en especial para los 43 normalistas desaparecidos: salones de clases, patios, dormitorios, comedor, canchas de fútbol y básquetbol, los autos que se encuentran adentro.
“Ayotzinapa vive, el Estado ha muerto”. “No los dejaremos dormir hasta encontrarlos”. “La lucha sigue”. “Por la revolución socialista”. “Justicia y verdad”. “Quisieron enterrarnos, pero no sabían que éramos semillas”. Y el corazón de la protesta: las 43 bancas o pupitres que siguen esperando a los normalistas en la cancha de baloncesto cercana a la entrada a la Normal Rural.
A pesar de que el sentido de lucha social se mantiene, Homero Suárez Alcántara, jefe del área de Difusión Cultural y Extensión Educativa de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa —y quien fuera profesor de los 43 normalistas desaparecidos—, asegura que nota el temor en las nuevas generaciones.
“Después de que fue lo de los 43, hemos notado como docentes, al menos yo, el temor (de los muchachos) de poder salir, el temor de poder socializar incluso con las demás instituciones, con las mismas hermanas normales”, dice el también doctor en Ciencias de la Educación a CNN. La socialización es fundamental en Ayotzinapa, ya que, además de las acciones de protesta, el boteo (pedido de ayuda económica) o la toma de camiones que hacen los estudiantes —por las que se les estigmatiza—, realizan labores en la comunidad, como limpieza o eventos culturales.
Ante el temor, Suárez Alcántara indica que es ahí donde la labor del maestro tiene que reflejarse en los estudiantes.
“Desde primer grado te vas dando cuenta que muchos vienen con una autoestima baja, con muchas carencias, con muchas dificultades de aprendizaje. Y nosotros en esa parte nos vamos adentrando hacia con ellos, irles dando afecto, irles dando muchas motivaciones para que ellos sigan adelante. Nosotros somos los que tenemos la responsabilidad de impulsarlos y de dirigirlos de la mejor manera”, añade.
Mientras varios de sus compañeros realizan labores de limpieza y producción en la escuela días antes del inicio del nuevo ciclo escolar 2024-2025, Everardo Guerrero Ramírez —estudiante de segundo año en Ayotzinapa— asegura que no entraron con miedo a la Normal Rural, sino con rabia.
“Al principio te pones a pensar cómo fue eso de los 43, cómo es que el Gobierno hace eso, desaparecer a 43 estudiantes. Y entras, no con miedo, sino pensando que puedes ser tú, podrías haber sido tú uno de los 43, y también eso es el coraje que te entra estando aquí. No es justo que 43 compañeros fueran desaparecidos brutalmente”.
Everardo asegura que seguirán exigiendo la aparición de sus compañeros año tras año, aunque sus protestan molesten.
Esta exigencia no solo forma parte de la cotidianidad en la Normal Rural de Ayotzinapa, sino que para algunos incluso fue el motivo para estudiar ahí.
“Somos de familia de bajos recursos, somos hijos de campesinos, necesitamos esta escuela. Antes de llegar a esta Normal, unos paisanos del pueblo nos comentaron sobre la escuela y me interesó, más que nada, la lucha de los compañeros desaparecidos, porque entendemos, por ejemplo, de las madres, familias, el dolor que sienten al tener un hijo desaparecido. ¿Se imagina 10 años? Ya casi 10 años y no saber nada de ellos. Por esa misma razón me motivé a venir a esta escuela”, cuenta a CNN Eloy Carranza Aurelio, estudiante de segundo año en Ayotzinapa.
Solamente ellos saben si en realidad es temor, ansiedad, coraje o una mezcla de sentimientos. A nosotros nos queda claro que, sea lo que sea, tienen “más de 43 motivos” para estar ahí:
“Yo llegué no con el miedo, sino por lo que ya había pasado aquí (de los 43). Llegué con una meta de salir adelante y también sacar adelante a mi familia, a mis hermanos; también aprender de lo que me da la Normal, porque prácticamente aquí tenemos todo. Tenemos comida, dormitorios, nos da todo la escuela. Y también recuerdo a mis profesores de la primaria, de la secundaria, y hay buenos maestros que quisiera ser algún día como ellos”, comenta a CNN Jesús Aldair Arteaga Arroyo, estudiante originario de Tixtla y que tenía 10 años cuando ocurrió la tragedia de Iguala.
“Aquí seguiremos echándole ganas. Y me seguiré superando día a día”.
Como él, la gente de Iguala de la Independencia le sigue echando ganas a la lucha, a lograr justicia. Ganas a que el miedo deje de ser tangible. Ganas, en fin, a que la marca imborrable de Iguala sea el coraje y no el olvido.
Clemente Rodríguez, en tanto, seguirá apelando a los sueños, esos en los que se le aparece su hijo Christian, porque de esa forma se mantiene de pie y, a la vez, se aleja del olvido.
“Entre mis sueños he hablado con mi hijo, en los que ya llegó aquí (a la casa) precisamente. Nos abrazamos y lloramos los dos. Digo: ‘Gracias, Dios mío, ya se acabó este sufrimiento, ya se acabó esta lucha’. Y él mismo de sus palabras dice: ‘Estoy vivo, papá’”.
Los padres de los 43 normalistas continuarán con ese mismo clamor de justicia: el regreso de sus hijos. “Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
–Rey Rodríguez, de CNN en Español, contribuyó en la elaboración de este artículo.