CNNE 941767 - biden inmigracion

Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue ministro de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y su más reciente libro, “America Through Foreign Eyes”, fue publicado por Oxford University Press en 2020.

(CNN Español) – El nuevo presidente de Estados Unidos y el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, prácticamente no se conocen. Se reunieron una vez, en 2012, cuando Biden, entonces vicepresidente, viajó a México para entrevistarse con los tres candidatos a la presidencia del país.

Según versiones de prensa de entonces, así como filtraciones posteriores, los encuentros fueron protocolarios, corteses y carentes de sustancia. Ya en 2020, la tradicional reunión entre el presidente electo de EE.UU. y el presidente de México en funciones, o al revés, en esta ocasión no tuvo lugar.

Por lo tanto, ahora no habrá manera de inventar lugares comunes o tonterías como “el espíritu de …” algún lugar de encuentro, “buena química” o identidades fabricadas (el caso más reciente, entre AMLO y Trump en julio de 2018, vía carta). La relación entre los dos mandatarios y entre los dos gobiernos descansará en las definiciones sustantivas de ambos, y en los intereses reales de ambas naciones. Siempre sucede esto a la larga, pero en ocasiones las circunstancias permiten una aproximación personal que esta vez no hubo. A mi parecer, existen razones para temer que esa relación arranca con el pie izquierdo y que tenderá a ser más tensa que en el pasado.

Aún si dejamos a un lado las ofensas de AMLO hacia Biden en los últimos meses – viajar a Washington para apoyar a Trump en los hechos, no felicitarlo por su triunfo hasta el último minuto, no condenar el asalto al Capitolio, y sí condenar el destierro de Trump de Twitter y Facebook, u ofrecerle asilo a Julian Assange - el nuevo presidente de Estados Unidos tomará posesión en medio de una crisis en las relaciones bilaterales. Como es bien sabido, el exsecretario de Defensa de México, Salvador Cienfuegos, fue detenido en Los Ángeles en octubre. Por motivos que permanecen incomprensibles, fue devuelto a México en noviembre, supuestamente para ser juzgado allí. Hace unos días, las autoridades mexicanas lo exoneraron por completo, y López Obrador acusó a la DEA y otras instancias estadounidenses de haber “fabricado” pruebas.

Enseguida, hizo público el expediente enviado a México por el Departamento de Justicia sobre Cienfuegos, violando, según dicho departamento, el Tratado de Asistencia Legal Mutua. La administración de Trump respondió con un comunicado de medianoche malhumorado y severo; en esas estamos.

Además, como daño colateral del caso Cienfuegos, el Congreso de México aprobó en diciembre una ley que le impone a los agentes extranjeros -muchos de ellos de Estados Unidos- una serie de actos, compromisos y restricciones que, de ser aplicadas, casi imposibilitaría su trabajo.

Afortunadamente, en México este tipo de leyes rara vez se ponen en práctica, así que Washington no tiene mucho que temer.

Todo esto tendrá que ser reparado. Es posible, pero no sencillo. Habrá que buscar acuerdos que resulten satisfactorios para ambas partes, lo cual va a ser cada vez más difícil en México, dada la creciente militarización del Estado y la mayor dependencia concomitante de López Obrador con el Ejército. El presupuesto y las responsabilidades militares han aumentado dramáticamente en sus dos años de gobierno.

Además, la solución de esta crisis de seguridad se tendrá que producir en un contexto adverso, debido a dos consideraciones adicionales. La cifra de detenciones de mexicanos y centroamericanos en la frontera sur de Estados Unidos alcanzó el nivel más elevado para un mes de octubre desde 2005.

Ya se encuentra en marcha una caravana que comenzó con más de 7.000 hondureños hacia México y Estados Unidos. Más de 60.000 centroamericanos y ciudadanos de otros países se encuentran hacinados en varias ciudades de la frontera norte de México, esperando su audiencia para solicitar asilo en Estados Unidos. Biden quiere cambiar todo esto, pero no será fácil, ni rápido.

En segundo lugar, Biden le responde a una base electoral diferente a la de Trump. Para su gobierno, causas como los derechos humanos, el combate al cambio climático, los derechos sindicales y el fortalecimiento de los sindicatos en Estados Unidos y en México, una reforma inmigratoria de fondo, y al mismo tiempo la protección de inversionistas estadounidenses, son muy cercanos al corazón de esa base. No podrá cumplir todas sus promesas, pero lo intentará y en algunos casos, tendrá éxito. Al tenerlo, chocará de vez en cuando con México y con AMLO, promotores de agendas muy diferentes.

Biden va a concentrarse lógicamente en su agenda interna. En la externa, México quizás no ocupe un lugar prioritario al principio, a menos de que estalle una nueva crisis, mayor que la de Cienfuegos. Y López Obrador seguirá interesándose en Estados Unidos solo en la medida en que el vecino gigante pueda entorpecer su agenda interna. Con suerte, estas dos indiferencias relativas pueden coadyuvar a una cierta distensión. O pueden generar sorpresas, como suele suceder en la relación entre México y Estados Unidos.