Por Brian Donovan
Nota del editor: Brian Donovan es periodista ganador del premio Pulitzer, campeón de la Asociación Oriental de Automovilismo en Estados Unidos y autor del libro: Hard Driving, The Wendell Scott Story: The American Odyssey of NASCAR’s First Black Driver
(CNN) — Nunca olvidaré ese día en la década de 1970 cuando experimenté por primera vez la sensación intensa —y probablemente adictiva— que se volvería una poderosa fuerza en mi vida.
No, no hablo de alguna droga. Recuerdo el primer día en el que conduje un auto de carreras y el nuevo nivel de consciencia que experimenté mientras viajaba a gran velocidad por la ondulante colina del viejo circuito de carreras de Bridgehampton, en Long Island, EU. Ocurrió después de una recta larga: el auto alcanzó la máxima velocidad mientras aceleraba al descender por la pendiente.
Para ser competitivo tuve que mantener mi pie derecho firme sobre el acelerador y borrar todos los pensamientos de mi mente, salvo el de cómo guiaría al auto por la engañosa y difícil curva a la derecha que esperaba al final de la pendiente sin salirme del camino y chocar.
El alto nivel de concentración y emoción fue muy estimulante y quedé enganchado en mi pasatiempo como piloto de carreras aficionado durante los siguientes 24 años.
Conduje autos de Fórmula Vee: que son de un solo asiento y cabina abierta con un motor de Volkswagen en la parte trasera y alcanzan una velocidad máxima de unos 190 kilómetros por hora… y un poco más cuando vuelas por una pendiente, inmerso en el estado mental al que mis competidores describen como “la adrenalina de las carreras”.
Claro que mis competidores y yo tuvimos la fortuna de vivir esta experiencia en pistas y no en la impredecible vía pública. Nunca sabremos cuáles fueron los últimos pensamientos y sentimientos del actor Paul Walker y su amigo, el empresario Roger Rodas, mientras se dirigían velozmente al ardiente final de su vida en una autopista de California.
Ambos conducían autos como pasatiempo, igual que yo. Sin embargo, su muerte es otro ejemplo del poder que la velocidad puede ejercer sobre la mente y los sentimientos de personas, incluso, muy inteligentes. Es posible que también haya una moraleja para los padres, pero volveremos a ese tema más adelante.
Aprendí más sobre la llamada “adrenalina de las carreras” cuando hice las investigaciones para el libro Hard Driving, una biografía del primer piloto negro de NASCAR, Wendell Scott, quien rompió la barrera del color en las carreras de autos modificados al sur de Estados Unidos en 1952.
Scott y algunos de sus colegas hablaron largo y tendido conmigo sobre la profundidad y la naturaleza de su pasión por la velocidad. Permítanme compartir con ustedes un poco de lo que escribí al respecto: “El deseo obsesivo de Scott por las carreras, como ocurre con muchos pilotos, proviene de un impulso profundo y no solo de las ganancias económicas”.
De acuerdo con su relato, una de las principales razones por las que llevó su pasión al deporte fue que amaba y ansiaba la experiencia de conducir en carreras. “El automovilismo puede llevar a un piloto a un estado mental en el que la adrenalina y la concentración profunda provocan un estado alterado profundo”.
“Durante una carrera, el ruido de fondo de la vida ordinaria, la estática que predomina en la consciencia cotidiana se acalla y el piloto se funde con el auto y con el arte de conducir, queda completamente absorto en el lento transcurso de los segundos”.
Las carreras permiten probar los estados intensos que experimentan los meditadores y los místicos. Algunos pilotos dicen que puede ser sumamente adictivo. Scott lo explicó de esta forma: “El correr autos puede parecerse a ser adicto a las drogas o alcohólico. Entre más lo haces, más te gusta”.
El expiloto de NASCAR, Larry Frank —amigo de Scott—, describió su sentir hacia las carreras como “una adicción… hubo muchos años en los que no sabías que existiera algo además de este pequeño mundo de las carreras… Después de la carrera, sin importar que hubieras ganado o perdido, si solo habías corrido intensamente, habías sacado todas tus frustraciones y sencillamente te sentías limpio, bien”.
En cuanto a mí, perdí el deseo de conducir imprudentemente en la vía pública luego de descubrir que las carreras te pueden brindar un placer mental mucho más intenso y con un riesgo mucho menor. Sentí la adrenalina mientras usaba un arnés de seguridad, un traje resistente al fuego y un casco. El auto tenía una estructura protectora para choques y un sistema de extinción de incendios.
En todas las curvas había personal de seguridad. En la pista no había alguien ebrio o alguien enviando mensajes de texto.
La posible lección para los padres, aunque suene contraria a la razón, podría ser esta: si tu hijo muestra interés por la velocidad, considera llevarlo a la pista de kartismo de tu localidad para que reciba instrucción profesional. Tal vez tu hijo pueda darse cuenta que una pista es mucho más segura que la vía pública para disfrutar los profundos placeres de la velocidad.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente aBrian Donovan.