(CNN Español) – No son cantantes de un grupo de música rock. Tampoco un equipo de fútbol plagado de estrellas.

Les gusta definirse simplemente como cocineros, pero de un virtuosismo tal que han logrado encaramar su restaurante de Girona, en España, en la cima de la gastronomía mundial. Y ahora, como si fueran ídolos del pop, salen de gira por América.

Si estás viendo esta nota en tu móvil, mira aquí la galería.

Los hermanos Roca — Joan, Josep y Jordi— forman un triángulo que, rodando a la perfección, llevó a El Celler de Can Roca a ser elegido el mejor restaurante del planeta en 2013, y a figurar en el top 5 de la prestigiosa lista de Restaurant Magazine desde 2009: Joan, a cargo de la cocina; Josep, como sommelier al frente de una bodega de más de 3.600 referencias y 40.000 botellas de vino; y Jordi, responsable del menú dulce y considerado el mejor repostero del mundo.

Conseguir una reserva para cenar es una labor de “mucha paciencia”, como dice Joan Roca, el mayor de los hermanos y a cargo de la cocina. Para lograrlo, hay una espera de 11 meses; las reservas se abren a la medianoche del día primero de cada mes, y se agotan en cuestión de minutos.

Para llevar su cocina a más gente, más allá de los muros de su restaurante, ahora los Roca han emprendido una gira por América auspiciados por el banco español BBVA.

Visitarán cuatro países (Estados Unidos, México, Colombia y Perú) a lo largo de cinco semanas en agosto y septiembre, y ofrecerán cenas en Houston, Dallas (mira el menú), Monterrey, Ciudad de México, Bogotá y Lima.

En cada uno de esos países se servirán 14 platos con más de 200 ingredientes, rindiendo homenaje a los productos típicos autóctonos. Por ejemplo, en México se utilizarán el queso hilado, el huitlacoche y el mezcal; en Colombia serán el café, la panela y el plátano verde, mientras que en Perú utilizarán la papa, la quinoa y el ají.

Junto con los hermanos Roca viaja un equipo 40 personas que cocinará para unos 2.500 invitados en esos países.

Una maquinaria bien sincronizada

El Celler de Can Roca, inaugurado en 1986 y que desde 2009 cuenta con tres estrellas de la guía Michelin, se encuentra en la ciudad catalana de Girona, a 100 kilómetros al norte de Barcelona.

Al entrar en él se tiene la sensación de visitar la casa de un amigo en lugar de un restaurante. De hecho, los hermanos Roca se refieren al Celler como la “casa” y reciben a los comensales más como a huéspedes que como a clientes.

Es común ver a los visitantes recorriendo la cocina, visitando la bodega o sentados en el patio frente a la fachada como si estuvieran en su propia casa.

La cocina ocupa un espacio de unos 200 metros cuadrados en el que 40 cocineros y 20 camareros interpretan cada noche una sinfonía gastronómica para deleitar a entre 50 y 60 clientes bajo la batuta del jefe de cocina. Cada plato se prepara y sirve con precisión milimétrica, y cualquier retraso puede generar una reacción en cadena que termine con varios platos en la basura.

“Los menús son largos y las secuencias están muy conectadas y entrelazadas, así que es importante tener todo un espacio de entregas para que todo pueda ser simultáneo y el pase sea fluido”, nos explica Joan Roca mientras nos enseña el lugar donde se fragua el secreto de este restaurante.

El recorrido es una aventura de sonidos, temperaturas, olores y colores donde cada rincón tiene su escenografía y su propio ritmo, desde la zona de terminación de platos calientes y entrantes, con sus brasas de leña de encina y los termostatos de cocción a baja temperatura; a la zona de pastelería, con el aroma a pan recién horneado; pasando por el área de producción, donde un grupo de cocineros procesa sincrónicamente carcasas de pollo para preparar un caldo mientras otros manipulan con manos de jardinero el interior de las alcachofas para modelar flores con sus pétalos nacarados para un Mandala de cordero.

“Ahora acaban de llegar unas gambas maravillosas de Palamós. Las barcas llegan a las 7 de la tarde al puerto de Palamós y a las 9, al cabo de dos horas, están aquí”, cuenta Joan Roca mientras sostiene entre los dedos un lustroso ejemplar. El olor a marisco fresco envuelve el lugar y da la sensación de que se siente el paso de la brisa marina y el graznido de las gaviotas.

En el trayecto vemos un sinfín de aparatos que más bien parecen sacados de un laboratorio que de una cocina, como una liofilizadora para extraer el agua de los productos y obtener así “una sensación seca pero muy intensa de sabor” y un destilador para captar aromas volátiles que desarrollaron en colaboración con varios científicos de una fundación.

“La idea es poder tener a mano todas las técnicas posibles tanto tradicionales como las brasas de leña de encina como los termostatos de cocción a baja temperatura, hornos de precisión, planchas de cromo”, señala Joan.

Más allá de lo gastronómico

Como herederos de la mejor gastronomía española y discípulos del gran maestro Ferrán Adriá, los Roca recurren a los sabores e ingredientes locales utilizando innovadoras y creativas técnicas de preparación, conjugándolas con la pasión por la cocina que les infundieron sus padres, dueños del restaurante “Can Roca”, también en Girona.

La experiencia de comer en el Celler de Can Roca va más allá de lo gastronómico, de una mera degustación de platos.

“A través de lo que damos, de lo que cocinamos, intentamos contar cosas y transmitir emociones”, explica Joan Roca.

“En esta casa, en el Celler de Can Roca, no solo se viene a comer, se viene a disfrutar de una experiencia gastronómica especial… porque para dar de comer solamente ya hay muchas casas”, agrega

Detrás de cada plato del Celler hay un meticuloso proceso de creación, que va desde de la concepción original a un paciente desarrollo aderezado por un gran cariño por los ingredientes hasta materializar la idea, que luego recibe la validación de los paladares de los tres hermanos Roca y hasta un total de diez personas antes de poder aparecer en el menú.

“Cada plato pasa un control de experiencia muy severo. Entre yo, Joan y Josep y el equipo que lo probamos antes de salir a la carta somos quizás unas 10 personas que lo probamos intentando buscar el feedback. Y siempre como premisa buscamos que todo esté bueno, que guste, que después tenga un concepto, un discurso… pero que esté rico”, comenta Jordi Roca.

La carta ofrece dos menús: el llamado de degustación, que comienza con un sugerente aperitivo llamado “Comerse el Mundo” —un paseo culinario por México, Perú, China, Perú, Marruecos y Japón — al que le siguen seis platos y dos postres; y el Menú Festival, que incluye 11 platos y dos postres (ver la carta).

La estimulación de los sentidos comienza desde que se lee la carta, con platos tan sugerentes como olivas caramelizadas, bombón de carpano con pomelo y sésamo negro, contessa de espárragos blancos y trufa, caballa con encurtidos y hueva de mújol, mandala especiado de flor de alcachofa o cigala al vapor de Palo Cortado, entre otros, que se pueden ver en la galería de fotos que acompaña este artículo.

Las formas, colores y olores de los platos activan la vista y el olfato, mientras que la elaborada descripción oral del camarero excita al oído y vuelve casi irreprimible el impulso a tocar y degustar lo que va desfilando delante de los ojos.

Lo primero que llega a la mesa es “Comerse el mundo”, un farolillo de papel con forma de globo terráqueo que, al abrirse de par en par, deja al descubierto cinco snacks representativos de las gastronomías de otros tantos países.

En esta oportunidad era un burrito de mole poblano y guacamole de México; una tartaleta de hoja de parra con puré de lentejas, berenjena y especias con shots de yogur de cabra y pepino de Turquía; verduras encurtidas con crema de ciruelas de China; almendra, rosa, miel, azafrán, ras el hanout y yogur de cabra de Marruecos y pan frito con panco y panceta con salsa de soja, tirabeques, kimchi y aceite de sésamo de Corea. Un viaje trepidante por el planeta en cinco bocados y sin moverse de la mesa.

Continuando con la idea de la narración, el siguiente plato es un bonsái de olivo del que cuelgan aceitunas caramelizadas que uno mismo debe recolectar. La comida se vuelve una experiencia interactiva y nos recuerda que todo lo que llega a la mesa requiere el esfuerzo de unas manos antes de poder llevarlo a la boca.

La atención al cliente del Celler repara en detalles como la temperatura ambiente. “Aquí tenéis un bombón de cárpano con pomelo y sésamo negro porque está haciendo mucho calor”, nos dice el camarero que nos atiende.

Después de un consomé primaveral a base de brotes, flores, hojas y frutas, probamos un memorable helado (contessa) de espárragos blancos y trufa que todavía hoy uno sigue paladeando en la imaginación.

La carta alterna platos de verduras, carne, pescado y mariscos, como el llamado “Toda la gamba”, que deconstruye una gamba a la brasa, y la acompaña de algas, agua del mar, quinoa y bizcocho de plancton; o la cigala al vapor de Palo Cortado, que se cocina delante de tus ojos con el vaho generado al derramar un chorro de jerez sobre unas brasas ardientes.

El mejor repostero del mundo

El crescendo gastronómico tiene su apoteosis en los postres, concebidos por el genio creativo de Jordi Roca, distinguido este año como mejor chef de postres del mundo.

Una ensalada verde de guisantes, regaliz e hinojo empieza desafiando la definición tradicional de un postre, seguida de un helado de masa madre con pulpa de cacao, lichis salteados y macarones de vinagre de Jerez servido sobre un montículo de latex que simula la expansión de una masa fermentada por la levadura, para terminar con una “anarkía” de chocolate, una oda al cacao en todas sus formas.

Jordi vive la gastronomía como un niño que experimenta con todo lo que tiene a la mano y es capaz de hacer magia con los ingredientes, como la adaptación de perfumes famosos como el Calvin Klein o el Angel de Thierry Mugler en formas comestibles, la recreación de un gol de Lionel Messi en forma de postre o los helados que vende en la heladería Rocambolesc de Girona, una apuesta de llevar a la calle la sofisticada cocina del Celler.

El precio del menú de degustación es de 155 euros, al que puede acompañar un maridaje de vinos por otros 55 euros. El Menú Festival cuesta 190 euros con una carta de vinos de 90 euros, preparada con esmero por Josep Roca, quien cree que para cada plato “siempre hay un vino que nos está esperando”, especialmente adaptado para él.

Aunque no tiene inconvenientes en mezclar vinos, como si se tratara de un cóctel, “cuando la naturaleza no llega directamente a hacer algo que vaya bien con un plato concreto de esos locos que me hace Jordi a veces”.