Nota del editor: Nick Paton Walsh es un corresponsal internacional de CNN. Las opiniones de este artículo corresponden únicamente a su autor.
(CNN) – Ya pasó un año y hay cosas que siguen en pie: no estamos hablando ruso, ni en una guerra con Corea del Norte o Irán. Tampoco hemos comenzado una disputa contraproducente con China. Y los populistas de derecha –como el pionero del brexit Nigel Farage y la excandidata francesa Marine Le Pen– son incluso menos relevantes hoy que a principios de 2017.
Aún así, después de un año en el poder, Occidente continúa preguntándose ¿qué es lo que realmente quiere el presidente de Estados Unidos, Donald Trump?
A nosotros, en el resto del mundo, nos advirtieron que la gran era del aislacionismo estadounidense estaba a punto de llegar: que Estados Unidos estaba cansado de que se aprovecharan de él, agotado de que –para citar el discurso inaugural de Trump– “defendiera otras naciones mientras se rehusaba a defender las propias”.
Sin embargo, la verdad resultó siendo más compleja. Después de un año lleno de tuits y de giros, todavía no queda claro de qué se trata la política exterior de Trump, aparte de ser más de lo mismo, con algunas aterradoras montañas rusas de 280 caracteres en el camino.
Empecemos con Irán. Trump dijo que quería retirarse del acuerdo nuclear, “uno de los peores negocios” que alguna haya visto. Aún así, en dos ocasiones renunció a imponerle sanciones al dicho país en virtud de cumplir el pacto.
Claramente, el objetivo es intensificar la presión contra Teherán a través de otras sanciones unilaterales y conseguir que los aliados europeos exijan concesiones separadas bajo un “acuerdo suplementario”.
Pero tras un año, el acuerdo permanece intacto, sus firmantes europeos tan comprometidos como antes y la retórica menos amenazante cada vez que no conduce a una acción. Hay ruido, pero pocos cambios reales.
Trump esperaba alcanzar un acuerdo definitivo en Medio Oriente. Sin embargo, esa tarea se le encomendó a su yerno para negociarla en privado, mientras públicamente los palestinos fueron ofendidos con el hecho de que haya Estados Unidos a Jerusalén como la capital de Israel.
Esto fue algo que Trump prometió durante su campaña, pero no lo usó como ventaja, por ejemplo, para lograr que el gobierno israelí cambie de táctica en la actividad de asentamientos.
Los palestinos parecen considerar que Estados Unidos es una voz que ya no se necesita escuchar en el proceso de paz. Aunque, dado que las negociaciones estaban prácticamente muertas cuando Trump llegó al poder, el anuncio de Jerusalén prácticamente cambió muy poco. Casi que estamos donde comenzamos, con uno que otro daño serio a la imagen de EE.UU.
Asia, por su parte, ha representado el desafío más inmediato. Pero, las conversaciones actuales entre las Coreas antes de los Olímpicos de Invierno –que parecen usurpar la presión de paria que tiene Corea del Norte como un estado nuclear deshonesto a favor de la calma inmediata– están ocurriendo sin Estados Unidos en la mesa.
Trump sostiene que su dura retórica militar de “fuego y furia” los ha obligado a sentarse a negociar. Pero también significa que Corea del Norte está en conversaciones con el aliado de Estados Unidos sin renunciar a nada: una gran victoria.
El mandatario estadounidense ha prometido “manejarlo”, pero no sabemos exactamente cómo, ya que las opciones militares son demasiado espantosas. Después de los Olímpicos, podríamos terminar con una Corea del Norte beligerante que cree que puede decidir cuándo hablar, en vez de hacer concesiones por la oportunidad.
Frente a China, Trump –quien alguna vez tuiteó “tenemos que ser duros con China antes de que nos destruyan”– se ha sentido halagado por el presidente Xi Jinping en la Ciudad Prohibida y hasta algunas veces ha sugerido abiertamente que este país ejerza más presión sobre Corea del Norte.
La relación ha sido pragmática y compleja, pero aún así no muy diferente de la que hubo en los años del expresidente Barack Obama, salvo el ruido que pronto estará.
Ahora, hay dos lugares donde el gobierno de Trump sí ha planteado una política específica que es propia.
Primero está la reciente declaración del secretario de Estado Rex Tillerson, en la que delineó cinco puntos principales que deben cumplirse para que Estados Unidos deje de estar “comprometido” en Siria.
La lista es bastante extensa, y difícil de ejecutar, pues equivale a una serie de razones por las cuales las tropas estadounidenses en el norte de Siria podrían permanecer allí durante meses, si es que durante años más.
Y eso es exactamente lo contrario a lo que los aliados de EE.UU temían que pudiera hacer una Casa Blanca aislacionista y cansada: incluir a las fuerzas estadounidenses por años en una guerra que el gobierno de Obama hizo todo lo posible por evitar. Ahora, no se trata de un cambio importante: esas tropas estuvieron allí cuando Trump llegó al poder, y se quedarán allí.
En Afganistán, el comandante en Jefe articuló personalmente una estrategia para “ganar”, esta aunque no difiere enormemente de los 16 años de políticas anteriores.
Eso muestra compromiso y un ligero aumento en potencia de fuego y capacidades. Pero no es un nuevo enfoque. También se les ha pedido a los aliados de la OTAN que ayuden, pero el esfuerzo sigue siendo estadounidense… y seguirá siéndolo.
Entonces, al otro lado del Atlántico, nos preguntamos ¿qué ha cambiado realmente? Y la respuesta es pequeña: que hay mucha furia y humo, pero no mucho fuego para seguirle el paso.
Trump suele tener una postura enojada –o varias– por cada desafío de política exterior. Pero las acciones que siguen a esa reacción son muy familiares.
Eso podría ser reconfortante para los fanáticos del compromiso estadounidense: no se están retirando al por mayor al otro lado del Atlántico, como alguna vez sugirió el exestratega de la Casa Blanca Steve Bannon.
Sin embargo, tampoco deberían celebrar. La Casa Blanca de Trump aún no ha experimentado un desafío grande en el extranjero. Y a su comandante en jefe todavía no se le han atravesado decisiones políticas reales que coincidan con el fuego de sus tuits.