Nota del editor: Robert Sapolsky es profesor de Biología, Neurología y Neurocirugía en la Universidad de Stanford. También es el autor de “Behave: The Biology of Humans at Our Best and Worst”. Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor.
(CNN) – El otro día nuestro presidente tuiteó que los demócratas “quieren que los inmigrantes ilegales, sin importar cuán malos sean, ingresen e infesten nuestro país como la MS-13”, refiriéndose a la pandilla originaria de El Salvador.
“Infestar”. Es una palabra interesante y hay al menos dos grupos de personas que están bien posicionadas para apreciar la elección.
El primer grupo es el de los neurocientíficos, que estudian una parte del cerebro llamada la ínsula. En la mayoría de los mamíferos, la ínsula hace algo trivial pero no menos importante: si el animal come o huele un alimento en mal estado, la ínsula se activa rápidamente y desencadena reflejos como el de escupirlo, curvar el labio superior en torno a la nariz y, quizás, el del vómito.
Esto es enormemente útil para impedir la ingesta de toxinas. En los seres humanos funciona igual: conecte a un voluntario a un escáner cerebral, hágale oler o morder algo fétido y de inmediato se activará la ínsula. Y como medida de sofisticación cognitiva, los humanos podemos activar la ínsula cuando pensamos en comer algo repulsivo.
Pero ahora estudie algo más interesante que un alimento rancio. Muéstrele a alguien una imagen de un linchamiento, de una enorme pila de cadáveres en un campo de concentración, de hombres del Ku Klux Klan en marcha. Haga que alguien reflexione sobre algo horrible que alguna vez cometió; apuñale a alguien por la espalda a traición. Es muy probable que también se active la ínsula.
En algún momento, decenas de miles de años atrás, los humanos desarrollaron la noción de que las normas de conducta correcta y errónea podían ser sistematizadas en sistemas morales. Y durante el proceso, la evolución ensayó e improvisó la expansión del acerbo de la antigua ínsula, para que mediara no solo la repulsión gustativa y olfativa en los humanos, sino también la repulsión moral.
Por esa razón ciertos agravios a la moral nos provocan mal de estómago, ganas de vomitar o un mal sabor en la boca. Esto es fantástico. La ínsula produce el estímulo que nos ayuda a rectificar una injusticia profundamente inmoral. Pero esta versatilidad de la ínsula también conlleva un riesgo: la tentación de usar la repulsión moral como prueba inapelable.
¿Cómo decide uno si el modo en que alguien come, ora o ama es incorrecto? Pregúntese solamente si le da repugnancia. Si lo hace vomitar, entonces debe regañarlo. El problema, por supuesto, es que la repulsión moral es un blanco en movimiento y lo que una persona considera moralmente repugnante, para otro es un estilo de vida entrañable y normal. Asimismo, la repugnancia visceral puede ser el primer paso antes de generalizar. Uvez que uno decide que alguien come algo repugnante, está a un paso de pensar que esa persona también cree y siente cosas repugnantes.
La ínsula no funciona siempre igual. Esto permite explicar por qué para algunas personas la leche sabe un poco mal. Se sabe que los conservadores tienen más bajo el umbral de la repugnacia que los liberales; que tienen más probabilidades de sentirse incómodos al usar la ropa (limpia) de otra presona; de sentarse en un asiento todavía tibio por el ocupante anterior, o tienen más probabilidades de pensar en alguien que escupe en un vaso de agua y luego se toma el contenido. Muéstrele una imagen repugnante (por ejemplo, una herida repleta de gusanos) y su sistema nervioso autónomo reaccionará más que el de un liberal.
Lo más importante quizás es que uno puede manipular el juicio moral de las personas explotando la ínsula. Prepare a los sujetos para que piensen en Estados Unidos como en una entidad viva -hable, por ejemplo, sobre cómo Estados Unidos experimentó una etapa de crecimiento después de la Guerra Civil- y después haga que lean sobre las nuevas y temibles enfermedades infecciosas y expresarán opiniones más negativas sobre los inmigrantes.
Coloque a sujetos heterosexuales en una habitación con basura maloliente y expresarán opiniones más negativas sobre los hombres homosexuales. Al oler algo nauseabundo, la ínsula confunde las tareas y busca algo en nuestro mundo social para endilgarle esa etiqueta de “repugnante”. No se trata tanto de ese viejo embuste de que un conservador “es un liberal que fue asaltado”. El conservador temporario puede ser un liberal que ha estado oliendo pescado podrido.
Los académicos estudiosos de la neurobiología insular probablemente prestarían especial atención al imaginario del presidente Trump de que los inmigrantes “infestan” nuestra tierra. Pero lo más importante es que existe otro grupo con una apreciación especial por todo esto.
Cuando los nazis instaron a su población en dirección a la solución final presentaron a los judios como ratas y al Holocausto como la exterminación de la repugnante plaga que infestaba el sótano de Alemania. Para los supremacistas blancos europeos contemporáneos, es la imagen del Islam como un cáncer. Para los escalvistas sureños, los africanos eran subhumanos. Y cuando los hutu de Ruanda desataron el genocidio de 1994, que asesinó al 75 por ciento de la tribu Tutsi en menos de 100 días, su propaganda chillaba incesantemente sobre los Tutsi como cucarachas.
Todo propagandista genocida eficaz intuitivamente sabe de la ínsula. Lleve las cosas al punto en que invocarlos a “ellos” active la ínsula de sus segidores y tendrá a la gente marchando como gansos en un abrir y cerrar de ojos.
Así, el tuit de Trump no solo motiva cavilaciones neurobiológicas, sino también históricas. Quizás no busque crear una asociación entre los inmigrantes y la repugnancia pero, psicológicamente, su retórica no inspira compasión o unidad, ambos, valores estadounidenses.
Entonces, votantes, alármense y mucho cuando un líder intenta hacerlos pensar en otros seres humanos como una plaga. Es lo suficiente como para que se les revuelva el estómago.