Nota del editor: Nic Robertson es el editor diplomático internacional de CNN. Las opiniones en este artículo pertenecen al autor.
(CNN) – Cuando colapsó el puente de Génova hace un año, me di cuenta de lo afortunado que soy.
No por la obvia razón de que estuve a minutos de conducir sobre el puente con mi familia, sino porque ese día nos unimos como nunca.
Siento que siempre he tenido suerte. Tengo un trabajo que amo, en el que tengo un asiento de primera fila en la historia.
Tres décadas de cubrir guerras intacto de cuerpo y mente es un testamento del poder sagrado y restaurador del amor de mi familia.
Ese día en Génova me recordó exactamente lo afortunado que soy.
Estábamos de vacaciones. Mientras caía con fuerza la lluvia y los truenos retumbaban en torno a nosotros, se desató una tragedia inimaginable.
Muchos han tenido alguna experiencia en que el trabajo interrumpe sus vacaciones. Y la mayoría de nosotros hemos tenido que decirles a nuestra pareja: “Querida, ¿te molesta si tomo este llamado?” Miradas de exasperación, los niños chillan y la respuesta segura: “¿No saben que estás de vacaciones?”
Esta vez fue diferente.
Conducíamos desde la casa de unos amigos en la Toscana en dirección a Antibes, Francia, por la espectacular autopista costanera. Era un día nublado y la ruta estaba muy transitada. Había tenido una rueda baja y había tenido que detenerme unos 10 minutos para ponerle aire.
En el sinuoso descenso hacia Génova, el tráfico estaba atascado. Minutos después, supe por qué: el puente que estábamos a punto de cruzar acababa de colapsar.
Llamé a nuestra oficina en Londres, les dije lo que podía ver: la lluvia torrencial, los relámpagos, y la posibilidad muy real de múltiples víctimas.
No tardaron en volver a llamarme, pidiendo el informe. Ahora les estaba pidiendo a mi esposa, Margaret, y a mi hija, Lowrie, no solo que suspendieran sus vacaciones, sino que de hecho me ayudaran a informar.
El tráfico era un caos, apenas se movía. Los vehículos de emergencia se escurrían con dificultad entre los autos. Los rescatistas dejaban sus vehículos a un lado y corrían por las calles laterales bajo la lluvia torrencial.
Siempre trato de estar listo para las noticias de último momento. Tenía varios teléfonos, cables, conectores, adaptadores y un micrófono. Lo suficiente como para una transmisión en vivo, salvo por una cosa: suficientes manos para sostener todo durante horas interminables.
Dejamos el auto y corrimos deprisa hasta donde se veía el puente colapsado.
Mi hija sostuvo el teléfono, alineó la imagen y estábamos transmitiendo en vivo. Pero necesitabamos acercarnos más.
“CNN,” le dije al policía en el bloqueo de la calle. Parecíamos cualquier cosa menos periodistas profesionales.
Quizás eran los cables que me colgaban de los bolsillos, o nuestro semblante serio y desesperado, pero no solo creyó en nuestra palabra, sino que nos ayudó a ir tan lejos como fuera seguro acercarse.
Mi esposa persiguió a todo político o funcionario que estuviera en las inmediaciones, concertando entrevistas para mí, obteniendo citas, incluida la más importante del día, de un funcionario municipal que reconoció que el puente estaba en muy malas condiciones.
Debo decir que mi esposa es exreportera de CNN. Nos conocimos en la antesala de la primera Guerra del Golfo en 1991 y nos casamos. Nos dirigimos juntos hacia el conflicto poco después.
Estábamos saliendo del notorio del callejón Scud —nombrado así por los misiles Scud, donde las fuerzas de la coalición estaban haciendo estallar vehículos sospechosos. Incluso entonces, sabía que era afortunado. No es una luna de miel común, pero diría yo que no tengo una familia común y corriente.
“Me duelen los brazos… ¿cuándo entrarás al aire nuevamente?” me preguntó mi hija justo antes del quinto o sexto tiro en vivo cerca del puente colapsado.
Ella no lo sabía en el momento, pero hizo el viaje que desafiaba a la muerte por el desierto iraquí con nosotros.
“Sabes qué”, me dijo, “estoy feliz de ser abogada… me duelen demasiado los brazos.”
Su hermana, Nicky, que también es periodista, miraba cómo se desarrollaba todo en vivo en su redacción y nos pasaba información siempre que tenía posibilidad.
Era realmente un asunto de familia.
Con los años he visto mucho: vi el devenir de guerras civiles, el percutir de las armas, el estallido de los misiles, conté la vidas arrasadas por incontables balas.
En una palabra, he sido testigo más veces de lo que quisiera del espantoso dolor y sufrimiento. Y cada vez que llego a casa, gracias a mi familia, me puedo refugiar de la brutalidad de lo que sé.
No estoy acostumbrado al horror, pero he aprendido a operar en su sombra.
Ese día en Génova, mi familia hizo todo por ayudar. Al hacerlo, sin embargo, los puse en una situación que no les corresponde.
Nadie quiere causarle dolor a un ser querido, y lo hice.
Estábamos tan cerca de ese puente. Durante horas sin fin mi hija pudo ver con claridad el pequeño camioncito azul que de algún modo logró detenerse a pasos de lanzarse a la calamidad abajo. Fue su primera vez como testigo de semejante tragedia.
Esta es la conmovedora forma en que lo registró en Facebook: “Desde tan cerca, un desastre es mucho más real que en cualquier pantalla de TV que uno pueda mostrarlo. La imagen de una pista de cuatro carriles saliendo del terreno en ángulo es algo que veo cuando cierro los ojos. Al menos 26 personas murieron hoy, que descansen en paz. No hay un mensaje feliz en esto, solo que la vida es valiosa y amémonos los unos a los otros”.
El conductor del camión escapó de milagro, pero cuando más mirábamos, más nos dimos cuenta de lo afortunados que habíamos sido. Horas antes, en nuestro viaje a Génova, me había detenido unos 10 minutos a ponerle aire a las ruedas de nuestro auto de alquiler.
Ese día solo hacía mi trabajo, pero mi familia puso más en juego que sus manos, cabezas y corazones, se lanzaron detrás de mí sin cuestionarlo.
Si duda, soy el hombre más afortunado que conozco.
(Traducción de Mariana Campos)