La políticas emprendida por el gobierno provocaron que la población se rebelara y se sucedieran las huelgas generales.

Por Beatriz Rubio

(CNNMéxico) — Desde que Argentina entró en recesión en 1998, en casa de Guillermo Stabile sólo había tiempo para trabajar e intentar mantener el nivel de vida con el que este padre de dos hijos había soñado para su familia. Resultó imposible.

La devaluación del peso respecto al dólar provocó que no pudieran pagar la hipoteca y que perdieran su casa. Guillermo no entendía cómo lo estaba perdiendo todo. Le costaba asimilar que su padre, un sastre de pueblo, le había pagado sus estudios y a él, con más de dos décadas de experiencia en una empresa de seguros de ámbito internacional, ya no le cuadraban las cuentas para las matrículas.

La situación en casa de Alberto López, socio de Guillermo, era similar. Ahogado por la subida de los impuestos aplicada por el presidente Fernando de la Rúa, cada vez se agobiaba más. A pesar de tener dos trabajos, asumir los costos del día a día suponía un lastre interminable.

La política de recortes presupuestarios, la subida de impuestos y la disminución de salarios emprendida por el gobierno contra la deuda pública y la recesión provocaron que la población se rebelara y se sucedieran las huelgas generales en un mandato de menos de tres años. Lo que más impactó fue el corralito, una medida de urgencia que impedía la retirada de más de 250 pesos en efectivo (250 dólares entonces) a la semana de las cuentas bancarias para evitar la fuga de capitales.

“No tenía nada que hacer allí”

El peor recuerdo de Patricia Gesino de aquella época es “la traición y la estafa”. La empresa petrolera en la que trabajaba quebró, por lo que muchos compañeros sufrieron un paro cardiaco, por el enorme estrés que suponía perder el empleo en aquel momento. Su negocio alternativo de taxis se desplomó. “Había comprado los autos en 30,000 dólares y los vendía por 2,000”.

La empresa de idiomas en la que trabajó después cerró tras la fuga del director con el dinero de los maestros. Cuando sus padres murieron y vendió todas sus propiedades y emprendió camino sola. Emigrar era la opción.

Fue la época de las filas de desempleados en centros de reclutamiento, las protestas por los recortes económicos, la desesperación en las puertas de los supermercados para recoger los restos, los cacerolazos en las fachadas de los bancos. Un ambiente hostil que impulsó el estado de sitio, con nuevas protestas y decenas de muertos por la represión policial.

Por esas mismas calles de revueltas, caminaban un día Alberto y Guillermo, compañeros de una empresa de seguros que contemplaba ampliar el negocio en México. El proyecto se frustró, pero la idea se quedó en la mente de ellos dos. “¿Y si vamos nosotros?”, se preguntaron. Como le dijo la mamá de Alberto, “no tenían nada que hacer allí”.

Miles de argentinos abandonaron su país en aquella época por la crisis para buscar una oportunidad en países como España, Italia, Brasil o Venezuela. México fue un destino más minoritario, pero el censo de argentinos en el país se elevó considerablemente. En 2000, había 6,465 argentinos censados en México y en la actualidad la cifra alcanza los 15,000, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).

Se preparaban para dejar un país con niveles de pobreza de en torno al 50% y un desempleo superior al 20%. Aunque Alberto no tenía ahorros en el corralito, “se sentía acorralado”. Ese sentimiento, y el apoyo de su esposa y sus padres, le impulsaron para plantear a sus hijos su proyecto en el extranjero. “Preferían no venir, pero, convencidos o resignados, vinieron”, recuerda este padre de cuatro hijos, que en la actualidad tiene a su familia dividida entre Buenos Aires y la Ciudad de México.

Cuando la economía argentina comenzaba a reactivarse, con el fin del corralito en 2003 y las treguas del Fondo Monetario Internacional, ellos ya no estaban allí. Luchaban en otro país, en otro mundo, como dicen ellos. Un lugar en el que tuvieron que frenar el ritmo que ellos traían. “Estuve trabajando hasta la una de la mañana la noche anterior del vuelo. Estábamos en una locura de hacer cosas. Aquí llegamos y quisimos hacer lo mismo y no se pudo, hubo que frenarse un poco”.

Con ilusión y prisas en la maleta

Alberto llegó a México con 500 dólares, dos contactos de familia y un optimismo del que todavía hoy se pregunta el origen. “A la edad que tenía, 51 años, era la última oportunidad”, argumenta. Los primeros días fueron de descubrimiento. Llegaron de noche, tomaron un taxi y pidieron al taxista que les llevara a un hotel que no fuera caro. Les llevó a un hotel de la Tabacalera, en el centro de la capital mexicana.

Al día siguiente se enfrentaron a una ciudad distinta, a una cultura distinta. Les sorprendió ver en los comercios carteles solicitando personal. “¡Y no veíamos a nadie ofrecerse. Veníamos de un país donde si uno ponía un aviso, tenías una fila de cuatro cuadras!”, recuerda Guillermo, que sigue trabajando con Alberto para American Express, como hacían en Buenos Aires.

Por esas mismas fechas, en 2002, Patricia llegaba a la ciudad con maletas como para quedarse a vivir en México el resto de su vida. Antes de partir, se había planteado emigrar a Barcelona, pero la tercera ocasión que le ofrecieron viajar a México, aceptó. Arrastraba mucha tristeza, pero también ganas de darse una oportunidad.

Su experiencia como profesora de inglés le sirvió para empezar a asentarse en el país, conocer gente, lograr la documentación. En la actualidad, es asistente bilingüe del director general de una agencia de publicidad y pertenece a una asociación por los derechos humanos en su país.

Aunque gran parte de su familia y sus afectos están en Buenos Aires, Alberto, de 61 años, de momento no contempla regresar a su tierra. Con dos hijos en México y dos en Argentina, y tres nietos argentinos y otro mexicano, asegura con mirada melancólica: “Queda mucho por hacer aquí”.

Lograron la oportunidad que buscaron hace una década y sumaron a su vida un país, México. “Ni de acá, ni de allá. De los dos sitios”, resumen. Todavía adaptándose y aprendiendo a miles de kilómetros de Argentina, su balance es positivo y con una palabra que todos ponderan: agradecimiento. “México ha devuelto la dignidad a mi familia”, resume Alberto.

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