Por Colette Bennett, especial para CNN
(CNN) — Fuera de mi ventana, el viento empieza a perder fuerza, a pesar de que todavía se nota afuera en las ráfagas que envían ramas y escombros sobre la calle desierta. No hay electricidad desde las cuatro de la madrugada. La vida se mueve lento, no hay información disponible a través de mi smartphone y no hay internet para saber cuándo terminará la tormenta.
Sólo soy yo dentro de mi refugio, escuchando el aullido del viento, en una carrera por comer de todo lo que hay en el refrigerador antes de que se eche a perder y tenga que tirarlo a la basura.
Algunas personas en Nueva Orleans se van de fiesta antes de que llegue una tormenta o incluso después de haber empezado. Anoche se escuchaban los gritos de los jóvenes en la calle, y de los niños que corrían a través de la lluvia con botellas en las manos. Mientras tanto, yo estaba en el pórtico, esperando. El viento comenzó a volverse más fuerte.
Por suerte me aseguré de cargar todas mis computadoras portátiles antes de que la electricidad se fuera. Me senté delante de la brillante y rectangular pantalla, en la oscuridad, un recordatorio de que mi separación de la tecnología es solo temporal hasta que alguien venga y repare las líneas. Pronto estaré conectado con el mundo de nuevo. Por el momento, envío mensajes de texto de vez en cuando, solo para asegurarme de que otros están bien, para hacerles saber que estoy pensando en ellos mientras nos sentamos en la oscuridad escuchando al mundo exterior.
Algunos podrían describir el sentimiento que acompaña a la espera de la llegada inminente de un huracán como miedo, ansiedad o ira. Para mí no es absolutamente nada de eso. Es una sensación más parecida a rendirse.
Cuando era niño mi abuela me contaba historias del huracán Betsy que se me grabaron en la memoria. Se quedaron esperando en su casa de la calle Desire en Ninth Ward, después de enterarse que la tormenta estaba en camino, sin contar con ninguna de las actuales y avanzadas formas de comunicación que hoy tenemos para informar sobre las amenazas que representan las tormentas.
Cuando Betsy golpeó la ciudad en 1965, mi abuela vio como el agua comenzó a derramarse desde la base del horno que estaba en el pasillo, y se esparció por el suelo de la sala. Yo escuchaba, paralizado de miedo, mientras me describía esos primeros momentos de pánico, cómo todo el mundo se quedó inmóvil y solo podían observar lo que ocurría, los largos segundos que pasaron antes de que mi madre gritara de miedo.
Se apresuraron a llegar al ático, escuchando como el viento golpeaba las paredes de la casa, mientras que el agua subía lentamente por las escaleras. Cuando el agua estuvo demasiado cerca, mi tío hizo un agujero en el techo para evitar ahogarse. Utilizaron una sábana para atarse juntos y no caer al salir debido al fuerte viento.
Por suerte, justo antes de que salieran por el agujero, la lluvia se detuvo.
Crecí sin temer a los huracanes, pero con la convicción de que había que hacerles frente usando una mezcla de cuidadosa planificación y completo conocimiento de los caprichos de la naturaleza. Esas imágenes vívidas de los cuentos de mi abuela nunca me dejaron. Para mí, ella fue una figura de valor y coraje, una devota sobreviviente.
Cuando el huracán Katrina destruyó la casa donde mi madre y mi abuela me criaron, tuvimos la suerte de no estar en ella. Ellas fueron evacuados al Hotel Intercontinental, en el Barrio Francés, y durante días estuvieron sin electricidad. Después mi madre me contó cómo el edificio se sacudió de lado a lado, mientras que los vientos azotaron la ciudad. Ahora cuando cuenta la historia sonríe, porque sabe lo cerca que estuvo, lo afortunados que eran ya que al final los iban a sacar de ahí en avión.
Me mudé a Los Ángeles poco después de la tormenta, dejando Nueva Orleans y mi propio apartamento inundado detrás de mí. La mayor parte de lo que tenía se destruyó. Ya que no era capaz de hacerle frente a lo que había sucedido, decidí correr en la otra dirección. Pero ahora he vuelto.
Mi abuela nunca buscó ayuda para tratar sus síntomas de estrés postraumático después de Betsy. En cierto modo, no podía culparla. Fue algo de lo que nunca hablamos entre nosotros, pero yo sabía que había algo en ese tipo de dolor que manteníamos secreto y atesorábamos. Admitirlo significaba reconocer cuánto te había herido la vida. Era más fácil llevarlo en silencio.
Mientras observaba cómo Isaac elevaba la desembocadura del río Mississippi el mismo día de agosto en que Katrina lo hizo hace siete años, tuve una sensación de calma. Estoy tranquilo aun cuando me siento en la oscuridad, mirando los arañados cables eléctricos colgando de los postes afuera de la ventana. Así es como un huracán se siente para mí. Es estar cara a cara con algo de gran poder, y saber que está bien ser pequeños y vulnerables ante ellos. De las experiencias de mis padres aprendí que se puede luchar contra estas cosas. También sé que puedes optar por aceptarlas absolutamente en lugar de luchar.
Si Isaac hubiera sido una tormenta más fuerte, me habría ido. Después de tantos años de huracanes, se empieza a desarrollar esa misma sensación que poseen los granjeros cuando se lamen el dedo y lo ponen después al aire para averiguar hacia dónde está soplando el viento. El lunes por la noche, mientras caminaba a casa, la brisa era suave y encantadora, como una misiva enviada antes de la llegada de Isaac. Es como si avisara: estaré allí pronto, pero me vas a resistir.