Por Dean Obeidallah
Nota del Editor: Dean Obeidallah, exabogado, comediante político y comentarista frecuente en varias televisoras, incluyendo a CNN. Es el editor del blog de política “The Dean’s Report” y es codirector del documental que está por estrenarse “The Muslims Are Coming!”. Puedes seguirlo en su cuenta de Twitter: @deanofcomedy
(CNN) — Existen aproximadamente 331 millones de usuarios de celulares en Estados Unidos. Pero un día de la semana pasada hubo uno menos: yo.
Los editores de CNN me pidieron que participara en un experimento en el cual dejaría de usar mi teléfono celular por un día completo. Pensé: ¿Qué tan difícil puede ser? Sé que muchos de ustedes, como yo, tienen la edad suficiente como para recordar a los Estados Unidos A.C. como: “Antes de los Celulares”. Y la pasamos muy bien.
Así que salí a las calles de Nueva York sin teléfono móvil. Primero me sentí liberado, como Neo en The Matrix cuando tomó la pastilla roja y finalmente pudo ver el “mundo real”.
En lugar de mandar mensajes de texto o checar mi correo electrónico, empecé a ver a la gente con la que compartía las calles. Realmente parecía un set de filmación lleno de extras con todo tipo de estilos de vida. Una mujer hermosa pasó rápidamente a mi lado mientras se retocaba el maquillaje. Turistas asiáticos tomaban fotos. Un hombre de negocios parecía estar muy ocupado con su teléfono. Un grupo de judíos jasídicos miraban a su alrededor mientras un árabe les vendía un falafel de su carrito.
Fue verdaderamente emocionante. Por 14 o 15 minutos. Después me empecé a preocupar: ¿Y si alguien necesita comunicarse conmigo? ¿Qué pasa si tengo un mensaje importante en espera?
Al ser un comediante de stand up, manejo un pequeño negocio. No solo soy el presidente de mi compañía, también soy su único producto. Aunque tengo un agente, de todas maneras necesito poder responder rápidamente a ciertas ofertas de trabajo o simplemente avanzar a la siguiente oportunidad cómica.
De pronto comencé a sentir las vibraciones fantasma del celular en el bolsillo delantero de mis pantalones, en donde generalmente lo guardo. Mi nivel de estrés empezó a subir. Tenía que checar mi correo de voz. Pero hacerlo involucraría meterme en una actividad que no había hecho en años: usar un teléfono de monedas.
Aunque hay bastantes teléfonos públicos en la Gran Manzana, aparentemente no hay nadie que se encargue de limpiarlos. Los teléfonos públicos que vi se veían y olían como si los hubieran confundido con baños o para limpiar ciertas partes de su anatomía.
A pesar del hedor, dejé de respirar e hice mi llamada para recuperar mis mensajes. ¿Cuántos tenía? Cero. Instantáneamente recordé mi vida en “Estados Unidos A.C.” cuando llamaba a mi máquina contestadora para recuperar mis mensajes y escuchar el mensaje robótico que decía, “No tiene mensajes nuevos”.
Aunque estaba aliviado, mi ansiedad por revisar mi correo electrónico empezaba a crecer. Por favor, recuerda que soy un comediante de NY. Soy neurótico por naturaleza.
Necesitaba encontrar un café internet. Suena bastante simple pero no lo es. Aunque hay establecimientos que ofrecen Wi-Fi gratuito en todos lados, no muchos tienen computadoras.
Empecé a caminar y a preguntar a la gente si habían visto un café internet, como si buscará al perro que se me perdió. Las respuestas iban desde un “no”, hasta miradas extrañadas evocando a un viajero del tiempo que vino de la década de 1990, incluso recomendaciones de otros lugares que no tenían relación alguna. (Un hombre no tenía ni idea de dónde había un café internet, pero me sugirió un grandioso restaurante turco).
Catorce cuadras, dos avenidas y 45 minutos después, finalmente vi un letrero afuera de un deli un poco descuidado que decía “internet”. Y ahí vi tres computadoras, cuyos mejores días claramente ya habían pasado, disponibles por una cuota razonable de dos dólares por 12 minutos.
Entonces, ¿Qué mails me había perdido? Nada importante, para ser honesto. Todos pudieron haber esperado a que llegara a casa.
Mientras continuaba con mi día sin celular me pregunté: ¿Hablaríamos más entre nosotros si no estuviéramos tan aferrados a nuestros teléfonos? ¿Seríamos mejores personas si no nos distrajeran tanto? ¿Mejores esposos? ¿Mejores hijos e hijas?
Pero también me di cuenta que sin mi celular me sentía desconectado de mis amigos, mi negocio, y del mundo. Me sentí solo en la ciudad más poblada de Estados Unidos.
En el metro que me lleva a casa al final del día, sin escuchar en mi teléfono el deporte que tanto amo, el beisbol, tuve tiempo de ver detenidamente a mi alrededor lo que sucedía dentro del vagón. Descubrí algo sorprendente: nunca había leído el letrero de salida de emergencia que hay en cada furgón del metro. Esa información bien podría salvar mi vida algún día.
Mi experimento sin celular me enseñó dos lecciones importantes. Una, mi celular no solo es un pedazo de tecnología, es como la “mantita” de Linus en el cómic de Snoopy. Sin él me siento incómodo. Menos seguro. Solo.
Y dos, en caso de incendio en el metro no te asustes, espera las instrucciones del conductor del tren. La ayuda viene en camino.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Dean Obeidallah.