Por Edward J. Konieczny
Nota del Editor: El reverendo Edward J. Konieczny es obispo de la Diócesis Episcopal de Oklahoma. Anteriormente, fue agente de policía en el sur de California.
(CNN) — Los dos bandos del debate sobre el control de armas creen que estoy de su lado. Soy el obispo de la Diócesis Episcopal de Oklahoma, creo en Jesucristo y durante más de 18 años, antes de entrar en el seminario, fui agente de policía.
Aunque trato de predicar el amor y la misericordia de Dios, también tengo un permiso para portar armas ocultas y, a veces tomo mi arma en los largos viajes a través de las aisladas zonas de mi diócesis.
Vivo sabiendo que comparto la responsabilidad de quitar una vida humana en el cumplimiento del deber y que a un buen amigo de la fuerza le dispararon y mataron después de que habíamos intercambiado turnos.
Y no estaría escribiendo este artículo si el rifle que apuntaba hacia mi cabeza una noche a manos de un hombre presa de una enfermedad mental no hubiera fallado al disparar.
Hasta hace muy poco, firmemente me oponía a cualquier ampliación del control de armas. Pero, tal y como he reflexionado sobre el actual debate —y los emocionalmente complejos y sentimentales momentos relacionados con las armas en mi pasado— me encuentro en una lucha y evolución en mi comprensión sobre las armas en nuestra sociedad.
Creo que es hora de emprender una conversación sincera acerca de los supuestos en los que ambas partes del debate basan sus argumentos. Es momento de reconocer que ninguna ofrece una solución completa a los problemas de violencia.
En 1979, uno de mis mejores amigos, un colega policía llamado Don, intercambió turnos conmigo para que yo pudiera jugar en un torneo de softball de la academia. Durante ese turno, Don escoltaba a un hombre de un bar cuando el hombre sacó un arma semiautomática de su abrigo y disparó al pecho de Don. Murió en el lugar.
El hombre que le disparó estaba condenado por un delito grave, hace poco salió de la cárcel. Él no debería de tener ese acceso a comprar un arma, pero lo hizo, incluso, adquirió varias más a un vendedor autorizado.
En 1982, dirigí a un equipo de agentes que intentaban atrapar a un violador en serie que había escapado de prisión. Tras recibir aviso, localizamos al sospechoso en un coche que había robado a su más reciente víctima.
Mientras intentaba atropellarnos, muchos de nosotros disparamos en su contra, provocando que perdiera el control e impactara contra un poste de teléfono. Cuando trató de recuperar lo que pensábamos que era un arma en el coche, los agentes volvieron a disparar, matándolo. Aunque no fui de los que lanzó los últimos disparos —y, por lo tanto, es casi imposible que yo haya dado el tiro mortal— aún me siento parcialmente responsable de su muerte.
En 1991, pocos días antes de que dejara el departamento de policía para ingresar al seminario, fui a revisar a un hombre con historial de depresión, quien no había respondido a varios intentos de su familia por contactarlo.
Nadie respondió cuando tocamos la puerta, y cuando mi compañero y yo abrimos la puerta de su casa, el hombre se plantó justo frente a mí con un rifle apuntando a mi cabeza. Jaló el gatillo, sin embargo, el arma no disparó.
Después nos enteramos que el hombre había luchado con una grave enfermedad mental durante años, aunque todavía podía comprar armas.
Mis 18 años como agente de policía me enseñaron que la ley tiene poca influencia en algunas personas, que pueden ser peligrosas y los ciudadanos tienen derecho a protegerse a sí mismos.
Como sacerdote y obispo, he estado con aquellos que han perdido a sus seres queridos por la violencia armada. Y en el silencio de mis propias meditaciones, con frecuencia recuerdo a mi amigo Don, su esposa y sus hijos.
Al reconocer la compleja parte que las armas y la violencia han desempeñado en mi vida, he llegado a comprender que es posible, e incluso razonable, estar acostumbrados e incapacitados por la violencia.
Esto nos pasa como individuos, y sociedad. Estamos acostumbrados a vivir con algo porque no nos sentimos capaces de enfrentar el cambio.
La terrible masacre de Newtown, Connecticut, y los asesinatos en otras comunidades son un llamado. El inimaginable dolor de los padres y abuelos que enterraron a sus hijos y nietos deben dejarnos en claro que debemos hacer frente a la violencia armada queramos o no.
Claramente el mandato de Dios para practicar la misericordia y la justicia nos obliga a formular una respuesta integral al tema de las armas.
Necesitamos una conversación coherente sobre las leyes de privacidad vigentes que protegen a los enfermos mentales, pero que con mucha frecuencia no logran proteger a nuestros agentes y ciudadanos.
Debemos hablar sobre las películas y los videojuegos que desensibilizan a nuestros hijos sobre los efectos de la violencia. Y las lagunas en el marco legal que permiten la venta de armas en ferias y por vendedores privados sin la debida verificación de antecedentes.
Y sí, como sociedad necesitamos tener una conversación coherente sobre la necesidad de armas de asalto estilo militar y cargadores de alta capacidad en el sector civil.
No debemos ni satanizar a los propietarios de armas ni hacer de esto una tarea extremadamente difícil.
Las circunstancias en las cuales un individuo puede necesitar un arma para protección o para salvar vidas inocentes son inimaginables.
Sin embargo, me gustaría que mis nietos vivieran en un mundo menos violento que el que he vivido, y sería una falta moral si me negara a hacer mi parte para construirlo, a causa de que fui demasiado orgulloso como para cambiar de opinión o demasiado desconfiado como para trabajar con gente cuyas experiencias puede que sean diferentes, pero que se afligen como yo y comparten mis rezos por la paz.
Debemos continuar con humildad. Pero tenemos que perseverar.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Edward J. Konieczny.