Por David Ariosto
Boston (CNN) — A menos de dos metros de Adrianne Haslet-Davis y su marido, una bomba llena de clavos y bolas de metal estaba lista para explotar.
La pareja se acababa de unir a miles de espectadores en el centro de Boston el 15 de abril para ver el maratón anual de la ciudad, cuando la primera explosión estalló cerca.
“Un silencio se instaló sobre la muchedumbre”. Una nube de polvo y escombros envolvió a Boylston Street “y pensé: ‘¡Oh no! Nunca es solo una’”.
Estaba en lo correcto. Momentos después, un segundo dispositivo explotó cerca de sus pies.
La onda expansiva lanzó por el aire a la profesora de baile de 32 años junto con su esposo, Adam Davis. Sus cuerpos cayeron juntos al suelo. En ese momento, Haslet-Davis yacía inmóvil en una nube de polvo y pánico creciente.
“Creo que estamos bien”, dijo a Davis, e intentó incorporarse. “No sentía dolor alguno y no tenía idea de lo que había ocurrido”, recuerda.
Pero cuando ambos intentaron ponerse a salvo, ella se detuvo. “Me senté y dije: ‘Oh, dios mío, mi pie. Mi pie está mal’”.
Los médicos dijeron que la explosión destruyó el 80% del hueso y del músculo de su pie y tobillo izquierdos.
En aquel momento, ella solo veía sangre.
“Estaba en modo de supervivencia”, dijo Haslet-Davis, quien da clases de baile en los Estudios de Baile Arthur Murray, en Boston. “Tengo que hacer algo al respecto. No puedo perder mi pie”, pensó.
Cubierta de polvo y sangre, se arrastró sobre sus codos hasta un restaurante.
“¿Pueden ayudarme?”, suplicó a algunas personas que pasaban cerca de ella; parecían desconcertadas y en estado de shock. “Solo me veían con cara de ‘Oh, dios mío’, y corrían en otra dirección”.
Los pies de su esposo también fueron acribillados con los fragmentos de la explosión, y él entró al restaurante detrás de ella. Adam es capitán de la Fuerza Aérea estadounidense y estuvo en Afganistán.
Adam se quitó el cinturón para utilizarlo como un torniquete. Tiró del mismo con mucha fuerza para detener el sangrado. “Tanto como podía, reclinándome y tratando de ponerle tanta presión como podía con el cinturón”, dijo.
Pero el dolor era insoportable para ambos. “Le gritaba a la gente, pidiéndoles whiskey o vodka”, dijo Haslet-Davis. Recuerda que estaba desesperada por adormecer sus sentidos.
Mientras Davis y algunos desconocidos trataban de ayudar a su esposa, el caos se desataba afuera. Haslet-Davis, todavía consciente, pensó que los médicos seguramente estarían abrumados por tantas víctimas. “Pensé que nos quedaríamos ahí, heridos, para siempre”.
Pero la ayuda médica llegó y los llevaron en ambulancia al Centro Médico de Boston, a menos de dos kilómetros.
Haslet-Davis todavía podía sentir su pie izquierdo cuando la llevaron a cirugía.
Entonces, por primera vez, todo se tornó negro.
Despertó al día siguiente, mareada y con dolor, con sus padres al lado de su cama. Dijo: “Mamá, ¿puedes ayudarme? Siento que mi pie está quedándose dormido”.
“Ahora me doy cuenta de que era un dolor fantasma, porque ella me miró y me dijo: ‘Adrianne, no tienes ese pie’”.
Los cirujanos amputaron su pierna desde 12 centímetros debajo de la rodilla izquierda. “Me volví loca. Eso es muy difícil de escuchar”, dijo.
Bailar, explicó, “es la única cosa que hago, que cuando lo hago no siento como si tuviera que estar haciendo cualquier otra cosa”.
Los bailarines de salón hacen figuras y piruetas; utilizan complicadas combinaciones de músculos y tendones para lograr un equilibrio y perfección su destreza con años de práctica.
“No se puede hacer eso con una prótesis”, dijo. “Aunque quizá la tecnología…” e hizo una pausa. “Ya veremos”.
Una semana después de los ataques, en una cama de hospital con la pierna envuelta en gasas y una tela rosa, Haslet-Davis planea volver a dar clases a los estudiantes que han llenado su habitación con flores.
“Parte de mi vida es poder enseñar a bailar a las personas”.
Probablemente vengan meses de terapia física, aunque ella ya ha seleccionado su primer baile: el vals vienés.
“(Es) uno de los más difíciles, pero es rápido y es hermoso y es un baile maravilloso, maravilloso”.
Algunos ataques de enojo y frustración acompañan a su optimismo, así como un abotagamiento provocado por un constante cóctel de analgésicos.
“En algunos momentos lanzo botellas de agua en el cuarto, tiro mi andador ortopédico y me enojo y enloquezco por el hecho de que alguien me haya hecho esto (…) y que no podré bailar con los mismos movimientos que tenía antes”, dijo.
“Vestirse requiere más tiempo y bañarse también, y me enojo”.
Para muchas víctimas de los atentados del maratón, la prueba apenas empieza. Habrá facturas del hospital, de la terapia física y de las sesiones de asesoría. Una eventual pérdida salarial podría sumar aún más desgaste físico, emocional y económico.
Pero algunas personas inspiradas por la historia de Haslet-Davis ya donaron más de 100,000 dólares para ayudar a la pareja con los retos que están por venir.
Y Haslet-Davis se puso un reto: Con el tiempo tiene previsto correr el maratón de Boston.
“En lo absoluto soy una corredora”, se rió. “Pero tampoco era una bailarina de salón en un momento de mi vida (…) así que voy a hacerlo”.