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Por Reza Aslan, especial para CNN 

Nota del editor: Reza Aslan es un reconocido escritor y un erudito en religión. Este artículo es una adaptación de su nuevo libro, Zealot: The Life and Times of Jesus of Nazareth.

(CNN) — Cuando tenía 15 años encontré a Jesús.

Pasé el verano de mi segundo año de la escuela en un campamento juvenil evangélico al norte de California, un lugar de campos talados y cielos azules infinitos donde, con suficiente tiempo, serenidad y exhortos en voz suave, uno no podía evitar escuchar la voz de Dios.

Entre lagos hechos por el hombre y pinos majestuosos, mis amigos y yo cantábamos canciones, practicamos juegos e intercambiamos secretos, nos divertíamos liberando las presiones de la casa y la escuela.

En las noches, nos reuníamos en una sala iluminada por el fuego en el centro del campamento. Fue ahí donde escuché una historia extraordinaria que cambiaría mi vida para siempre.

Hace 2000 años, me dijeron, en una tierra antigua llamada Galilea, el Dios del cielo y la Tierra nació en forma de un niño indefenso. El niño creció hasta convertirse en un hombre intachable. El hombre se convirtió en Cristo, salvador de la humanidad.

A través de sus palabras y hechos milagrosos, retó a los judíos que creían que eran el pueblo elegido de Dios, y le pagaron clavándolo en una cruz. Aunque Jesús pudo haberse salvado de la horrible muerte, libremente escogió morir.

De hecho, su muerte era el punto, porque su sacrificio nos liberó del peso de nuestros pecados.

Pero la historia no termina ahí, tres días después, resucitó exaltado y divino, para que ahora todos los que creen en él y lo acepten en sus corazones tampoco mueran y tengan vida eterna.

Para un niño que creció dentro una familia muy diversa de musulmanes moderados y ateos exuberantes, esto en verdad es la más grande historia jamás contada. Nunca antes había sentido tan íntimamente el llamado de Dios.

En Irán, lugar donde nací, era musulmán al igual que persa. Mi religión y mi etnicidad eran mutuas y estaban vinculadas como la mayoría de las personas que nacen dentro de una tradición religiosa, mi fe era tan familiar para mí como mi propia piel, y también era insignificante.

Después de que la revolución iraní forzó a mi familia a huir de casa, la religión en general, y el islam en particular, se convirtieron en tabú en nuestro hogar. Islam era sinónimo de todo lo que habíamos perdido por los mullahs que ahora gobernaban Irán.

Mi madre seguía rezando cuando nadie la veía y aún podían encontrarse uno o dos libros del Corán escondidos en un clóset o en un cajón en alguna parte. Pero en general, nuestras vidas carecían de cualquier rastro de Dios.

Yo no tenía problema con eso. Después de todo, en Estados Unidos en la década de 1980, ser musulmán era como ser marciano. Mi fe era como una herida, el más obvio símbolo de mi otredad: necesitaba esconderla.

Jesús, por otro lado, era la figura central del drama nacional estadounidense. Aceptarlo en mi corazón fue lo más cercano a sentirme verdaderamente estadounidense.

No quiero decir que la mía fue una conversión por conveniencia. Por el contrario, tenía devoción absoluta a mi nueva fe.

Me presentaron a un Jesús que era mejor amigo que un “Señor y Salvador”, alguien con quien yo podía tener una relación profunda y personal. Como adolescente tratando de encontrar un sentido en un mundo indefinido, me percaté de que esta era una invitación que no podía rechazar.

Cuando regresé a casa del campamento, empecé a compartir con emoción las buenas noticias de Jesucristo con mis amigos y familia, mis vecinos y mis compañeros de clase, con las personas que acababa de conocer y con extraños en la calle. Con aquellos que las oían con gusto y otros que las rechazaron.

Aún así, algo inesperado sucedió en mi intento por salvar las almas del mundo.

Entre más profundicé en la Biblia para armarme en contra de las dudas de los no creyentes, descubrí una mayor distancia entre el Jesús de los evangelios y el Jesús de la historia, entre Jesucristo y el Jesús de Nazaret.

En la universidad, donde comencé mi estudio formal sobre la historia de las religiones, ese disgusto inicial pronto creció hasta convertirse en grandes dudas.

El fundamento de la cristiandad evangélica (o por lo menos lo que me enseñaron) es la creencia incondicional de que cada parte de la Biblia es verdadera y es la palabra de Dios, literal e infalible.

La comprensión súbita de que esta creencia es evidente e irrefutablemente falsa, que la Biblia está repleta de obvios y descarados errores y contradicciones (justo como se esperaría de un documento escrito por cientos de diferentes manos a lo largo de miles de años), me dejó confundido y a la deriva espiritual.

Y como muchos en mi situación, deseché con enojo mi fe, como si fuera una cara falsificación que había comprado con engaños.

Comencé a repensar la fe y la cultura de mis antepasados, encontrando en ellos una familiaridad más profunda y más íntima de la que tuve como niño, el tipo del que viene con el encuentro de un antiguo un viejo amigo después de varios años.

Mientras, continué mi trabajo académico en estudios religiosos, profundizando en la Biblia no como un creyente incondicional, sino como un académico inquisitivo. Ya no estaba encadenado al supuesto de que las historias que leía eran literalmente verdaderas y me di cuenta de algo más significativo en el texto.

Irónicamente, entre más aprendía de la vida histórica de Jesús, del mundo turbulento en el que vivió y de la brutalidad de la ocupación romana a la que desafió, más me atraía su figura.

El campesino y revolucionario judío que retó al imperio más poderoso que el mundo hubiera conocido, se convirtió en algo mucho más real que el ser distante y sobrenatural que me habían presentado en la iglesia.

Hoy puedo decir con confianza que dos décadas de rigurosa investigación académica sobre el origen del cristianismo me han convertido en un discípulo más genuinamente comprometido con Jesús de Nazaret, que de lo que había sido con Jesucristo.

Rediseñé mi vida no conforme al espíritu celestial que según muchos cristianos se sacrificó por nuestros pecados, sino más bien de acuerdo al judío iletrado y marginal que dio su vida luchando una batalla perdida contra los poderes religiosos y políticos de sus días en el nombre de los pobres y los desposeídos, aquellos que la sociedad no consideraba dignos de salvación.

Escribí en mi libro más reciente Zealot: The Life and Times of Jesus of Nazareth sobre la buena nueva del Jesús de la historia con el mismo fervor con el que alguna vez comuniqué la historia de Cristo.

Estoy convencido de que uno puede ser un seguidor devoto de Jesús sin ser un cristiano, tal como ahora sé que uno puede ser un cristiano sin ser seguidor de Jesús.

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Reza Aslan.