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Por Dejan Mihailovic

Nota del editor: Dejan Mihailovic es profesor del Departamento de Estudios Sociales y Relaciones Internacionales del Tec de Monterrey. Sigue la cuenta @TecdeMonterrey

(CNNMéxico) — Las casi siete décadas que nos separan del fin de la Segunda Guerra Mundial son más que suficientes para reflexionar tanto sobre el periodo transcurrido como del futuro de la humanidad.

Tuvimos primero la Guerra Fría, símbolo de un mundo bipolar flanqueado por la tensión nuclear y las guerras locales.

Eran los tiempos de un James Bond perseguido por los agentes de la KGB en las calles de una ciudad de Europa del Este, algo que más que un simple entretenimiento para millones era el retrato vivo de un mundo dividido por la maniquea visión de amigos-enemigos, y el miedo al otro como potencial destructor de nuestro propio e insustituible mundo.

La caída del Muro de Berlín significó la entrada hacia una nueva era mal llamada mundo unipolar (los polos siempre son dos ¿o no?) con Estados Unidos como la ‘reina’ única en el siempre conflictivo tablero de ajedrez mundial. Bond tuvo que ceder su lugar a las naves sin piloto que, sobrevolando a Afganistán, sembraban una gran duda en la población local: ¿nos caerán paquetes con alimentos o bombas?

Finalmente, con los atentados del 9/11 y la guerra global preventiva contra el terrorismo, inicia la época del nuevamente mal llamado ordenmultipolar. Drones, intentos de legalizar la tortura, intervencionismo humanitario, y la resucitación del gran proyecto ‘orwelliano’ de vigilar y castigar, serían los componentes más destacados que reafirman esta última etapa.

Ahora bien, en los más de cinco siglos del sistema-mundo capitalista, las potencias hegemónicas en turno fundamentaban su supremacía en los respectivos ciclos sistémicos de acumulación.

Independientemente del estilo de llevar a cabo su poderío imperial, todas tuvieron que desplegar un cierto dominio en cuatro rubros de gran importancia geopolítica y geoestratégica: una inigualable capacidad de producción de bienes materiales; una posición ventajosa en las relaciones comerciales, un relativo control del sistema financiero internacional y, finalmente, una indiscutible superioridad militar.

No hay que hacer mucho esfuerzo para darse cuenta que Estados Unidos enfrenta hoy en día graves problemas en los primeros tres. Entonces, queda el cuarto rubro como la única posibilidad de posponer lo evidente: el franco declive de una hegemonía con días contados. Solo que ahora el clásico patrón de movilizar continuamente el complejo militar-indutrial implicaría gastos insoportables y riesgos incalculables, situación que exigió reforzar las prácticas de espionaje y servicios de inteligencia para, más o menos mantener, si no el poder real, por lo menos la imagen de que “todo está bajo control”.

Que las prácticas de espionaje y servicios de inteligencia son parte de una guerra de baja intensidad es un hecho bastante trivial, pero que ahora son aplicados a los países “amigos”, “aliados” y entidades no estatales y “no-combatientes”, resulta un tanto extraño y poco admisible en un mundo lleno de cooperación, integración y frentes comunes para diluir todo tipo de amenazas globales.

En la codificación postmoderna: no importa el hecho (espionaje), sino su interpretación y asentamiento en la opinión pública (escándalo).

Es decir, existe una transferencia de los hechos a los significados posibles y lo que ellos podrían provocar. Todos sabemos de espionaje, pero cuando la práctica se descubre, la opinión pública hace que el hecho tome dimensiones de algo escandaloso. El problema entonces no es lo que sabemos, sino descubrir lo sabido y mostrar (¡Oh my God!) nuestra capacidad de asombro.

Todos los esquemas de espionaje, vigilancia, control y/o intimidación se desarrollan mediante estrictos patrones de incógnitas y ecuaciones, códigos secretos, infiltración, robo de información, apropiación (casi siempre) ilegal de base de datos, etc., en donde es bastante fácil aplicar el famoso lema: ‘cada quien para sí mismo, Dios contra todos’. Pero resulta cada vez más evidente que a los amigos no se les espía bajo la cortina de la lucha antiterrorista, sino para conseguir ventajas desleales en el mercado global.

Es muy arriesgado decirlo, pero me parece que existe una leve similitud entre los cruzados de Ricardo Corazón de León y lo que yo considero la cleptocracia mafiosa del lobby petrolero. Los primeros iban por el Santo Grial y regresaban con el oro de Jerusalén y Constantinopla, los segundos iban por bin Laden y aún no regresan hasta que su copa sagrada no se llene de oro negro.

En suma, considero que intervenir el teléfono móvil de Angela Merkel, conocer qué canción chifla Peña Nieto en la tina o enterarse del platillo favorito de Francois Hollande, tiene poca relevancia para la NSA y conlleva un poco de morbo a la opinión pública mundial, pero no tiene absolutamente nada de escandaloso.

El verdadero escándalo consiste en descubrir nuevamente lo que sabemos de sobra: en el mundo actual hay tres tipos de Estados, un puñado de ellos que goza de plena soberanía; unas cuantas decenas de Estados que disponen de una soberanía parcial y  el resto que son Estados con soberanía nulificada.

Considero que la estrategia de espionajes sistemáticos, masivos e ilegales que pretende fortalecer el Estado, controlar el mercado y anestesiar la sociedad, no tendrá ningún futuro.

A veces, una buena manera de sacar las conclusiones es plantear las preguntas incómodas. He aquí algunas:

¿Son Assange, Manning, Snowden (la lista no terminará aquí) jinetes solitarios, portadores de una virulenta y malévola prácticacyberterorrista  o, más bien, se trata de una disidencia subversiva del capitalismo digital, una extraña muestra de excesos de un sistema de control corrosivo y caduco que pone en evidencia la decadencia de nuestras sociedades altamente administradas?

¿Atraviesa Estados Unidos una crisis de identidad sin precedente anclada en un oficialismo autorreferencial y una iconografía ególatra incapaz de discernir entre actores mundiales y tan solo enfocarse en sus propios intereses?

Finalmente, ¿qué nos espera si seguimos permitiendo que las libertades de elegir y de tener continúen sobrepuestas a las libertades de ser?

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente aDejan Mihailovic.

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