Nota del editor: Erin Hayes dirige una página web para el cuidado de personas con heridas de columnas. Publicó esta historia primero en CNN iReport. Síguela en Twitter @werocktheyroll.
Por Erin Hayes, especial para CNN
(CNN) – Ella tiene 6 años y es la persona más divertida, sarcástica, inteligente, graciosa, dulce, ingenua, confidente, fuerte, independiente y atenta que haya conocido. No sé cómo llegó a ser así.
Verás, mi esposo es tetrapléjico. Cuido de él, trabajo a tiempo completo y hay días en los que siento que nuestra hija recibe muy poca atención de mi parte.
Isabel tenía 6 meses cuando su padre se lesionó. Durante sus primeros seis meses, le cambiaba más o menos bien los pañales y no era muy bueno para vestirla.
Pero le encantaba darle de comer y jugar con ella y los dos pasaban mucho tiempo juntos.
Entonces, nuestras vidas cambiaron. Fue el 21 de diciembre de 2007, tres días antes de la primera Navidad de Isabel. En nuestra fiesta anual de Navidad con nuestros amigos, alrededor de la medianoche, mi esposo decidió salir a la nieve para hacer un ángel de nieve. ¿Por qué? Porque es Ben. Recuerdo estar mirándolo, sonriendo y sacudiendo mi cabeza. Él me vio, sonrió y salió corriendo a la nieve… y nunca se levantó. Se había roto el cuello en el nivel C4/C5 y quedó paralizado completamente de los hombros hacia abajo.
No recuerdo la primera Navidad de mi hija. Mis padres y hermanas la pasaron con ella mientras yo estaba en el hospital con mi esposo. Pasé de abrazarla y acurrucarla antes del accidente a apenas poder verla sin llorar. Ni siquiera la podía sostener en brazos porque la responsabilidad de ser “madre soltera” en el sentido físico era tan abrumadora que me desconecté. Cada minuto del día le rogaba a alguien que ayudara a mi esposo.
Recuerdo una noche en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Las enfermeras me trajeron una mecedora de la Unidad Neonatal de Cuidados Intensivos (UNCI) y me hicieron sentar con Isabel en el cuarto de Ben. Era como si supieran que necesitábamos pasar tiempo juntas, sólo nosotras dos. Me sentí muy extraña, durante mucho tiempo. Me sentía como su niñera, no su madre. Mientras la mecía, la miré preguntándome cómo lo íbamos a enfrentar como familia y lo injusto que era que la estuviéramos haciendo pasar por tanto.
Mi madre se convirtió en la madre sustituta de Isabel durante casi ocho meses porque necesitaba concentrarme en mi esposo. Ella era la que se levantaba con nuestra hija cuando lloraba y la traía a la hora de visita en rehabilitación.
Mirando hacia atrás, todavía me duele reconocer cuánto tiempo perdí al no estar con mi hija. Me perdí sus primeros pasos. Me perdí sus primeras palabras. Me perdí tantas cosas. Y tarde años en superarlo, hasta que me sentí como su mamá de nuevo. Finalmente me estoy dando cuenta de lo difícil que debió haber sido para mi esposo. Ya no podía cargarla, ayudarla, jugar con ella. El tuvo que ver las cosas desde afuera, mientras todos se hacían cargo de su niña.
Como nuevos padres, esperas que las cosas sean difíciles. Pero cuando se trata de una lesión en la médula espinal, la dificultad es indescriptible. Pasé de cuidar a una niña de seis meses con mi esposo, a cuidar a una niña de seis meses y a mi esposo.
Me gustaba cómo eran las cosas antes de la lesión. Mi esposo fuerte y seguro estaba a cargo y yo lo seguía. En un segundo, eso cambio. Yo tenía que ser la responsable de nuestra familia. Siempre soy la primera en levantarme y la última en acostarme. Me siento al límite física, emocional y mentalmente casi todos los días. Pero esto nos ha hecho más fuertes.
Conforme aprendíamos a vivir nuestra “nueva” vida, las cosas se nos facilitaron. Desarrollamos una rutina. Encontramos nuestro sentido del humor otra vez.
Nos preocupaba la relación entre Ben e Isabel. Mucho. Cada vez que Isabel decía que no le agradaba o no quería estar con él, nos preocupaba que fuera a causa de su lesión. Le dábamos mucha importancia. Nos estresábamos por eso. Hablamos con sus maestros al respecto. Hablamos con un psicólogo al respecto. Pensamos que nuestra hija no iba a poder conectarse con su papá debido a su lesión. Resulta que estábamos equivocados. Muy equivocados.
Isabel es la típica niña de 6 años que ha aprendido más de la vida que la mayoría, que pone sus manos en mi rostro y solemnemente me dice que “todo estará bien”. Nuestra hija ama a su papá. Sabe que tiene una discapacidad. Sabe que se quebró el cuello. Sabe que hay limitaciones en cuanto a lo que pueden hacer juntos, pero créeme, todos los días sobrepasan sus límites.
Más de una vez, ella viene corriendo a decirme que papi quedó atascado en el lodo o cayó hacia delante en su silla de ruedas o se quedó sin batería mientras paseaban. Ha venido a mí llorando porque se golpeó la cabeza o su brazo al caer de la silla de ruedas de su papi cuando se estaba subiendo a ella, o sentándose en su regazo, o saltando al sillón desde su silla. Demasiadas veces les he tenido que gritar a ambos cuando los veo persiguiéndose por la casa; él en su silla y ella en su patineta. Muchas veces les he tenido que frenarlos porque han estado a punto de meterse en problemas juntos.
Isabel ha encontrado cuál es la mejor forma de subirse al regazo de su padre para ver una película. Se sube a la mesa para poder darle el beso de buenas noches. Le apaga la silla de ruedas cuando él está en su habitación por la noche, para que tenga que permanecer ahí mientras Isabel se queda dormida. Le coloca ganchos en su pelo y lo maquilla para jugar a disfrazarse. Ella vuelve la vista hacia otro lado cuando Ben cuenta un mal chiste y piensa que es divertido cuando ella trata de hacerle cosquillas, aunque él no pueda sentirlas.
Isabel no ve a Ben como un tetrapléjico. Lo ve como su padre. Acude a él cuando está triste. Celebra con él cuando está contenta. Su lesión no define su relación. Se quieren mutuamente
Todos los días puedo ver que el amor que comparten se convierte en algo mucho más grande. Isabel me ha enseñado a ver más allá de la discapacidad de su padre, para verlo como quien es en realidad: mi esposo. El hombre con quien me casé. El hombre a quien amo.
Esa pequeña me ha enseñado más acerca del amor y la vida en sus seis años que cualquier otra persona. Ella nos enseñó a reír de nuevo. Nos enseñó a divertirnos. A amarnos unos a otros. Ella es quien nos enseñó que la vida vale la pena vivirla. Estoy ansiosa por ver qué más nos enseñará a medida que crece.