Por Alan Weisman
Nota del editor: Alan Weisman escribió los libros Countdown: Our Last, Best Hope for a Future on Earth? Y el bestseller del diario estadounidense The New York Times, The World Without Us, que se ha traducido a 34 idiomas.
(CNN) — Todos los días tenemos un encuentro personal con el metano, uno de los ingredientes clave de un fenómeno que usualmente no mencionamos por cortesía: las flatulencias.
Tal vez esa sea la razón por la que el metano también se conoce comogas natural. Desafortunadamente, ni los buenos modales ni la disciplina intestinal pueden suprimir lo desagradable de la situación, porque ahora no solo nosotros arrojamos flatulencias, sino también la Tierra.
Recientemente se descubrieron tres cráteres en el permafrost en Siberia (uno tenía aproximadamente 30 metros de ancho y 60 metros de profundidad). La explicación es aún más alarmante que la caída de asteroides: al parecer, tras dos veranos consecutivos que en promedio fueron cinco grados Celsius más cálidos de lo normal, el metano congelado no solo se está descongelando, sino que está explotando. Los científicos temen que al igual que la mala digestión crónica, este fenómeno siga ocurriendo. La concentración de metano en el aire que rodea estos cráteres ya equivale a 53.000 veces la concentración normal.
Una semana después de que iniciara el viaje de investigación, un equipo de la Universidad de Estocolmo encontró “grandes columnas de metano” que brotaban del lecho marino en las costas de Siberia. Reportaron que las columnas de burbujas de gas estaban brotando alrededor de su rompehielos y que las aguas tenían una saturación de metano entre 10 y 50 veces mayor que lo usual.
Esto era el equivalente marino al derretimiento del permafrost, el derretimiento de los cristales congelados conocidos como hidratos de metano que habían estado atrapados durante milenios gracias a la presión y la temperatura en las profundidades de los océanos.
La Oficina de Investigaciones Navales de Estados Unidos calcula que los hidratos de metano encierran billones de toneladas de hidrocarburos, entre dos y diez veces lo que contienen los depósitos convencionales de combustibles fósiles, pero probablemente sería demasiado caro o inseguro explotarlos. Ahora, conforme aumenta la temperatura del océano, han empezado a colapsar y emiten tanto gas como la tundra que se descongela.
El metano en el aire multiplica 86 veces el efecto invernadero del dióxido de carbono (CO2). Aunque el CO2 se queda más tiempo en la atmósfera, el metano es 30 veces más potente después de 100 años. Como se predijo que el nivel de los océanos aumentaría entre uno y dos metros para fines de siglo, estas asombrosas flatulencias mundiales no son solo vergonzosas, sino devastadoras para la civilización.
Entonces ¿qué podemos hacer? Primero, reconocer que la razón para que esto ocurra comprende un término confuso: ciclo de retroalimentación positiva. Es confuso porque para nosotros no tiene nada de positivo. Eso significa que mientras la temperatura aumenta, la Tierra y los océanos se calientan y emiten más flatulencias (o eructos, si lo prefieren) de metano, lo que provoca que la temperatura aumente aún más, así que las erupciones peligrosas se aceleran. El calentamiento se alimenta a sí mismo: el calentamiento provoca más calentamiento.
En segundo lugar, reconocer que este ciclo comenzó con nosotros. A estas alturas, la relación entre el combustible que impulsa a nuestra civilización industrializada y el exceso de CO2 y metano en la atmósfera sólo se ve superado por quienes obtienen ganancias obscenas con ello.
En tercer lugar, dejar de empeorar el problema al dejar de fingir que la energía que se obtiene por medio del rompimiento de nuestro lecho rocoso para obtener aún más gas natural es limpio de alguna forma. El quemar metano no solo aumenta el calor en el planeta, sino que es inevitable que los pozos que se perforan con la técnica de fractura hidráulica (fracking) tengan fugas. La Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos calcula conservadoramente que al menos el 2% de su producción de metano se va a la atmósfera, lo que engrosa la capa de gas que provoca que la Tierra se vuelva un sauna.
El 98% restante no se destinará a la calefacción de nuestros hogares. Se está proponiendo la construcción de enormes ductos para transportar el metano que se obtiene por medio del fracking a través de las tierras de conservación y los huertos de Nueva Inglaterra, de los principales distritos turísticos y del lago Wild Rice en Minnesota y de las granjas que se alimentan del acuífero Ogallala en el corazón de Estados Unidos. Cada uno terminará en un puerto desde el que se exportará el gas, es decir, no se usará en el país.
Solo quedarán tierras llenas de cicatrices y el metano que se fugue o explote (el incidente más reciente ocurrió el 26 de junio de 2014 en Texas; hubo llamas de 45 metros de alto). Las corporaciones millonarias que poseen los ductos no pagarán por ellos, sino los consumidores, a menos que nos neguemos a permitir que los construyan y nos comprometamos a destinar nuestros recursos a la generación de opciones de energía realmente más limpias como la eólica o la solar.
La última vez que hubo tanto CO2 en la atmósfera fue hace tres millones de años, cuando el nivel de los mares era de entre 24 y 30 metros más que ahora. Desde la Revolución Industrial, la concentración de metano en la atmósfera ha aumentado en más de un 100% y la cantidad que ahora brota de los mares es 34 veces mayor a lo que pensábamos hace apenas siete años.
Hasta que dejemos de arrojar a la atmósfera más dióxido de carbono y metano, tendremos que prepararnos para que nuestro aire y nuestro futuro se enrarezcan con flatulencias más desagradables. Las inundaciones y la salinización por el aumento del nivel del mar amenazan a las ciudades costeras, a los deltas fértiles y a gran parte de los campos de arroz de todo el mundo; se predice que las cosechas de granos caerán en un 10% por cada grado Celsius de aumento en la temperatura promedio, así que las flatulencias de gases de efecto invernadero no solo son vulgares… sino letales.
Las opiniones expresadas en este texto pertenecen exclusivamente a Alan Weisman.